Capítulo 4:

— ¿Cuáles son tus pensamientos Marcos? Conozco esa mirada, ¿qué ronda por tu mente? —fueron las palabras de Benjamín en cuanto salieron del despacho de Eduardo y se encontraban frente a una taza de café en su propia oficina.

—Lo sabes perfectamente. Estás preguntando cosas obvias. Estoy iniciando los planes que nos trajeron a esta empresa en primer lugar. Eduardo no tendrá nada escondido debajo del tapate pero te puedo asegurar que sus hijas, sí. Nadie llega tan lejos siendo tan joven. Voy a hacerle a esa consentida lo mismo que le hicieron a mamá. Voy a destruirla pero primero voy a hacer que se enamore perdidamente de mí.

— ¿De cuál de las dos consentidas estás hablando? porque sería el colmo que ambos conquistáramos a la misma. —expresó Benjamín socarrón.

—No te equivoques, Ben. Te puedes quedar con Alejandra, por lo que vi, disfrutaste tocándola. Pero Samantha. Samantha es mía. Quiero dominar ese fuego.

—Te noto interesado hermano. Y nunca había visto ningún interés de tu parte hacia cualquier mujer. Me tienes con la mosca detrás de la oreja.

—Que es un cañón, no voy a negártelo. No la conozco para decirte más. El envoltorio resulta bastante agradable a la vista. Lo que sé de su carácter es a través de las palabras de Eduardo y no me llama la atención. Hasta cierto punto lo considero mezquino. Nunca me atrevería a llevarte conmigo al otro lado del océano, alejándote de mamá, sobre todo después de un momento doloroso. Samantha destruyó a su familia y yo voy a destruirla a ella. Pero primero voy a saciarme. Voy a quitarme las ganas. Esa mujer va a terminar en mi cama.

—Debajo o arriba. —dijo Benjamín subiendo y bajando las cejas.

—En cualquier posición. Voy a lograr que se arrastre. Y cuando lo haga, le daré la estocada final. Eso te lo juro.

                                                           *******

 Cuando Eduardo llegó a su casa una figura que apenas llegaba al metro salió corriendo del jardín, gritando entusiasmado “Abuelo, Abuelo”. Solo le dio tiempo poner una rodilla en el suelo antes de que Thomas, su único nieto se lanzara a sus brazos con la fuerza de un tsunami. Hacía casi un año que no lo veía en persona. Ciertamente esos momentos detrás de la pantalla de un teléfono no eran suficientes y no lo llenaban como esos bracitos que se apretaban alrededor de su cuello.

—Tom —dijo la voz de la menor de sus hijas desde atrás —.Sabes que el juego de las escondidas consiste en ocultarse, no en estar a la vista para que te descubran.

—Pero tía, el Abuelo llegó y mami un día me dijio…

—Dijo. —rectificaron Samantha y su padre a la misma vez.

—Me dijo —continuó el niño de forma alegre—, que siempre debía darle un abrazo y hace muchos, muchos días que no lo veía.

—En eso tiene razón tu madre —contestó Eduardo— .Siempre me debes dar un abrazo. —Esas palabras bastaron para que su nieto volviera a enrollar sus brazos en su cuello y lo abrazara con fuerza.

—Llegaste temprano papá. Las tres y media de la tarde es una hora inaudita para tenerte en casa, oh Gran Señor de los Martillos.

 Una carcajada salió de los labios de Eduardo cuando reconoció esa frase. Hace tiempo su hija le había preguntado si él tenía super poderes como los héroes de la tele. Le había contestado que si le daban un martillo podía hacer que apareciera un camión o un avión. En ese entonces Samantha que tenía seis años de edad le había dado una mirada llena de orgullo y Eduardo se había sentido de verdad como un superhéroe.

—Ve a jugar, Tom. Después vamos a armar los castillos —Eduardo esperó que su nieto siguiera en sus cosas para expresar— .Hace mucho que no tenía a mi familia junta. Hace mucho que no tenía la esperanza de tenerlas aquí sin el encogimiento en el corazón de que a los quince días iba a perderlas de vista —respondió Eduardo con la voz apretada y cargada de emoción— .A partir de hoy pienso vivirlo muchísimo mejor.

—Lamento mucho que te sintieras así papá, lo lamento en el alma, pero ya estamos aquí, era hora de dejar Inglaterra atrás.

— ¿Cómo te encuentras, Sam? Y no me mientas, dime la verdad.

 Samantha sabía perfectamente que su padre no le estaba preguntando por el cansancio de su cuerpo sino por los tormentos de su corazón. Después de suspirar profundamente le respondió:

—Estoy bien, papi. Llegué ayer, todavía no siento apretazón en el pecho. Me preguntas de nuevo cuando pase un mes, hasta ahora no siento nada raro. No he tenido que volver a medicarme. Hace casi dos años que estoy mejor. —terminó Samantha dándole un abrazo a su padre, igual que su sobrino lo había hecho minutos antes. 

 Ese señor con aire aristocrático pero con las manos llenas de callos y llagas del trabajo duro era uno de los pilares fundamentales de su vida. Una de las personas que más amaba y por quien daría su propia vida sin cuestionar, aunque sabía perfectamente que le había hecho mucho daño cuando se había alejado de él tantos años atrás y había hecho una vida al otro lado del mar, pero en aquella ocasión las heridas, tanto físicas como emocionales habían desgastado la fuerza de su espíritu.

 Sin embargo ya era hora de enfrentar sus demonios, de cortar de raíz los tentáculos de esas horrendas criaturas que le habían hecho tanto daño a ella y a su familia. Era momento de vivir el presente y que el pasado quedara en el olvido. Era el tiempo de regresar al lugar que un día fue su hogar pero que también constituyó su propio calvario personal.

 Cuando Samantha quitó los brazos del cuello de su padre, los ojos de ambos estaban surcados de plata, tal parecía que su padre le había leído el pensamiento. Y no fue algo que la sorprendió. Su progenitor tenía la desquiciante costumbre de saber su estado de ánimo tan solo con una mirada o con escuchar su voz. Siempre habían conectado tan bien que hacían un tándem perfecto.

—Venga papá, dejemos las ñoñerías, estamos muy viejos para llorar por todo como si fuéramos críos.

—Yo podré estar hecho un viejo cáncamo, pero tú, princesa. Eso jamás de los jamases. —dijo Eduardo dándole un beso en la frente a Sam, colocando su brazo alrededor de los hombros de su hija e iniciando el camino hacia la puerta de la mansión, donde los esperaba un Thomas muy impaciente— ¿Qué me preparaste?

—Tu comida favorita. Recuerda que Nana es mejor cocinera que mamá y que todas las empleadas que han pasado por esta casa, todavía no sé cómo estás tan fuerte y bonachón, pensé seriamente que perderías varias libritas.

 La carcajada de su padre hizo que Sam se anotara un punto mentalmente, eso fue siempre una de las cosas que más extrañó, esa sonrisa que calentaba el alma y le daba fuerzas a sus huesos. En ese instante se prometió hacer que ese ser que le había dado tanto dejara de tener amaneceres grises.

 Horas después cuando Samantha estaba arreglándose para la pequeña fiesta que habían planeado, un alegre Thomas entró corriendo y sin llamar dentro de su cuarto. El pequeño grito que salió de sus labios pues estaba en ropa interior fue acallado por la timidez de su sobrino. Para que taparse cuando al hombre que tenía ante ella le faltaba mucho para alcanzar la madurez y saber la diferencia entre los bikinis y la ropa íntima.

— ¿Vas a la playa tía? —fue la pregunta que salió de esos pequeños labios mientras que sus ojos curiosos vagaban por toda la habitación.

—No, cielo. Esta es la ropa que usan las mujeres para sentirse más hermosas.

—No entiendo. Entonces porque se ponen más ropa encima. A ti no te hacen falta tía, eres muy guapa. Tienes los ojos del mismo color de la miel. 

 Samantha no pudo evitar que a sus labios asomara una pequeña sonrisa. Ciertamente para los niños no había ningún filtro. Eran así por naturaleza.

—Gracias, tesoro. No obstante, cuando seas mayor entenderás, lo de sentirse guapas. Sobre todo cuando tengas novia, y por el camino que vas, serás todo un galanazo y espero que por los corazones de todas las mujeres, seas todo un caballero. Ahora dime que sucede.

—Vinieron dos hombres que no conozco. Y se empezaron a reír y hablar con el abuelo y le trajeron una botella de vino grandísimo. Mamá siempre me ha dicho que beber es un mal vicio.

—No siempre. Hay ocasiones en que una copita no hace daño pero tú —le dijo tocando su nariz con la punta del dedo—, no lo probarás hasta los 18 por lo menos eh. Queda claro, guapetón.

—Súbeme el cierre anda —expresó inclinándose y colocándose a la altura del mini hombre que tenía en su cuarto— .Vamos, que Nana nos dejará sin cena. Y más con invitados tan tragones.

 La carcajada de su sobrino le hizo ver que había perdido parte de su timidez, era algo que había desarrollado en los últimos nueve meses. Antes era un niño de lo más vivaracho, pero debido a una serie de infortunios eventos, a Thomas le costaba hablar con los extraños. Sam esperaba que con el tiempo volviera a ser el mismo de siempre.

 Mientras ambos bajaban de la mano por la colosal escalera Samantha iba preguntándose quienes serían los invitados cuando esa era una celebración familiar. Las carcajadas de sus padres se escuchaban, mientras más iban acercándose al comedor y una voz que le resultó conocida pero que era amortiguada por el grosor de las puertas.

—Prepárame una copa de ese vino tan grande que me mencionó Tom, papá. Me hace falta. —fueron las palabras de Samantha antes de entrar a la espaciosa habitación y quedarse estática ante las diferentes expresiones que había en ese lugar.

 Su hermana totalmente callada, sus padres demasiado felices y unos ojos azules eléctricos que se la comían con la mirada. Fueron de esos ojos de los que se quedó prendada como si solo estuvieran ellos dos. 

Él.

Marcos Lockheart.

El hombre que le dijo que tendrían una noche épica.

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