LA OBSESIÓN DEL EMPERADOR
LA OBSESIÓN DEL EMPERADOR
Por: Mary Ere
CAPÍTULO 1

—Por favor —suplicaba la mujer de enorme y desgastado vestido, que sin adorno alguno intentaba ver al emperador del imperio Cenzalino, empujándose con sus pocas fuerzas contra el guardia que la detenía.

—No puede ver al emperador sin una cita, ni en el estado que se encuentra —señaló el corpulento hombre cuya armadura no parecía limitar su movilidad a pesar de lo rígida que aparentaba ser—. Vuelva a su palacio, por favor.

—¡Soy su esposa! —gritó la mujer, aferrándose a esas palabras que eran su última esperanza de lograr lo que necesitaba—, soy la primera reina, tiene que dejarme verlo.

El guardia la vio de arriba abajo. Era cierto lo que la mujer decía. Ella, a pesar de su apariencia desalineada y humilde; y a pesar también de la poca educación que mostraba justo en ese momento, era la primera reina, una que nadie en ese imperio quería porque provenía de un país ajeno y que no tenía el respaldo de nadie.

» Por favor —suplicó la mujer, hincada en el suelo, justo frente a la entrada al palacio del emperador Leone II, un esposo al que difícilmente veía, y que a ella la había visto tan solo una vez: el día de su boda—... por favor...

El guardia, incómodo por la situación, pero seguro de que era una emergencia lo que llevaba a la reina olvidada a suplicar a un simple guardia, dio ordenes para uno de los otros tres guardias a su lado fueran a buscar alguien más que se hiciera cargo de ese asunto.

—Llama al primer ministro —pidió Axulex, que era un hombre justo, así que, aun cuando no simpatizaba con esa mujer, tenía bien en claro que ella no les había hecho daño alguno, así que haría cuanto en sus manos estuviera para no sentirse culpable de nada en caso de que algo muy malo ocurriera—. Hazlo ahora —ordenó de nuevo, tras ver que el soldado que había enviado ni siquiera se había movido de donde estaba.

El soldado salió corriendo para cumplir con la orden designada, encontrándose minutos después con el hombre que buscaba, y también con el emperador Leone II, a quien reverenció y le informó que la primera reina, Samia Lutze, solicitaba una audiencia extraordinaria con su majestad de manera urgente.

Corono Elliot, primer ministro y mano derecha del emperador, negó la solicitud y mandó al soldado a anunciar la negativa a la primera reina, quien mostraba mucha descortesía al aparecerse de la nada frente a su majestad que nunca antes la había llamado, tampoco en ese momento.

Pero el gran emperador de Cenzalino, movido por la curiosidad de que una mujer que, en poco más de dos años de casados nunca le hubiese buscado, concedió la audiencia y salió al encuentro de una mujer que no era ni la sombra de la mujer que recordaba.

—¿Quién eres? —preguntó Leone, seguro de que esa mujer, de apariencia de vagabunda, no era la princesa del reino Lutenia.

Definitivamente ella no podía ser su primera esposa, ni la primera reina de su imperio.

—Su majestad —clamó Samia, inclinándose hasta que su frente tocó el suelo, con la voz cortada por el llanto—, sé que no merezco pedirlo, pero, por favor, nuestro hijo está muriendo, si no lo ve un médico él...

La joven reina ni siquiera pudo terminar lo que tenía qué decir, pues tan solo imaginar que su pequeño hijo, que ni siquiera tenía dos años de vida, muriera, le destrozaba completamente.

» Por favor, su majestad —suplicó la mujer y el emperador de Cenzalino, congelado por la sorpresa, no dijo nada.

Él no podía tener un hijo con esa mujer, ni siquiera había estado con ella después de la noche de bodas, y si hubiese concebido en aquel entonces alguien se lo hubiera reportado. Pensando en ello fue que se dio cuenta de que nadie jamás le había reportado nada de sobre la primera reina, su gente o su castillo.

—¡Sáquenla de aquí! —ordenó Corono, interpretando el silencio del emperador como indiferencia.

Pero Samia no lo permitiría. Ella no se iría de ese lugar sin ayuda, prefería salir sin cabeza que tener que volver a solo cruzar los brazos en ese maldito lugar donde su hijo moría, por eso se tiró a los pies del emperador sin que nadie pudiera detenerla.

—¡Su majestad! —gritó con fuerza la primera reina, sacando al hombre de sus pensamientos—... por favor... por favor... también es su hijo.

—¿Cuándo dio a luz? —preguntó Leone a su primer ministro, quien tampoco conocía la información, pues, ya que el emperador nunca mostró interés por ella, él jamás se interesó tampoco.

—Lo lamento, su majestad —respondió el primer ministro—, desconocía que ella tenía un hijo.

Leone miró furibundo al hombre que le daba semejante respuesta.

Tan solo pensar que su sangre moriría, sin siquiera haber sido reconocida, le daba dolor de estómago. Pero las cosas eran mucho peor de lo que él creía, y no tardó nada en darse cuenta.

—Busca al médico imperial y llévalo al castillo de la primera reina —ordenó Leone para Corono, quien reverenció y fue a cumplir con la orden recibida—. Llévame a donde está él —pidió para Samia, quien, agradecida, pronto se puso en pie y se encaminó a toda prisa al lugar donde había vivido los últimos dos años y dos meses que tenía en ese reino.

Leone, a cada paso que daba, se enfurecía un poco más, pues el camino era largo y, al parecer, se dirigía a un lugar que poco después de su compromiso con la segunda reina, su ahora emperatriz, había sido declarado abandonado y no había recibido ningún subsidio desde entonces; y eso había ocurrido un año y medio atrás.

Y sí, tal como el emperador lo sospechó, el palacio de anémonas era el lugar al que fue dirigido por su primera esposa, una que no logró ser emperatriz por ser de un reino extranjero, y porque pareció odiarlo tanto en su primera noche que el monarca decidió dejarla en paz el resto de su vida.

Sin embargo, él no había sabido su paradero. Recordaba claramente haber pedido que se hicieran cargo de ella, y luego no se interesó más ya que pensó que la habían colocado en un buen palacio y seguía teniendo una vida digna de una princesa.

Se equivocó, y estaba molesto por ello.

Tras ingresar al palacio de anémonas comprobó lo abandonado que estaba: el jardín marchito y basuriento, además de que la mayoría de los ventanales estaban rotos y todos, sin excepción, estaban sucios de mucho tiempo.

En el palacio no había sirviente alguno, y estaba incluso sin muebles o decoraciones, lo que era raro porque, aunque los palacios se abandonaran, eran propiedad del imperio, además de que contenían valiosísimos recuerdos, por lo tanto, debían permanecer intactos, pero incluso las joyas de los pilares habían sido arrancadas.

«¿Cómo es que ella vivía en tan deplorable lugar?» Esa era una pregunta que no le podía hacer, pues la mujer que ignoraba las escaleras y corría a los cuartos de servicio, unos que no se veían tan mal como el resto del palacio, pero que seguían siendo indignos de la realeza, no parecía tener intenciones de detenerse a explicar nada.

Samia abrió con prisa la primera habitación de los cuartos de sirvientes y, al ver a su única dama hincada junto a la cama de su hijo, sintió un tremendo alivio.

A decir verdad, cuando ella despertó, Ría no estaba, pues, como todas las mañanas, había salido a buscar el desayuno para los tres; y cuando su niño comenzó a convulsionar no pudo hacer más que salir corriendo, desesperada.

Leone entró a la habitación y al ver a un pequeñito de su misma tez y mismo color de cabello, algo le comenzó a presionar el pecho con fuerza.

—Su majestad —saludó una mucama que no conocía, y que no se encontraba en mejor estado que la primera reina.

Ambas se mostraban demacradas y, hasta cierto punto, sucias. No había diferencia entre esa mucama plebeya y la primera reina, y eso le molestó mucho más al emperador.

—¿Qué edad tiene el niño? —preguntó el hombre sin corresponder al saludo de una simple plebeya, una que definitivamente no debía estar en ese lugar.

—Un año con seis meses, su majestad —respondió Samia, tomando en brazos al pequeño que solo jadeaba, pues ya no tenía fuerzas ni de respirar.

Ni siquiera necesitó hacer cuentas, porque el niño era su vivo retrato, además de que estaba seguro de que Samia había sido una doncella cuando llegó a él.

—¿Cuál es su nombre? —preguntó él, sospechando algo que el corazón de Samia sabía y que se negaba a aceptar, por eso había corrido a buscar algo que había estado segura no obtendría, pero que gracias al cielo sí obtuvo.

—No tiene uno —respondió la madre del pequeño—, usted jamás vino a darle uno. Él es mi bebé.

Leone respiró profundo y se arrepintió al instante. Ese lugar hedía a podredumbre.

—Su nombre será Leonel —respondió el emperador, de la nada, usando ese nombre que había planeado para su primer hijo ese que, según él, nacería unos meses después del vientre de su segunda esposa, la emperatriz de ese imperio.

Samia miró a su esposo con asombro, nombrar a su hijo significaba que lo reconocía, así que no lo podía creer pues, desde que ella había llegado a ese lugar, él solo permitió que todos la trataran mal y le hicieran mucho daño.

Iba a agradecer, pues era un honor recibir semejante bondad, pero al sentir que el peso de su niño se hacía mayor, lo miró con angustia para descubrir que el pequeño no estaba respirando ya.

El pequeño Leonel, primer príncipe del imperio Cenzalino, reconocido por el emperador Leone II, a sus dieciocho meses de edad, sin haber sido cargado por su padre jamás, murió en brazos de una madre que, aunque hizo todo lo que pudo para protegerlo, no logró hacerlo.

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