Capítulo 2

Sierra Tarahumara, Chihuahua.

Una hermosa joven, con cabello castaño claro a la altura de la mitad de la espalda, caminaba por las humildes calles del poblado de Guachochi sosteniendo un bolso, para comprar algunos víveres. Abrochó los botones del desgastado abrigo que usaba. Exhaló observando cómo salía vaho por su boca.

Ingresó a la tienda de aquella comunidad, pasó por la estantería y tomó un bote de leche en polvo y unas piezas de pan. Luego de pagar sus compras, salió del lugar para dirigirse al pequeño cuarto que alquilaba desde hacía un par de años.

Caminó a toda prisa un par de calles, en cuanto ingresó a su habitación. Sonrió al observar que aún dormía aquella pequeña que era el motor de su vida. Se acercó a ella y la arropó más, debido a que disminuía más la temperatura. 

Encendió la reducida parrilla que tenía y comenzó a calentar la leche.

—Hace frío —una tenue voz expresó.

—Te desperté, lo lamento —mencionó con ternura.

Instantes después colocó el líquido tibio en un vaso entrenador y se lo llevó a la cama. La chica se sirvió también y trasladó el pan a la mesa de noche.

—Hoy no saldremos de aquí, va a caer nieve, así que la señora Inés nos va a prestar un calentón, para no pasar frío. —Sonrió con dulzura—, ella nos traerá comida calentita más tarde. — ¿Quieres ver caricaturas? —cuestionó.

La pequeña movió su cabeza afirmando, mientras bebía acostada la leche con miel, que le dio su mamá. Momentos después se recostó a su lado y la ayudó a sentarse para entregarle un trozo de pan.

—En cuanto me paguen te voy a comprar el cereal que tanto te gusta y tus frutas. —Suspiró profundo.

Después de pasar recostadas tiritando al haber doblado las cobijas para arropar más a la pequeña, tocaron a la puerta.

—Vengo a entregarte el calentón —Doña Inés explicó—, esta es la habitación más fría de toda la pensión y no deseo que este angelito se vaya a enfermar. —Se dirigió a encender el aparato sintiéndose mayor calidez en el interior—. Mucho mejor —mencionó.

—Les agradezco —la chica dijo.

— ¿Te puedo preguntar algo? —la mujer refirió dubitativa.

—Claro. —Ella la observó con extrañeza.

— ¿No has pensado en buscar al papá de tu hija para que la ayude?

La mirada grisácea de aquella joven se cristalizó.

—No… sé quién es el padre de mi niña. —Inclinó su rostro, avergonzada.

La mujer abrió los ojos de par en par al escuchar su respuesta.

—Lo lamento, no debí preguntar. Dicen que en boca cerrada no entran moscas.

La chica sonrió al escucharla.

—Por el tiempo que llevas viviendo en el pueblo y al verte trabajar como asistente del doctor Martín, me doy cuenta que eres una buena muchacha, Aranza —expresó con seguridad—. Sabes que tienes nuestro apoyo.

—Lo agradezco sin su ayuda, no hubiera podido seguir adelante.

—Para mí es un placer cuidar de tu pequeña. Me encantan los niños; Aby es un dulce.

—Se lo agradezco —refirió con una cálida sonrisa.

—Voy por la comida, hice un buen caldo de res, que les caerá de maravilla por el frío. En un momento se las traigo y también un par de cobijas y algunas cosas más. —Guiñó un ojo.

Aby sonrió.

—Tengo hambre Inesita —pronunció con torpeza.

—Voy corriendo por tu comida, pequeña. —La mujer salió con rapidez.

Aranza limpió la vieja mesa que tenía y colocó dos manteles. Momentos después la mujer se acercó con una olla con comida hirviendo.

—Está recién hecha, disfruten que se enfría rápido.

Minutos después, Rolando, el hijo menor de la señora Inés, ingresó con dos cobertores, más.

Aranza se conmovió ante aquel acto de generosidad.

—Muchas gracias, en cuanto pase la tormenta se los devolveremos —expresó.

—No te preocupes por eso, mis hijos ya se casaron, por lo que  tengo de sobra, guárdalos para ti y la niña —mencionó con cariño.

—Las dejamos comer, que se enfría.

Aranza se acercó hacia la cama y colocó un suéter más a la pequeña, la llevó a una silla para comer de bebé, que la misma mujer le prestó.

— ¿Estás hambrienta? —cuestionó con cariño.

—Sí —respondió y sobó su pancita, sin dejar de sonreírle a su mamá.

Luego de que ambas comieron, jugaron un rato, hasta que la criatura se quedó dormida. La chica sacó un  libro y se puso a leer.

****

Días después.

Aranza llegó a la pequeña clínica médica que había en el pueblo, retiró el gorro y el desgastado abrigo, y se colocó la filipina blanca que todos los días ocupaba para trabajar. 

Movió varias veces los dedos de sus manos intentando desentumecerlos. Ingresó a la cabina donde tenían los medicamentos, para hacer una lista de lo que había que abastecer, anotaba los nombres cuando percibió que la campaña que tenían en la puerta se escuchó.

La chica salió hacia la recepción y observó que una mujer estaba ahí en compañía de su hijo, entonces comenzó a hablar rarámuri su lengua natal, sin embargo, no comprendió nada.  Enfocó aquellos ojos grises al niño quien sostenía sus manos en su abdomen, por lo que interpretó a lo que iban.

Alzó al pequeño entre sus brazos y lo dirigió a la cama de exploración, y comenzó a palpar al pequeño, observó cómo se quejó cuando hizo presión en algunas partes.

La mujer seguía hablando con rapidez sin que Aranza, lograra comprender. Hasta que la voz del doctor Martín se escuchó.

—Dice que no tiene con qué pagar por la consulta —mencionó aquel hombre de cabello canoso y piel blanca—, va a dejar una gallina. 

Aranza sonrió y negó con la cabeza.

—Dígale que no es necesario —expresó—. En mi opinión, el pequeño presenta un cuadro de gastroenteritis —indicó.

El médico tocó el estómago del niño y comenzó a palpar, entonces habló con él y le hizo algunas preguntas.

—Tienes razón. Eres una gran enfermera —expresó con orgullo—. No puedes despreciar el pago de la mujer, lo hace con gusto.

—Muchas gracias —dijo la joven—. Está bien, pero yo no sé nada de gallinas —bromeó.

—Algo nuevo por aprender —indicó—-. Creo que te equivocaste de profesión, debiste ser médico —expresó—. Tienes talento

Muchas gracias —expresó con sinceridad.

—Tus manos son hábiles —refirió con sinceridad.

—Creo que en mi otra vida quizás fui médico. —Bromeó, mientras salía para recibir al siguiente paciente.

***

Ciudad de México.

Horas más tarde.

Ernesto conducía en su recién adquisición un automóvil BMW. Acompañado de una hermosa compañera de su antigua oficina, acudieron a un reconocido hotel con un exquisito menú en el restaurante. 

Luego de cenar y beber vino espumoso, el joven tomó de la mano a la chica y se encaminaron al ascensor, al llegar a la habitación, antes de entrar, él la sujetó por las mejillas y comenzó a besarla con gran pasión.

Sin dudarlo en cuanto ingresaron, Ernesto la acercó a él y la besó con avidez. Retiró los delgados tirantes de su atractiva acompañante, y su lengua de inmediato recorrió la delicadeza de sus aterciopelados hombros. Aquella joven jadeó ante la forma en la que sus labios quedaban impregnados en su ardiente piel.

—Espero con ansias locas este momento —dijo jadeando—, si tú quisieras podríamos ser algo más. —Elevó una ceja, mientras sus manos descendían hacia su virilidad.

Ernesto la miró a los ojos.

—No busco relaciones permanentes —expresó—, no lo olvides, que no quiero que después haya reclamos —indicó—, vamos a ocupar esa boquita, para que deje de hablar y soñar con imposibles —refirió mientras la tomaba por los hombros y la ayudaba a descender. Por lo que de manera ágil desabrochó su pantalón y aquella mujer realizó el resto.

Ernesto hizo su cabeza hacia atrás cuando sintió las manos de ella en su dureza, entonces su respiración se agitó, al ver cómo introdujo su miembro en su boca, deslizando su lengua sobre aquella erguida piel y succionó con voracidad.

—No te detengas —ordenó mientras sujetaba con ambas manos en el cabello de la pelirroja y la acercaba más a su dureza, dando pequeños tirones, hasta que la detuvo, la ayudó a ponerse de pie y lo besó con bravura. 

Luego de unos instantes, la tomó entre sus brazos, la depositó sobre la cama, pausó un segundo y se colocó un preservativo, posterior a eso se hundió en la calidez de la intimidad de aquella mujer, quien resopló llena de placer.

 Entonces él comenzó a balancearse con gran agitación. La chica enredó sus largas piernas en su cadera y jadeó con fuerza, mordisqueó uno de sus hombros al sentir la manera tan frenética con la que la embestía una y otra vez.

—No comprendo por qué no deseas algo más formal entre nosotros, si nos acoplamos perfectamente cuando hacemos el amor —soltó inmersa en sus jadeos.

Ernesto bufó, entonces, salió de ella, la giró dándole la espalda para no verla a los ojos y la puso en cuatro patas.

—Deja de hablar —recrimina, entonces se volvió a introducir en su interior y la tomó por la cadera.

Fernanda clamó disfrutando.

—Yo seré la mujer que conquiste tu corazón —murmuró bajito, dejándose llevar por sus embistes.

Momentos después que ambos llegaron al placer que esperaban, el joven besó la frente de la chica y comenzó a vestirse.

— ¿No te quedarás? —indagó con extrañeza.

—No, nunca lo hago, ya me conoces —respondió acomodando su corbata—. Si necesitas algo más para tu comodidad, ordena lo que desees, que lo carguen a mi cuenta —refirió.

Ernesto se retiró del lugar, mientras caminaba hacia el ascensor, sintió un profundo vacío, ya que hacía mucho tiempo que no se entregaba a nadie, que no hacía el amor. Siendo la única compañía que lo acompañaba la sombra de un viejo amor.

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