EL INVERNADERO Y ADRÍAN

Mi madrina me contempló al igual que Libia. Las dos me sonrieron y se mantuvieron en silencio. Aquella conversación me incomodó y mi madrina lo notó. Yo jamás había conversado con hombres que no fueran los trabajadores de la casa: Milton y Ernesto, este último solamente de vez en cuando y siempre cuando estaba presente mi madrina; del resto, mi mundo se basaba y se extendía dentro de la hacienda y con eso, era sumamente feliz.

   Cada vez que entraba al interior del invernadero, no podía evitar experimentar emoción y admiración, me sentía satisfecha y orgullosa de mi misma por lo que había logrado. Tenía en mi mente cada posición de las plantas y dónde estaba cada flor; ponía tanto empeño en arreglarlas, que las horas se me iban como si nada; investigaba en libros todo lo referente a ellas y recordé que mi abuelo Manuel siempre me decía, que el hablarles a las flores causaba que ellas fueran más bellas; por tal motivo siempre lo hacía, al principio me sentía tonta, pero poco a poco eso se fue convirtiendo en costumbre. Tomé la regadera, me dirigí a los crisantemos y comencé a regarlas.

   —¡Pueden creerlo! —murmuré. —Mi madrina ahora dejándose llevar por los comentarios de la señora Libia, como si yo estuviera interesada en tener esposo. Comencé a hablar con las plantas, aunque sabía que ellas no podían responderme. Lo hice porque me ayudaba a desahogarme.

   —Imagínense, a esos hombres estirados y llenos de prejuicios, de verdad no quisiera malgastar mi vida al lado de una persona que no puede ver con los ojos del alma, sino a través de lo que les dicta la sociedad… ¡Los príncipes azules solo existen en los cuentos!

   Sellé mis labios y empecé mi inspección con las rosas. Quería expandir los rosales. Ya tenía una gran variedad en colores. En ese momento, cuando admiré las rosas rojas, un pensamiento cruzo mi mente: —¿Cómo será sentir un beso? Nunca nadie me besó y nunca antes me detuve en reflexionarlo; con seguridad era maravilloso sentir el calor de un abrazo proveniente de la persona amada; mi madrina, a pesar de enseñarme muchísimas cosas, jamás me habló de temas como la intimidad de un matrimonio. Quizás lo tenía reservado para cuando llegase el momento oportuno: si algún día me casara… —me sonrojé al reflexionarlo… La señora Aristimundo había logrado despertar mi curiosidad en torno a aquellos asuntos, así yo me negase. De esa misma manera me conmovió su comentario sobre el hijo de mi madrina, de las similitudes en nuestras sonrisas y su mirada con la mía...

   Ya llevaba varias horas dentro del invernadero, pero aún no sentía ganas de retirarme. Decidí continuar el trabajo, tomé los tiestos que contenían nuevas rosas y empecé a sacarlas para unirlas con las demás, me agaché para tomar una de las macetas y al hacerlo, sentí la opresión del corpiño contra mis pechos, mi madrina me lo ajustaba demasiado y muchas veces me costaba respirar, no obstante, alegaba que la mujer debía hacer sacrificios para verse al igual que una flor de hermosa, sin embargo, aquel vestido color melocotón me resultaba más ajustado que los demás. El tomar la maceta y volverme a enderezar causó que hiciera un movimiento torpe, ocasionando que se me resbalara el tiesto que contenía una de las rosas, cayó al suelo y se quebró.

   —¡Rayos! —gemí por mi torpeza. Como pude me agaché para tomar la planta junto a la tierra y los fragmentos de la maceta qué lo sostenía, fui colocando y limpiando el desastre, hasta por fin poder levantarme, fue entonces cuando la voz de un extraño me sacó de mi concentración.

   —Creí qué había conocido la verdadera belleza, pero estaba equivocado… Mis ojos estaban ciegos, eso fue hasta hoy porque tú le acabas de dar luz y vida…

   Giré rápidamente y me topé con el rostro de un caballero que nunca vi antes. Sus ojos se pendieron de mi cara, dejándome desprovista del habla. Permanecí inmóvil experimentando una fusión extraña y desconocida, una explosión en mi interior que me causó temblor en las piernas. Me ruboricé de inmediato. Él, al igual que yo, se mantuvo silente, mirándome con una intensidad que creí no podía existir. A mí me pasó lo mismo, quedé pendida de sus ojos oscuros, mientras, algo en mi interior me dijo que yo conocía aquella mirada ¡Dios mío, aquel hombre era muy atractivo! Tenía el cabello castaño claro, liso y grueso a la altura del hombro, lo llevaba atado en una cola detrás del cuello; era de tez blanca, más no pálido, sus facciones eran finas y perfiladas, pero muy masculinas. Su cara remataba con un hoyuelo en la barbilla. Luego de una breve inspección física, el intruso por fin rompió el silencio, notó mi confusión y temor. Se me acercó logrando que yo retrocediera. Él sonrió y declaró: —Discúlpeme, señorita, no era mi intención asustarla. Quizás mis palabras no han sido apropiadas y más a sabiendas de que somos dos extraños que se ven por primera vez… Sin embargo, usted, con todo el respeto, me ha impresionado…

   —¿Quién es usted? —le pregunté recuperando el habla.

   —Permítame presentarme —hizo una reverencia—. Mi nombre es Adrián Álamo, soy el hijo de Rodolfo Álamo y nieto de la dueña de esta hacienda —aquella confesión causó que una sonrisa se fuese pintando en mis labios; por fin el hijo de mi madrina volvía para curar el vacío que la atormentaba. Adrián hizo lo mismo: sonrió al notar que yo lo hacía. Las palabras de mi madrina cobraron vida en mi cabeza: “Adrián tenía una sonrisa capaz derretir el invierno más frío” Ella tenía toda la razón, pero también se quedó corta. La sonrisa de aquel hombre era increíblemente dulce, tanto que me dejó embelesada por una fracción de segundo. Él acortó la distancia hasta quedar situado a unos pasos de mí. No pude evitar el seguir detallándolo: era un hombre muy esbelto y alto; calculé de inmediato que media aproximadamente como 1,90 o 1,95. Yo me consideraba alta con mis 1.72 de estatura. Quise desviar mi mirada (temía que mi escudriño diera cabida a una mala imagen de mí), pero no pude evitar seguir mirándolo.

   —Creo que es mi turno de saber —dijo—. ¿Quién es la señorita? —me preguntó dedicándome otra sonrisa.

   —Mi nombre es Estefanía, soy la ahijada de la señora Ana Álamo, su abuela —le aclaré casi con torpeza.

   —¡Claro! Debí imaginarlo, aunque no te conocía en persona, oí hablar de ti a través de mi padre. Él me contó que mi abuela estaba criando a una niña y que ella te quería como a una hija. Mi padre también me habló con mucho afecto hacia ti... Así que eres la famosa ahijada… —aquella confesión del afecto de su padre hacia mí me sorprendió.

   —¿El señor Rodolfo le ha manifestado qué me tiene afecto? Como tenérmelo si solamente me vio una vez y era una niña.

   —Aunque no lo pienses, mi padre te tiene alta estima y en muchas ocasiones mandó obsequios para mi abuela y para ti, en su mayoría muñecas. Las recuerdo perfectamente, pero opino que ya no estás para jugar con muñecas. —Esa confesión me enterneció porque era cierto que recibí esas muñecas, pero siempre pensé que habían sido regalos de mi madrina.

   —Entonces debes estar al tanto de todo y de que mi madre era una de las indígenas que trabajaba aquí en la hacienda.

   —Ese detalle también lo sabía; lo que nunca imaginé es que fueras tan bonita —declaró con emoción, logrando que mi corazón latiera. El brillo de sus ojos al expresarlo no dieron cabidas para dudas de que yo le había atraído profundamente.

   —Una vez más te pido disculpas por ser tan directo, no obstante, tu atractivo me ha dejado sin habla. He viajado mucho, conocido distintas ciudades, culturas y por supuesto sus mujeres también, sin embargo, jamás vi a alguien como tú. Qué ironía de la vida, que situara a la más hermosa flor en casa de mi abuela… —Miré sus ojos y brillaban con fulgor. ¿Acaso esto es lo que las personas llamaban amor a primera vista? ¿Esta revolución dentro de mí era la potente magia de la atracción? Su voz volvió a interrumpir mis cavilaciones.

  —Debes de tener 17 años.

  —En realidad 18, los acabo de cumplir, y usted debe de tener 24 años.

  —Ciertamente, esa es mi edad —volvió a sonreír. La conversación se dio por terminada cuando Milton irrumpió en el invernadero.

   —Discúlpeme joven Adrián y niña Estefanía, solicitan su presencia en la sala.

   —Está bien, ya nos dirigimos hacia allá —respondió con amabilidad Adrián, luego giró nuevamente hacia mí.

   —¿Me harías el honor de permitir que te escolte hasta la sala? —se ofreció extendiéndome un brazo.

   —Me encantaría, pero temo que mis manos están sucias; si se dio cuenta al llegar estaba recogiendo tierra y los restos de un jarrón que se me cayó. Me gustaría lavarme las manos primero y arreglarme un poco el vestido. Y, por otra parte, no sé si estará bien que acepte que me escolte.

   —Toma el tiempo que desees, yo te espero, aunque creo que con que te laves las manos es más que suficiente, lo de arreglar tu vestido está de más, déjame repetirte que te ves maravillosa y respondiéndote que, si debes o no aceptar mi escolta, de una vez te digo que no aceptaré un no como respuesta —una vez más me sonrojé.

   Acepté el brazo de Adrián y cuando mi mano se enlazó en su brazo, una vez más acudió a mí la fuerte sacudida que me provocó aquel caballero… Me sentí vulnerable. El corazón me palpitó vertiginosamente y por un momento temí que él lo oyera retumbar en mi pecho. Jamás en mi existencia había experimentado sentimientos tan fuertes e instantáneos. Aquel hombre me demostró que la magia existía en la vida real y no únicamente en los cuentos de príncipes y princesas. Me pareció irónico que hace apenas horas antes, Libia Aristimundo estuviera hablando de matrimonio y que de pronto él apareciera como si se tratase de un conjuro por parte de ella… Traté de borrar mis pensamientos. Adrián era nieto de mi madrina y con solo mirarlo cualquiera podía concluir que estaba comprometido con alguna señorita acaudalada de la sociedad. Al sacar aquella conclusión, el pensar que su corazón ya estuviera comprometido con alguna hermosa mujer, me produjo una sensación amarga en mi garganta. Por primera vez en mi vida me sentí frágil y temerosa. Aquellos sentimientos que estaba teniendo por Adrián Álamo me asustaban. Di gracias a Dios, porque la voz estruendosa de Libia me sacó de mis pensamientos, sus exclamaciones de alegría se escuchaban hasta en la puerta de entrada a la residencia.

   —Adrián, debo repetirlo: ¡qué guapo estas, muchacho!… Dios mío, hombre, ¡cuántos corazones habrán de suspirar por ti! —clamó Libia al vernos cruzar el pórtico.

   —Gracias por sus comentarios, pero exagera. —respondió él a los halagos de la mujer.

   —No son exageraciones, declaro la pura verdad.

   —No seas modesto, hijo, sabes que la señora Aristimundo no miente. —se escuchó la voz de una mujer que reposaba en uno de los muebles del recibo. Luego de su comentario, sus ojos se posaron en mí. Primero manifestaron extrañeza hasta que, poco a poco, frunció el ceño causando que me alejara de Adrián; él aún sostenía mi brazo y se negaba a soltarme.

   —Ya veo que has conocido a mi ahijada —dijo mi madrina y tuve la sensación que aquellas palabras acentuaron las facciones toscas de quien pensé era la madre de Adrián. Elizabeth Sifuentes era una mujer regia, elegante y hermosa, no obstante, a pesar de que sus ojos eran similares a los de Adrián, carecían de la dulzura que la mirada de su hijo irradiaba. Su escudriño hacia mí era increíblemente frío, me turbó a pesar de que mi madrina se situó a mi lado con gestos protectores.

   —¿Dónde está mi padre? —preguntó Adrián.

   —Fue por champaña —manifestó emocionada Libia, que parecía ajena a la atmósfera que yo estaba sintiendo, incluso Adrián no parecía intuirla. No me quitó la mirada hasta que mi madrina clamó por su atención.

   —¡Mi querido y adorado nieto! Creí que ya me habías hecho bisabuela —dijo con una sonrisa radiante que le iluminaba el rostro de felicidad. Mi madrina se aferró a Adrián en un fuerte abrazo, él se lo respondió con dulzura, envolviéndola con los suyos y dándole un beso en la frente.

   —Me temo que aún no, abuela; en realidad no lo pensé, pero opino que ya me está gustando esa idea de traer hijos míos a este mundo —al formular aquella oración clavó su mirada en mí. De nuevo me ruborizó. Libia lo notó y sonrío con picardía.

   —Veré si todo marcha bien en la cocina —manifesté inventando un pretexto, necesitaba salir de aquel espacio. Entre las miradas de Libia, Adrián y Elizabeth, no sabía qué hacer.

   —Buena idea, hija —me dijo mi madrina.

   Sentí un gran alivio al salir de aquella sala. Ya me encaminaba en dirección hacia la cocina cuando me topé con Rodolfo Álamo, que venía por el mismo camino trayendo consigo las botellas de licor. Al verme tuve la sensación de que también lo impresioné; estaba como momificado y sus ojos parecieron escarcharse ¿Acaso era producto de mi imaginación? Aunque podía jurar que había emoción en su mirada.

   —¿Estefanía? —inquirió y los labios le temblaron al pronunciar mi nombre—. ¡Hija, que grande y hermosa estás! Te pareces tanto a ella… —sus palabras sonaron efusivas, hasta el punto de confundirme. Había intimidad en la forma de manifestarlas, pero el hecho de que confesara lo del parecido que, para mi entender, se refería a mi madre, logró conmoverme. Aquel hombre que yacía inerte, parado frente a mí, me dijo ¡hija!, y mejor aún, conocía a mi madre… Las preguntas no se hicieron esperar.

   —¿Usted conoció a mi madre? —le pregunté.

   —Sí… Oh, Dios, ¡si la hubieses conocido!

   Una lágrima corrió por mi cara. Él tomó mi mejilla y con dificultad sacó un pañuelo de su chaqueta mientras continuaba sosteniendo la botella de champaña.

   —No llores —me pidió—. Ella era una mujer muy alegre y también increíblemente hermosa, me gustaría hablarte de ella cuando tengas tiempo —su propuesta me agradó.

   —Sería maravilloso escuchar lo que me tiene que contar, siempre me hablan de ella, pero sería grato para mí oír las diferentes versiones de las personas que tuvieron la oportunidad de conocerla en vida —expresé emocionada, sin embargo, su sorpresa no decaía.

   —Eres toda una señorita, mi madre ha hecho de ti una verdadera dama.

   —Favor que usted me hace —respondí a sus halagos. Al parecer los hombres Álamos eran muy galantes, aunque las palabras de Rodolfo sonaban más a las que le dedica un padre a una hija. Nuestra conversación se interrumpió cuando Adrián llegó.

   —Padre, lo esperan en la sala, me temo que las damas están impacientes por la bebida, ya quieren alzar sus copas.

   —Sí, ya iba, hijo, solamente me detuve para saludar a Estefanía. La última vez que la vi era apenas una niña de casi cinco años y fíjate ya es toda una señorita… Como pasa el tiempo —manifestó con aires de nostalgia en su mirada.

   —Y yo le doy la bienvenida de mi parte a su casa, señor Álamo; mi madrina lo ha extrañado mucho.

   —Lo sé, pero créeme he venido a recompensar el tiempo perdido, por suerte mis negocios quedaron en buenas manos, mi abogado es uno de los más respetables y es hijo de un íntimo amigo mío; él me enviará todo lo referente a los avances, al igual que Pablo, mi encargado, que cuenta con toda mi entera confianza y estimo como a un hijo. Su familia ha estado con nosotros desde épocas remotas y su padre, Facundo, era uno de los trabajadores de confianza de mi padre, así que más tranquilo no puedo estar —explicó.

   —Me alegra mucho escucharlo… Bueno, los dejo seguir hacia la sala —dije recordándole la espera de las mujeres.

   —¿Y usted, Estefanía, no piensa venir al brindis? —inquirió rápidamente Adrián al notar que me disponía ir a la cocina.

   —Más tarde, voy a ver si todo está en orden en la cocina; mi madrina es la anfitriona y quiero darle una mano.

   —Acabo de pasar por ahí y todo está en orden —me aseguró Rodolfo.

   —No dudo de su palabra, señor Rodolfo, sin embargo, quiero dar unas instrucciones a Rosa y también deseo beber agua.

   —Si ese es tu deseo, entonces te dejamos seguir —sonrió el señor Álamo. —Vamos, Adrián, no hagamos esperar más a las damas —tomó el brazo de su hijo para hacerlo retroceder, pero aquellos ojos oscuros nuevamente se pendieron de mi figura.

   —¡Gracias a Dios que pude escaparme un rato! —gemí ya dentro de la cocina y bebiendo un vaso de agua.

   —¿Qué pasa, niña Estefanía? ¿Acaso hay una revolución afuera? —Me interrogó Rosa, mientras movía un guiso.

   —No precisamente afuera —dije haciendo alusión a la revolución que se estaba llevando a cabo dentro de mi propio corazón—, pero debo admitir que la llegada del señor Álamo me ha tomado desprevenida —agregué y sin estar consciente de mis actos, mi rostro se ruborizó y ella lo notó.

   —Ya le eché un ojo al joven Adrián, está muy guapo —agregó con picardía, mientras las otras dos criadas que estaban en la cocina ayudando a Rosa, soltaron una risita.

   —Sí, es muy atractivo —afirmé en un hilo de voz. El maullar de Constantino captó mi atención, llevaba varios días sin aparecer por la casa: un gato grisáceo y de grandes ojos verdes fue directo hacia mí para que lo acariciara.

   —¡Apareciste sinvergüenza! —gimió Rosa buscando leche para servirle en un plato; entretanto, yo lo agarré y le acaricié su pelaje, al hacerlo, inició su ronroneo.

   —Estaba preocupada por ti, mi peludo amigo —jugueteé con el felino hasta que advertí que la cocina de pronto se sumió en el silencio. Alguien irrumpió en ella. Giré para toparme nuevamente con el causante de mis desvaríos.

   —He venido por ti… Mi abuela está preguntado el motivo de tu tardanza, así que me ofrecí a buscarte —dijo Adrián.

   —Me he entretenido con Constantino —manifesté lo primero que se me vino a la mente.

   —¿Constantino? —repitió con confusión.

   —Es mi gato —le aclaré tomando en mis brazos al animal, Adrián sonrío, pero al acercárselo él demostró algo de fobia.

   —¿Le tienes miedo a los gatos? —Pregunté acariciando el pelaje de Constantino.

   —No les tengo miedo, solo que nunca me ha gustado tocarlos, debe ser porque mi madre siempre me reprendía cuando era niño. Cuando ella veía mi intención de acariciarlos, inventaba miles de historias para que le agarrara fobia.

   —Es una lástima, porque creo que le caes bien, mira, está ronroneando y está haciendo muecas para que lo acaricies —le señalé.

   —En ese caso considero que vale la pena intentarlo y más si es amigo tuyo —bromeó y seguidamente se acercó al felino, y poco a poco fue bajando su mano hasta tocarlo. En esa maniobra sobre Constantino llegó hasta mi mano y la tocó deliberadamente.

   —Es suave —susurró sin quitar sus ojos de mi boca. Aquella intensa mirada tuvo un efecto ardiente y causó que soltara al gato. Recobré rápidamente la compostura. No era propio de mi persona aquellas desfachateces, me limpié las manos con torpeza para quitarme los pelos que había dejado Constantino, mientras Rosa y las dos muchachas manifestaban una sonrisa traviesa por mi actitud.

   —Deje que termine de limpiarme —manifesté apenada, entretanto, él abría paso para que yo saliera primero.

   Todos giraron al vernos llegar al salón. Mi acompañante tomó una copa y me la extendió, al hacerlo contemplé a mi madrina para observar si ella aprobaba que yo tomara el licor que me ofrecía su nieto.

   —Vamos, ahijada, tómalo, es una ocasión especial y acércate, siéntate junto a mí —declaró con una hermosa sonrisa que le adornaba la cara —¡Hoy es el día más feliz de mi vida! —exclamó y expresó: —Dios ha escuchado mis plegarias. —Cuando terminó su oración, tomé un buen sorbo de mi bebida, sentí cómo el líquido quemaba mi garganta, pero luego, se fue apaciguando. Mis nervios se calmaron y también el intenso rubor que me poseía cada vez que cruzaba mi mirada con la de Adrián.

   —Querida Estefanía, por qué no me complaces y deleitas a los presentes con tu magia tocando el piano —me propuso mi madrina. En aquel momento no lo quería hacer, sentía que mis dedos estaban rígidos, producto de la invasión del potente efluvio que me poseía.

   —¿Tocas el piano también? Al parecer eres una cajita de virtudes — intervino sarcásticamente Elizabeth llevándose la copa a sus labios.

   —Sí, querida, mi ahijada toca divinamente el piano —la respuesta se la dio mi madrina.

   —Entonces no nos hagas esperar, querida, ¡deléitanos tocando el piano! Tengo curiosidad en saber si lo haces tan maravillosamente como dice mi suegra. En mis viajes por el mundo he escuchado muchas concertistas en los grandes teatros de Londres y París, y te aseguro que tocan como los ángeles, quiero comprobar si realmente mereces tales elogios y comparación.

   —Sí, mi madre dice que lo hace muy bien, no hay porque dudarlo —opinó Rodolfo, luego me miró y me dijo al notar mi incomodidad: —Estefanía, si no quieres tocar esta noche, lo puedes hacer en otra ocasión, total ahora es que nos aguardan muchas veladas juntos.

   Las opiniones de la esposa de Rodolfo en torno a mí, y sus palabras mal disfrazadas de amabilidad, que dejaban en claro su rechazo hacia mi persona, me dio el suficiente empuje para hacer mi mejor esfuerzo.

   —Gracias —dije—, pero quiero tocar y más si mi madrina me lo pide —rápidamente me dirigí hasta el piano. Todos pusieron su atención en mí, me senté cuidadosamente frente al instrumento, respiré hondo y traté de imaginar que, en aquella sala, solamente estaba mi madrina. Me resultó imposible, ese día había alguien que no permitía que me concentrara, subí mi rostro para buscar su cara. Adrián me miraba atento, entonces dejé que mi corazón hablara a través de la música. Las notas comenzaron a salir espontáneas bajo el toque de mis dedos, mi seguridad fue creciendo cuando advertí la sonrisa en los labios de mi madrina, la emoción de Libia, la admiración de Rodolfo… La intensa mirada de Adrián, sus ojos me admiraban de una forma tan transparente, que de pronto aquella mirada se volvió un espejo donde yo me podía ver; él se convirtió en la inspiración de las notas de mi melodía o, mejor dicho, él era una canción escrita por las manos de los Arcángeles. Adrián me invitaba con su mirada a recorrer un camino desconocido, un camino en el cual yo podía salir lastimada… ¡Oh, por Dios, ya yo estaba perdida! Aun así, mantuve mi compostura y al igual como mis dedos se aferraban a las teclas del piano, de la misma manera me aferré como una dama a los modales y a disimular el florecimiento veloz de mis sentimientos.

   Aquella tarde de mayo mi vida cambió para siempre, una cuerda invisible que se llamaba amor me comunicó a un sentimiento que llevaba escrito el nombre de Adrián Álamo.

   —¡Bravo! —exclamó Rodolfo cuando terminé de tocar la pieza —¡Mi madre se quedó corta!

   —Yo se los dije —agregó mi madrina con orgullo; entretanto, yo agradecía los elogios. Adrián tomó otra copa, la alzó y dijo: —Por favor les pido que alcen las copas para brindar por este día tan especial para todos, por la unión de la familia y por la magia de Estefanía que ha dejado hipnotizados a todos los presentes con su impecable interpretación… ¡Salud!

   —¡Salud! —dijeron todos.

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