3. Adam

Adam salió de la ducha más cabreado que antes de entrar, porque aquel deseo de poseer a su empleada lo había confundido. Él no era esa clase de jefe, no hacía esas cosas, nunca se mezclaba sentimentalmente con sus empleadas.

Se vistió deprisa, se peinó rápido frente al espejo, y después de ponerse un poco de perfume, salió de nuevo, para retomar la actividad de la mañana.

- Cristina.- dijo levantando su auricular.- entra, tenemos cosas que tratar.

Su tono debió resultar brusco a la pobre chica, porque entró cabizbaja, y le leyó su agenda sin decir nada.

- Por favor, tráeme unos analgésicos y un café.

- Por supuesto, señor Lobingston.- dijo la chica que se levantó a toda velocidad para cumplir con lo solicitado por su jefe.

Adam se recostó en su silla, mientras esperaba que las pastillas que su secretaria iba a darle aplacaran su enfebrecido cuerpo, aunque lo cierto es que no podía parar de pensar en la escena de la noche anterior.

Lo cierto es que los dueños de la compañía que habían visitado aquella tarde habían insistido en invitarlo a cenar y posteriormente en llevarlo a tomar una copa. Él ya sabía en la clase de ambientes en los que ellos se movían, y a pesar de que no le apetecía en absoluto acompñarlos, había dicho que si, porque sabía que necesitaba cerrar el trato con ellos si su empresa quería seguir siendo la más puntera del sector tecnológico. Ellos eran conocidos por ser innovadores, por ir siempre un paso por delante de sus competidores, y aquella pequeña empresa, llena de jefes casposos, tenía los microchips que ellos necesitaban. Así que había aguantado toda la noche, mientras los viejos manoseaban a las pobres chicas del local, hasta que había decidido que ya estaban o suficientemente borrachos, y había ido en busca del dueño de aquel bar asqueroso, para pagarle una generosa propina, a cambio de que los echara del local.

Lo verdaderamente sorprendente había ocurrido más tarde, justo cuando había regresado acompañado del dueño, y se había encontrado con una muchacha en ropa interior en medio de la sala. Al principio no pudo quitar los ojos de las caderas llenas, y el paraíso que se dibujaba a través de las minúsculas braguitas que llevaba; luego fue subiendo, observando su piel morena erizada, y luego se fijó en los pechos que rebosaban entre las manos que trataban de ocultarlos; durante unos segundos deseó que las manos se apartaran de aquel trozo de piel tan suculento, luego se sintió un estúpido canalla, pues se veía que la pobre chica estaba aterrorizada, y que lo único que quería era huir de allí. Levantó la mirada hacia sus ojos, tratando de infundirle calma, y fue entonces cuando se quedó perplejo al reconocerla. ¡Santo cielo! Una de las muchachas de la empresa, una de las que siempre acudían a trabajar a su hora, vestidas con pulcritud, y con un tenso moño que hacía que sus facciones quedarán tirantes durante todo el día. ¿Cómo demonios había acabado en ese bar?

Aún podía notar como su cuerpo se encendía al recordar su cuerpo curvilíneo, esa figura de diosa que habitualmente ocultaba con los vestidos anchos, y las faldas informes que solía vestir. Aquella visión lo. Había hechizado anoche,  pero ahora realmente necesitaba algunas respuestas, al menos antes de despedirla, porque si algo tenía claro, es que en una empresa como la suya, no había lugar para mujeres que vendían su cuerpo en un segundo empleo. En esa ocasión había sido él quien la había reconocido, pero ¿qué ocurriría si era otro el que lo hacía? ¿Y si uno de los clientes más tradicionales se encontraba cara a cara con una de sus empleadas a medio vestir en un bar de alterne? Su empresa era puntera en innovación, pero seguía teniendo una plantilla formal, que trabajaba en la empresa durante toda su vida laboral, y que coincidía a la perfección con los valores familiares que su padre tanto ensalzaba.

Recordó entonces el escándalo que se había destapado tan solo unos años antes, cuando Kyle de producción había sido descubierto en compañía de una de las empleadas de la empresa. En aquel entonces,él intentó sacar sus puestos de trabajo diciendo que estaba en proceso de divorcio de su esposa, pero eso no fue suficiente para su padre, que por aquel entonces aún dirigía la empresa, y que decidió que no eran dignos de seguir contando con la confianza de la empresa.

Desde luego, y por más apenado que se sintiera por la tentadora Sarah, con su cuerpo perfecto, lo cierto es que tendría que enviarla a la calle. Por supuesto le darían buenas recomendaciones, pues siempre había desempeñado su trabajo eficientemente, pero no volvería a ser contratada por ninguna de las empresas del grupo Lobingston.

Así que Adam tomó una profunda bocanada de aire, caminó la distancia que lo separaba de la puerta, y abrió, dándose de bruces con su pobre secretaria, que corría cargada con su café, una caja de pastillas, y la enorme agenda de t***s amarillas que siempre llevaba a todas partes.

- Señor Lobingston, discúlpeme, ¿he tardado demasiado?

- No, Cristina, es que necesito que hagas algo por mi.

- Por supuesto, señor.

- Pasa, pasa, puedo decírtelo mientras me tomo ese café y esa pastilla, creo que hoy la cabeza podría explotarme.

Adam bebió a grandes sorbos del vaso de cartón reciclado en el que Cristina le había traído su café, y escuchó parcialmente las tareas que se suponía que tendría que llevar a cabo ese día; y cuando la implacable secretaria hizo al fin un descanso en su interminable enumeración, él decidió hablar al fin.

- Cristina, necesito que convoques urgentemente a Sarah Meinland, que venga en diez minutos.

- Por supuesto, señor, la convocaré ahora mismo.

Y diciendo eso se fue con la agenda. Adam se apresuró a doblar la dosis de analgésicos que pensaba tomar, y escondió la caja blanca en el primer cajón de su escritorio, y se bebió el poco café que le quedaba de un trago. Se colocó la ropa, y permaneció atento hasta que escuchó los pasos de la chica al llegar a la puerta de su despacho.

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