VENEZUELA, 1790

Estefanía.

Mi madrina, Ana Álamo, estuvo muy distraída durante toda la semana; sus ojos mostraban una tristeza evidente que disimulaba llevándose pausadamente a sus labios una taza de té de tilo. Yo intuí que parte de su pesar era porque dos días antes, mi padrino Antonio Álamos cumplió años de muerto. Él se fue de este mundo un 13 de mayo, hacían ya 24 años. Yo no tuve la suerte de conocerlo, aún no nacía cuando él falleció. Aquella muerte la dejó tan devastada que aún lo lloraba como si fuera el primer día. No me gustaba verla de aquella manera, mi madrina era una mujer fuerte que llevó con éxito las riendas del negocio familiar. Ana Álamo era una excelente patrona, sus esclavos y demás trabajadores la respetaban y estimaban. Nunca maltrató a nadie, todo lo contrario, aparte de proveerles comida, techo y trabajo, también les daba medicinas. Ella y yo creamos una pequeña escuela donde enseñábamos a leer y escribir a los niños de las barracas, algo que no era bien aceptado en la sociedad que nos envolvía.

En las últimas semanas, mi madrina no quiso salir de su habitación y eso me preocupó. Fui a su recámara a tratar de reanimarla.

—¿Puedo pasar? —le pregunté, luego de tocar la puerta.

—Claro hija, pasa.

Al abrir la puerta, la pude ver sentada en su sillón, cerca del gran ventanal. Sobre su mesita de noche reposaba un pequeño baúl forrado de terciopelo púrpura, con detalles en piedras preciosas. Pude observar que ella sostenía unos retratos.

—Ven —me invitó a acercarme y así lo hice—. Este es mi hijo Rodolfo, sé que no lo recuerdas y jamás te mostré sus retratos más recientes, solamente has admirado uno cuando era un adolescente —me dijo—. Me senté a su lado, tomé el retrato y contemplé al caballero. Lo primero que noté fue que se parecía mucho a mi difunto padrino (lo sabía por el inmenso cuadro de Antonio Álamo que posaba en la gran sala). Rodolfo se apreciaba en el retrato como un hombre alto y corpulento, de cabellos oscuros, entre liso y ondulado, con una mandíbula cuadrada, fuerte y masculina.

   —Eras apenas una niña de meses cuando él se fue —su comentario llenó mi corazón de tristeza; recordé cómo fue mi entrada a la hacienda “Los Álamos”. No solo Rodolfo se marchó cuando era una recién nacida, mi madre también lo hizo en esa misma fecha. La muerte llegó por ella muy temprano. Mi madrina siempre me contó sobre su vida; no existía noche en que no lo hiciera. De lo que nunca me habló fue de quién había sido mi padre. A declarar verdad, yo nunca le pregunté; solamente sabía que era un hombre blanco y no un indio. Mi madre fue una de las esclavas indígenas de la barraca, se llamaba Alba y vivía junto a mi abuelo Manuel, que también era trabajador de la hacienda. Mi madrina me explicó cómo murió poco después de traerme al mundo. Fue por una hemorragia repentina que desgraciadamente no pudieron detener. Ana Álamo se encariñó conmigo a primera vista y le pidió la autorización a mi abuelo para que yo fuese criada en la casa grande. Él accedió, quería lo mejor para mí y aquella era una excelente oportunidad. No existía día en que mi abuelo Manuel no me hablase de mi madre mientras vivió, de lo a menudo que la recordaba. Él siempre iba a la casa grande a visitarme y yo le contaba todo lo que mi madrina Ana me enseñaba. Yo hablaba varios idiomas, francés, inglés e italiano, aparte del español. Mi protectora Ana Álamo me proporcionó profesores que me instruyeron en historia, geografía y matemáticas, aunque no era muy bien visto que una mujer poseyera tan amplios conocimientos en una sociedad machista, donde solamente teníamos como único papel el de ser esposas y madres devotas e inculcar la religión. Para nosotras el saber leer, escribir, tejer y tocar el piano era suficiente. Ana Álamo no pensaba igual. Ella era muy liberal para su época y muchos se escandalizaban por sus pensamientos e ideales. Mi padrino, su esposo, fue un hombre diferente; él le enseñó muchas cosas y en especial, le exigió conocer sobre ciencias.

“Mi marido no temía ser superado por una mujer, él era un verdadero hombre”, era la frase que más repetía mi madrina. Ella, sin embargo, para complacer a la sociedad, me enseñó a bordar y contrató a un maestro para que me enseñara a tocar el piano, instrumento que dominé rápido por mi gran amor a la música. Ella siempre me decía: ¡Eres la hija que nunca tuve!

—Esté es Adrián. —Me aclaró mi madrina sacándome de mis pensamientos. Agarré el retrato que me entregó y observé a un hermoso niño, de unos 5 años más o menos, tenía una mirada dulce y un rostro angelical. Al ver aquel retrato experimenté un sentimiento extraño y desconocido, cuya sensación no supe cómo interpretar. Mi madrina lo captó y sonrió con ternura.

—En la actualidad debe tener 24 años —declaró—, lo sé porque mi nieto tiene los mismos años que tiene mi esposo de muerto. Elizabeth ya tenía casi los dos meses de gestación cuando llegaron de España al entierro de Antonio. Cinco meses después, Adrián arribó a este mundo prematuramente... —suspiró y luego continuó con la historia: —¿Puedes creer, hija mía, que no tengo retratos actuales de él para mostrarte? Tenía ya casi los seis años cuando se lo llevaron; tú apenas eras una recién nacida —manifestó con tristeza —. Llevo ya casi once años sin contemplarlos. La última vez que lo observé tenía 13 años —volvió a suspirar y permaneció un instante en silencio, como si los recuerdos la reclamaran. Por mi parte no quise quebrar su esfera, mi abuelo Manuel siempre decía que recordar es vivir.

—¿Por qué el señor Rodolfo no ha venido más? Lleva mucho tiempo en España, debería visitarla más seguido, usted es su madre; solamente sabe de él por cartas, y eso, no es suficiente.

   —Estefanía, él está tan ocupado al frente de las otras propiedades que tenemos en España que se olvida de todo. Mi hijo ingrato, al parecer ya no se acuerda de esta vieja, aunque te aseguro que esto es obra de mi nuera Elizabeth; esa mujer tiene el corazón negro y ejerce un impresionante poder sobre él. ¡Si no lo sabré yo! Sin embargo, no lo juzgues tan duramente, existen motivos de pesos que quizás algún día no muy lejano, serán de tu conocimiento —volvió a suspirar—. Sé que Adrián ha querido venir, pero como te dije anteriormente, su madre es muy posesiva y lo más seguro es que lo mantiene ocupado. La última vez que fui, fue terrible, él se escondió en el carruaje donde yo regresaba para venirse conmigo. Cuando lo descubrieron, lloró para que no lo regresaran, pero le prometí que cuando fuera un hombre sería él quien se encargaría de los Álamos. Eso lo calmó y solo así aceptó regresar.

—Así será de insufrible la esposa del señor Rodolfo para que su propio hijo quisiera venirse con usted… —le dije.

—Créeme, hija; ganas, no me faltaban de traérmelo, sin embargo, como te expresé, había razones de peso que de verdad no quiero recordar.

—¡Ella debería adorarla! Usted es la dueña absoluta de todo, incluso de la mansión que tienen en España y la finca donde viven; también porque gracias a usted, ella tiene esposo; si usted no lo hubiera traído al mundo, jamás se hubieran encontrado. En tercer lugar, no obstante, no menos importante, no puede existir una persona que no quiera a un ser tan especial como lo es usted, madrina —mi comentario la hizo sonreír y seguidamente me acarició el rostro. Luego tomó el retrato de Adrián que yo aún sostenía en mi mano. Al verlo, los ojos se le iluminaron nuevamente.

—Mi querido Adrián, mi niño adorado, debes ser un hombre apuesto; cuando eras un niño y después, un adolescente, se te notaba la estampa, tenías una sonrisa y una mirada arrebatadora, capaz de derretir el invierno más frío… Espero que no haya cambiado... Quisiera saber si Adrián ya está casado y si tengo bisnietos, en las últimas correspondencias no lo mencionaron —yo me levanté y me acerqué a ella.

—Debería viajar, madrina, y así observar cómo está todo por aquel lugar, yo puedo acompañarla, sabe que la seguiría hasta el fin del mundo. Recuerdo que la última vez que viajó yo tenía ocho años y lloré mucho porque no me permitió acompañarla —mi propuesta pareció alterarla...

—¿La ofendí madrina? —le pregunté sintiéndome perturbada.

   —Claro que no, nunca serás capaz de ofenderme. Lo que sucede, Estefanía, es que los huesos de esta vieja ya están cansados; de joven viajé a muchos países con mi difunto esposo y viví mucho tiempo en España, pero jamás logré acostumbrarme, prefiero mil veces esta finca, esta tierra donde nací. ¿Sabes?, aunque mi padre nació en España, él nunca quiso volver y murió aquí; a mi esposo le sucedió lo mismo. Adoro tanto este lugar que, al igual que mi padre, quiero pasar mis últimos días de vida en estas tierras… —Sus palabras me entristecieron.

—No pongas esa cara, Estefanía, morir es parte de la vida, no lo olvides: nacer y morir es el ciclo natural de nuestra existencia.

—Si de algo le sirve, le prometo que a mí siempre me tendrá, madrina, siempre estaré ahí para usted, jamás tendré suficiente en esta vida para pagarle todo lo que me ha dado y lo que ha hecho de mí… La quiero mucho —se me hizo un nudo en la garganta y los ojos se me cristalizaron. Ana me abrazó y me dio un beso en la frente.

—Te mereces mucho más, mi niña, tú eres más que mi ahijada, eres mi hija, recuérdalo siempre, te he estado preparando para la vida y no quiero que nadie te humille jamás ¿Me entiendes?

—Entiendo —asentí, sin comprender el verdadero significado que tenía para ella aquellas palabras en aquel momento. Tristemente, lo comprendí tiempo después.

—¿Quieres escuchar una historia? —me preguntó.

—¡Si quiero!

—Bien: La última vez que viaje a España no solamente Adrián se quiso venir conmigo. En ese viaje sucedieron muchas cosas; recuerdo que Elizabeth dio una gran recepción usando como pretexto mi llegada. Esa mujer no perdía ocasión de dar fiestas. Mi nieto odiaba esas celebraciones y siempre buscaba la forma de escabullirse para acompañar a Pablo. No lo culpo.

—¿Quién es Pablo, madrina?

—Pablo es el hijo de mi querida Violeta. Ellos tienen tiempo trabajando en la hacienda y Violeta es una muy querida amiga; es más, la considero parte de la familia. Elizabeth no los quería por su sangre gitana, pero con mi nieto sucedía todo lo contrario. Adrián veía en ellos algo mágico y en Violeta encontró el amor de madre que Elizabeth jamás le pudo dar y eso la enardecía. Recuerdo que una noche Adrián se perdió de la recepción y lo encontraron en la fiesta privada que Pablo y su esposa Anhia hicieron en el bosquecito. Elizabeth se puso furiosa hasta el punto de darle una tunda a Adrián y despidió a Pablo. Yo me interpuse, llegó Lilian, una mujer estirada que Elizabeth contrató como dama de compañía y era como su sombra. Adrián la odiaba, y tanto era su odio que esa noche apenas la mujer se asomó para apoyar a mi nuera, él la atacó a punta de golpes. Pablo se lo quitó de encima. Adrián la culpaba de todo. Mi nieto parecía poseído cada vez que sentía a Lilian, no podía ocultar su rechazo hacia ella. La noche después del incidente, Elizabeth castigó a Adrián y luego mi hijo lo obligó a disculparse con Lilian. —No pude evitar mostrar mi asombro; en cambio, mi madrina sonrió. Sé que la escena que te estás imaginando de mi nieto, no debe ser la mejor, ya que un hombre, aunque sea adolescente, jamás debe golpear a una dama ni con el pétalo de una rosa, pero Lilian siempre ha tenido un aire diabólico que la envuelve y ennegrece todo lo que toca y ve. Su presencia fue motivo de muchas contiendas y le pido a Dios que jamás tú la conozcas. Adrián está muy apartado de la madre que le tocó y quiero aclararte que, a pesar de no sentir estima hacia Lilian, esa noche no estuve de acuerdo con la actuación de mi nieto —puntualizó.

—¡Qué horrible! ¿Por qué permitió que trabajara ahí semejante mujer? ¿Y aún trabaja para su nuera?

—Por tantos motivos... Tantos que ya ni los recuerdo. Contestando tu última pregunta puedo asegurarte que esa mujer aún está bajo las órdenes de Elizabeth —una vez más soltó algunas carcajadas al recordar aquellos momentos.

—Ese recuerdo me ha puesto de buen humor. ¡Ya basta de debilidades y cursilerías! Vamos a la cocina, hoy me provocó comer asado al vino —dijo con mucha energía.

—¡Así me gusta verla! —sonreí secando mis ojos.

—¿Qué esperamos entonces? Apurémonos porque luego es tarde; es más, tendremos una cena de damas, quiero escucharte tocar el piano y beber un poco de vino de jerez.

   Salimos de la habitación y nos dirigimos a la cocina. La hacienda era muy grande y hermosa y a veces pensaba que tanto espacio era demasiado para dos mujeres; sin embargo, las cocineras y las criadas eran parte de la familia, también el señor Milton, que tenía mucho tiempo sirviendo en los Álamos, al igual que sus antepasados desde épocas inmemoriales. Lo mismo sucedía con el capataz Ernesto Cortés y los esclavos: ellos eran parte de nuestro entorno. No había motivos para sentirnos solas y desprotegidas; pero, existían vacíos que no podíamos llenar como el de mi padrino Antonio, mi madre y la ausencia de Rodolfo Álamo, tres personas con las cual no tuve la oportunidad de compartir, siquiera conocer, lo hice solo a través de historias; aun así, mi corazón aprendió a amarlos y a extrañarlos.

   El sábado llegó con la calidez de la primavera; temprano acompañé a mi madrina a la iglesia y a recorrer las barracas. Ya tenía un mejor semblante, con su sonrisa característica

   —¡Por amor a Dios que calor tan infernal! —se quejó quitándose y soplándose aire con el sombrero.

   —Voy a mandar a traer limonada —dije con apremio.

   —Buena idea —me sonrío.

   Nos sentamos en el jardín del patio trasero bajo la sombra de un gran roble, contemplé el espacio que nos rodeaba y me sentí fascinada por cómo crecieron los helechos, y una multitud de flores cerca de los arbustos nos obsequiaban una vista agradable. Había muchas caléndulas, margaritas y trepadoras apoderándose de un ángel de mármol que adornaba el jardín, logrando atraer a muchas variedades de mariposas. Mi admiración fue interrumpida por la voz de Milton.

   —Doña Ana, la señora Libia, Aristimundo está en la sala y desea verla.

   —¡Hazla pasar de inmediato! —le indicó con apremio —y trae más limonada y galletas, por favor —agregó.

   —Como diga, señora. —acto seguido se retiró. Lidia era una de las grandes amigas de mi madrina, vivía en una de las haciendas cercana y se conocían desde jóvenes; su visita siempre le hacía bien a ella, pero me incomodaba la forma poco disimulada en la que siempre me contemplaba, era como si me escudriñara.

   —¡Querida Ana! —exclamó la mujer emocionada, abriendo los brazos para abrazar a su amiga.

   —Libia querida… bienvenida —se besaron en ambas mejillas. Luego ella se sentó cerca de mi madrina, cerró los ojos y aspiró el aroma que le llegaba de las flores.

   —Qué lugar tan maravilloso —mencionó quitándose el extravagante sombrero adornado con plumas y lazos.

   —Creo que podemos jugar cartas —propuso la anfitriona.

   —Me parece una excelente idea, Ana —opinó la mujer.

   —¿Vas a jugar con nosotras Estefanía?—me preguntó mi madrina.

   —Gracias, sin embargo, quiero terminar unas tareas que dejé pendiente en el invernadero, aprovechando que usted tiene compañía, ya planté las rosas nuevas que esperaba y quiero ver cómo se han ido adaptando a su nueva casa —le expliqué.

   —Hija, tienes el invernadero tan hermoso y bien cuidado que quien entre, juzgará estar dentro de una de las páginas de un cuento de hadas; por un día que no lo atiendas no va a pasar nada —manifestó de una manera sutil para que me quedara. Entretanto, Libia Aristimundo ya había fijado sus ojos en mí.

   —Es verdad muchacha, Ana tiene razón, quédate y juega con nosotras. En el juego evocaremos el pasado y hablaremos de las grandes fiestas que daban los Álamos ¡Qué tiempos aquellos! Por si no lo sabías: tu madrina es una excelente anfitriona.

   —No lo pongo en duda —le dije dedicándole una sonrisa. La mujer tomó su vaso y bebió un gran sorbo de su limonada, mientras, su mirada me seguía escudriñando.

   —Querida Ana —manifestó Libia de repente—, sé que lo que voy a declararte está fuera de lugar, pero ya me conoces y sabes de sobra que, si no manifiesto lo que pienso, ¡explotaré!

   —¿Y qué es lo que quieres mencionar, Libia? —inquirió con curiosidad mi madrina.

   —Cada vez que veo a tu ahijada, no puedo evitar que la sonrisa de esta niña y su mirada me recuerden a las de tu hijo Rodolfo —manifestó.

   —¡Qué cosas dices, Libia! —exclamó mi madrina tomando un trago de su limonada. Yo noté que aquel comentario la puso nerviosa y fue en ese momento cuando comprendí y descubrí el por qué la señora Aristimundo siempre me miraba con tanto ahínco.

   —No me hagas caso, debe ser la vejez la que me hace ver ilusiones; al igual que tú, extraño tanto a Rodolfo, él también era como mi hijo y mi adorado Eduardo te consideraba a ti como su segunda madre. Parece que fue ayer cuando esos dos bribones se iban de pinta al río de pesca, matándonos de rabia y angustia, ¿lo recuerdas?

   —Sí…, como si fuera ayer, pero ahora son hombres y sus vidas están dedicadas a sus mujeres e hijos, ya no nos pertenecen, mujer… —expresó con tristeza mi madrina.

   —Al parecer nuestros retoños aún nos sacan canas verdes, Ana —Libia elevó la mirada al cielo y continuó con su plática: —no dejes en saco roto mi comentario sobre las grandes celebraciones que tenían lugar en esta residencia; si no me equivoco el próximo sábado es tu cumpleaños, no hay una mejor ocasión para celebrarlo y reencontrarnos con viejas amistades, así tu adorada Estefanía disfrutará de nuestros majestuosos bailes y podrá ser conocida en sociedad —opinó con entusiasmo.

   —Sin mi esposo y mi hijo no será igual, Libia.

   —Sin embargo, Estefanía se ha vuelto una muchacha tan hermosa, que da tristeza que una flor tan majestuosa esté aquí encerrada, la convertiste en una joya y ni se diga lo inteligente y lo bien que toca el piano. Hay muy buenos partidos en la región y estoy segura, que con solo mirarla querrán casarse con ella. —esta vez fui yo la que se introdujo en la conversación: —Señora Aristimundo, le agradezco su buena fe de querer que mi madrina realice una fiesta para su cumpleaños y para presentarme en sociedad; sin embargo, no es mi deseo casarme, ni siquiera lo he pensado.

   —¡Niña por Dios, estás en la edad perfecta!… Es más, sería una magnífica oportunidad para invitar al conde Dómine. ¿Sabes quién es? ¿Ana te ha hablado de esa familia? Y si no lo ha hecho yo te lo mencionaré: son los dueños de la hermosa e imponente finca que queda al otro lado del pueblo, cerca de las colinas; bueno, para ser más exacta: bastante alejada del pueblo. Me han contado que llevan semanas bajando cosas y han visto entrar y salir varios carruajes finos; eso quiere decir que quizás la familia del conde haya decidido venir a pasar una temporada aquí y ya debe de tener hijos en edad de casarse —mi madrina puso los ojos en blanco al oírla.

   —Es cierto que siempre se ha declarado que él es un hombre inmensamente rico, pero me temo que él no es una persona que le guste internarse en estas tierras; por otro lado, querida Libia, te puedo asegurar que sus hijos o hijas ya deben de estar casados o comprometidos en uniones ventajosas. Amiga, tú hablas con tanta emoción de los Dómines y de esa propiedad como si fuera lo mejor del mundo, en cambio, yo siempre he sentido algo hacia esa hacienda que no me gusta; lo mismo siento por los condes Dómines, esa familia es muy misteriosa —opinó mi madrina.

   —¡Estás loca mujer! Yo mataría por entrar en ese castillo, debe ser hermoso y con esos bosques extensos que lo rodean, le confieren el atractivo de una morada de reyes.

   —Aun así, continúo manteniendo mi opinión y volviendo a tu recomendación anterior, pensándolo bien, no me parece tan mala idea el celebrar mi cumpleaños y presentar a mi ahijada, ella necesita hablar con jóvenes de su edad. Nuevamente, protesté:

   —Madrina una vez más te estoy agradecida por el gesto, pero ya sabe lo que opino respecto al tema, a pesar de ser afortunada con todo lo que usted me ha proporcionado, eso no me ha impedido que tenga mis pies bien puestos sobre la tierra; sé que el tener sangre india corriendo por mis venas me vuelve una candidata poco atractiva para cualquier rico heredero o conde, los prejuicios no se lo permitirán, jamás se desposarían con una mestiza.

   —¡Estefanía, que sea la última vez que digas eso en mi presencia! —dijo mi madrina—. Tú eres mucho mejor que cualquier mujer de sangre azul, o que cualquier rica heredera. Te preparé para ser una mujer que alcance sus metas, no para dejarse apabullar por prejuicios estúpidos y tener menos de ti misma, es más, si cortaran las venas de una condesa te aseguro que la sangre que le brotaría sería tan roja como la tuya.

   —Eres muy hermosa, muchacha —afianzó Libia—, tienes unos ojos pardos, maravillosos y una figura exquisita, tal y como la tenía Ana en su época de juventud y créeme, tu padrino tuvo que luchar mucho para quitar de su camino a los buitres que querían las atenciones de mi amiga.

   —Tener buena apariencia no es suficiente…; además, no quiero ser blanco de convencionalismos, ya soy feliz junto a usted madrina, ¡muy feliz y segura aquí en esta hacienda!

   —Pero, hija, Libia tiene razón, hay que pensar en el futuro.

   —No madrina, en este momento no quiero hacerlo, lo que deseo es disfrutar al máximo el presente y de todo lo que usted me ha enseñado. Ya la vida y el destino me dirán que me tienen deparado, ahora sí me disculpan, quiero ir al invernadero.

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