2. La realidad

Judith López

La idea más loca que he tenido en mi vida fue haberle pedido a esa ancianita, bueno suplicado, que me dejará vivir en su pequeña casa a cambio de que yo le ayudará con los quehaceres que a ella se le dificultaban como lavar la ropa a mano, cargar cosas pesadas. La abuelita apenas podía caminar, estaba muy sola. En el tiempo que ella y yo vivimos jamás apareció algún familiar, siempre me dijo que no tenía familia, incluso el día de su muerte hace algunos meses nadie apareció más que uno que otro vecino que sentía aprecio por ella.

Seguí viviendo en esta casa a pesar del miedo que tenía de que algún día viniera alguien a quitármela, porque no era mía, era de la ancianita con la que vivía y ella había muerto. Los vecinos aún piensan que soy nieta de aquella ancianita que todos los días salía a la calle a regar la banqueta.

Suspiré al mismo tiempo que me acomodé en el pequeño catre que compartía con mi hijito de casi seis meses. Puse mi mano en su pechito para poder sentir el latir de su corazoncito, era una de las experiencias por las que nunca me arrepentiría de haberlo tenido. Mi bebé era todo mi mundo y fuera como fuera saldríamos adelante juntos, porque la familia no abandona, aunque conmigo lo hayan hecho yo jamás haría algo como eso a mí hijito. Al final cerré los ojos esperando a que fuera otro día.

Por la mañana, los ruidos del llorar de mi hijo me despertaron.

—¿Qué tienes mi amor? —le dije, por el sonido que hacía supe que tenía hambre.

Me puse de pie enseguida y caminé unos pasos al pequeño frigorífico que teníamos, recordaba bien que no había leche, pero aun así abrí el refrigerador desolado. No tenía nada de comida. Regresé a la cama y saqué de debajo la cajita de aluminio en la que guardaba el dinero que tenía de lo que ganaba, lavando y planchando ropa ajena. Vi que en la cajita tenía cincuenta pesos, eso me completaba para un par de bolillos, dos litros de leche y unos huevos. Recé en mi interior porque esta semana me fuera bien y pudiera ganar algo de dinero. Tomé a mi bebé en brazos y salí a la tienda a comprar las cosas.

Los días siguientes trabajé muchas horas extra para poder comprarle algo de ropita a mi bebé por que la que tenía ya estaba algo gastada, no podía comprarle ropa nueva pero tal vez si algo del tianguis. Llegué a juntar casi trescientos pesos, estaba muy feliz, cargaba a mi bebé mientras giraba y él me veía con la sonrisa más linda del mundo, que me llenaba el alma.

Tomamos un bus que nos llevó al centro de la ciudad, estuvimos paseando por algunos puestos del tianguis, pero mi tristeza fue tal que no pude evitar que unas cuantas lagrimas se derramaran, abracé a mi bebé, lo amaba, pero la realidad era que apenas nos alcanzaba para vivir. Había intentado innumerables veces solicitar trabajo, pero en la mayoría no me aceptaban porque tenía un bebé o porque no había terminado mi educación básica, por eso me había resignado a planchar y lavar ropa ajena, casi toda era de los vecinos que muchas veces lo hacían solo por ayudarme, aunque no fuera mucha. Decidí regresarnos, pasamos por un centro comercial de los que visitaba a veces con mis amigas de la escuela, solíamos ir solo a ver ya que no teníamos dinero, pero recuerdo que era divertido imaginar que algún día tendríamos dinero para comprar las cosas que quisiéramos.

Mi bebé se movía en mis brazos como si hubiera hecho sus necesidades. En los centros comerciales siempre había baños y cambiadores, ahí podría cambiarle el pañal. Una vez que estuvimos listos, caminé con él en brazos hasta la puerta del baño donde por estar distraída en los movimientos de mi hijito casi chocó con una señora.

—Lo siento, disculpe yo… —detengo mi hablar en cuánto me topo con la mirada de aquella mujer que no olvidaré, era la madre de Adrián. Me quedé petrificada al verla, pero mantuve mi mirada fija en ella. Ella llevo sus ojos directo al bebé que mantenía en mis brazos, por inercia lo atraje más hacía mi pecho.

Sonrío con malicia.

—Vaya, miren a quien me vine a encontrar —soltó en tono burlesco.

Fruncí el ceño con molestia. Aprete los dientes y di dos pasos con la intención de retirarme. Me había prometido no volver a buscar a esa gente. Ellos no necesitaban de mi hijo y mi hijo por más necesidades que tuviéramos tenia mucha madre que haría hasta lo imposible por su bienestar.

Para mi sorpresa esa señora me detuvo del brazo apretándolo muy fuerte lo que ocasiono que de mi boca saliera un jadeo de dolor.

—¿Ese niño es el hijo de Adrián? —pregunta de manera seca, todos mis sentidos comienzan a alertarme, no digo nada.

Me mira exigiendo una respuesta.

—¡No… no es hijo de él, es mío! No dijo aquella vez que yo sólo era una muchachita caliente que buscaba enredarlo, ¡aléjese de mí! —quise caminar, pero de nuevo me detuvo. La mirada de esa señora me causaba mucho temor y escalofríos. Su maquillaje perfecto, sus labios carmín y su cabello teñido de color rubio la hacían ver como una mujer frívola.

En un segundo y sin poder evitarlo arrebato a mi hijo de mis brazos. Me quedé sorprendida sin poder hacer nada, miré como llevo de nuevo a mi bebé a uno de los cambiadores, lo medio apoyo y le subió la blusita hasta la nuca.

—¿Qué hace? —pregunto aturdida. Camino hasta ella y le quito a mi bebé. Lo beso en la mejilla y lo enredo entre mis brazos.

Vuelve a sonreír, pero ahora con un brillo especial que no podría describir.

—Si es hijo de Adrián, tienen la misma marca de nacimiento en la espalda, ¿dónde estás viviendo? —me pregunta, pero sin suavizar su voz y mirándome con desdén.

—¿Para que quiere saber? —le respondo de manera osca.

—Es mi nieto, ¿acaso nos negarás el derecho a verlo? Mírate niña, con que lo mantienes…

—¡Ese no es asunto suyo! Le pedí ayuda una vez, pero no lo volveré a hacer… yo puedo con mi hijo sola.

Ella vuelve a sonreír alzando su barbilla de manera altanera.

—Tal vez tu no nos necesites, pero puedo ver que el bebé si necesita demasiado, ropa, leche, juguetes, ¿tú se los puedes comprar? Por que por lo que veo trae pañales de los más corrientes y ropa desgastada —aprieto los dientes tragando todo el coraje que siento y maldiciéndome por no tener la posibilidad de darle algo mejor a mi hijo. Eso es de lo que siempre me he culpado. Saca una tarjeta de su bolso —ten, es mi número, piénsalo, es mi nieto y si tu quieres puedo ayudarte con sus gastos, por Adrián no te preocupes que él por ser tan buen estudiante ha conseguido una beca para estudiar en el extranjero.

Mis ojos van a dar directo a la tarjeta donde puedo ver el nombre que dice “Graciela Rivera” junto a un número de teléfono. Meto la tarjeta en mi bolso y salgo del baño tan rápido como puedo hasta lograr estar lo suficientemente lejos como para que pueda alcanzar o verme. Me siento en una banca a las afueras del centro comercial, esperando el bus que me llevará de regreso a la zona de la ciudad donde vivo. Saco la tarjeta que me dio. La miro. Veo a mi bebé, veo su ropita, sus pañales, aprieto la tarjeta con impotencia.

—Si yo pudiera darte una mejor vida, hijito, te prometo que lo haría, tu eres lo más bello que tengo en la vida —mi bebé sonríe haciendo movimiento de querer alcanzar con sus manitas mis mejillas.

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