Capítulo 2

Escucho la voz de Müller a la distancia y lo miro con disimulo intentando convencerme de que el agujero en mi estómago no significa nada. Está usando su teléfono móvil y sonríe mientras oye a quien le habla. La llamada dura menos de un minuto, no pude oír lo que decía, pero se veía animado con aquella conversación. Supongo que hablaba con una mujer, somos así de reemplazables para los hombres. Son contados los que nos tratan como a personas y no como a objetos. Crecí con dos del género, sé muy bien cómo piensan. Ambos sentaron cabeza, pero se divirtieron mucho en su época de solteros. Müller no tiene la pinta de ser diferente al resto, prueba de ello es que se acercó a hablarme tan pronto me vio. Debió pensar que me seduciría con su deslumbrante sonrisa.

Si tan solo supiera.

Desvío mi atención de él y miro hacia la puerta, estaba comenzando a ser demasiado obvia. Me habría muerto de la pena si me pillaba mirándole.

¿Cuándo llegarán los demás invitados? Me pregunto tratando de distraerme. Se suponía que habían seleccionado a diez personas para asistir a la inauguración, dudo mucho de que la mayoría declinara una invitación tan importante. ¿Por qué aún no han aparecido? Y si no asisten ¿cancelarán la inauguración? De ser así, lo consideraría una falta de respeto para nosotros.

¿Qué pensará Müller si suspenden el evento?

Miro en su dirección y veo que el mesonero le está sirviendo una copa de champán, pero no he sido discreta y se da cuenta de que lo estoy observando. Aparto la mirada apenada y pido que el suelo se abra y me engulla, pero es obvio que eso no va a pasar.

¡He sido pillada!

Solo me queda disimular que no pasó y esperar que no lo tome como una invitación para acercarse otra vez.

En ese instante, una mujer sale de un pasillo y se presenta ante nosotros como Nicole Smith, la anfitriona del evento. Usa un vestido blanco tipo coctel que se amolda a su figura esbelta, tiene un cabello rubio brillante y ondulado, lo lleva suelto. Sus ojos son claros y sus labios voluminosos, los ha resaltado con labial carmín. Parece de mi edad, entre veinticinco y veintiséis años.

Müller se encuentra ahora a menos de dos metros de mí, se ha acercado para escuchar a Nicole, quien no puede quitarle los ojos de encima. Es que el hombre es difícil de ignorar, no lo voy a negar. Yo he tratado de hacerlo y no he podido. Aunque merezco un reconocimiento por no voltear a verlo en este momento.

—Los demás invitados parecen estar retrasados, pero no quiero seguir haciéndolos esperar, iniciaré la inauguración —dice mirándome brevemente antes de volver sus ojos a él—. Como saben, el señor Brown prefiere mantener su identidad oculta, pero les agradece el interés por su arte y valora mucho su asistencia. —Muestra una breve sonrisa forzada antes de continuar—. Tendrán cinco minutos para apreciar las pinturas en cada sala antes de tener que avanzar a la siguiente usando la puerta con el anuncio «adelante». Si prefieren terminar el recorrido, crucen la que indica «salida». Hallarán un pasillo que los llevará fuera de la galería. No se puede regresar a través de las salas. ¿Está claro? —pregunta inquisitiva. Los dos asentimos y luego Nicole me indica que puedo pasar. Me señala que cruce la puerta ubicada en el extremo izquierdo del salón.

Camino en esa dirección y cruzo la puerta. La sala se encuentra en penumbras, huele a tabaco y a licor. Una voz femenina canta una balada triste y conmovedora, la letra habla de un dolor profundo enmascarado detrás de una sonrisa. Un foco se enciende e ilumina una cama individual cubierta con sábanas arrugadas, rotas y curtidas. La obra se encuentra contra la pared, es un retrato de una mujer dibujado en carboncillo. Sus ojos están abiertos, enmarcados por cejas pobladas pero delineadas. Sus irises son rasgados, de aspecto felino, y fueron dibujados en matices claros. Su mirada expresa un absoluto horror, lágrimas recorren sus pómulos marcados. Sus labios, carnosos y agrietados, sonríen ampliamente sin coincidir con la mirada amargada que reflejan sus ojos. Su cabello es una maraña enredada, con ondas gruesas y brillantes que le otorgan un aspecto sucio y descuidado. Lleva un collar de perlas que cae sobre sus clavículas huesudas. Es una imagen fuerte y muy cruda, nunca había visto nada parecido entre las obras de Brown.

La observo por varios minutos hasta que las luces se apagan y se encienden los avisos de «siguiente» y «salida». Decido pasar a la próxima sala. El espacio es mucho más reducido que en la anterior, las luces están encendidas y me encandilan. Cuando mis ojos se adaptan, me doy cuenta de que se trata de una sala de baño de aspecto sucio, con baldosas rotas y un olor desagradable. Una pintura en óleo fue ubicada sobre un lavabo amarillento, el grifo se encuentra roto y oxidado. En la obra, un joven está mirándose al espejo de un baño similar a este. Es alto, delgado y su cabello es cenizo. La persona que se refleja de su imagen es un niño pequeño, tiene los ojos cerrados y sostiene entre sus manos un ramo de margaritas marchitas. La expresión de su rostro transmite dolor y tristeza. El artista tiene una capacidad sorprendente de trasmitir sentimientos y despertar emociones a través de su arte.

En la siguiente sala, el piso está cubierto de arena de playa, el clima es cálido y la iluminación muy brillante proveniente de una lámpara redonda, grande, que cuelga del techo. La pintura se encuentra anclada en el centro de la habitación metida entre la arena. Muestra un mar cristalino y sereno, la caída del Sol en el horizonte y dos juegos de huellas de pisadas en la arena; unas son pequeñas y otras grandes. A lo lejos, casi al final del cuadro, se observa un niño, tiene el brazo derecho extendido hacia atrás y la mano abierta.

Curiosa, sigo avanzando y encuentro una proyección en la pared de fondo que muestra imágenes aleatorias, una detrás de otra: un patito de hule, una barra de jabón, una tina amarillenta, una televisión vieja, coletillas de cigarrillos tiradas en el piso, sábanas arrugadas y un barquito de madera roto. Las imágenes se repiten por un minuto y luego el proyector se apaga dejando el lugar en penumbras. Se escucha un silbato y se enciende una luz roja que señala un punto detrás de mí. Me giro y enseguida noto el cuadro colgado en el centro de la pared, lo iluminan varias bombillas que rodean el marco. El protagonista de la obra es el mismo niño de la pintura dos; usa una camiseta y un pantalón blanco, ambos están salpicados de lo que parece sangre. En su mano derecha, sostiene un corazón y, en la izquierda, un puñal. Sus ojos están abiertos mostrando en sus ojos pozos oscuros, viles, llenos de maldad, y sus mejillas se ven ruborizadas y húmedas. Es un poco espeluznante.

Paneles de espejos forman un círculo en la quinta sala, el techo está pintado de negro y el piso es blanco, pulido y limpio. La iluminación proviene de dos lámparas fluorescentes ubicadas en el techo. Recorro el óvalo buscando algún indicio de la pintura y noto que mi reflejo se deforma en un tramo del espejo. Me acerco y veo unas letras grabadas en el vidrio: «Mientras puedas mantener la mirada en tu reflejo, no cierres los ojos». Repito la frase en voz baja y cuando digo la última palabra se apagan las luces dejándolo todo en completa oscuridad. Pocos segundos después, cientos de bombillas de distintos colores se encienden desvelando la obra. Se reflejan en el suelo y cada una contiene una imagen distinta: niños jugando en un parque abandonado, una mujer embarazada, una casa deteriorada, una cama desecha, zapatos viejos, un cofre roto, un baúl oxidado, pastillas de distintos tamaños y colores tiradas en el suelo, coletillas de cigarro, botellas de alcohol, fruta podrida y una mochila rota. El mensaje es desalentador, evidencia descuido, vicios y mal vivir. Es tan crudo que parece venir de alguien que lo vivió de cerca.

Curiosa por descubrir lo que viene, atravieso un pasillo alfombrado que me conduce a la sexta sala de exposición. Esta es rústica, todas las paredes son de ladrillo y el piso de hormigón. Apenas cierro la puerta, comienza a reproducirse una música tétrica de piano; no es una melodía que pueda reconocer, pero es similar a la que usarían en una película de terror. Me acerco al centro de la sala donde está dispuesta, sobre un atril, la pintura en óleo que muestra la imagen de un puente de madera, roto a la mitad, sobre un fondo oscuro. En un extremo, distingo la silueta de una persona, no puedo decir si se trata de un niño o de un adulto, masculino o femenino; y entre el abismo que separa cada tramo del puente, se ve alguien cayendo. Es una silueta también, pero en vez de llevar ropa negra como el que permanece de pie en el borde, viste de blanco.

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