CAPÍTULO 68. Un hombre que lo tuvo todo

Franco apoyó los codos en las rodillas y se echó hacia adelante mientras miraba al rostro de Santo Garibaldi. El hombre parecía demacrado, ojeroso y flaco como si fuera cualquiera de los indigentes que había en los callejones del centro de la ciudad.

Tenía una manta gruesa, vieja y raída sobre las piernas, pero franco sabía que a la altura de los tobillos solo quedaban muñones. No podía caminar, y sin los hombres o las enfermeras que Rossi había estado pagando hasta ese momento, no tenía forma de sobrevivir.

—Estaba seguro de que ibas a reflexionar sobre lo que hiciste —murmuró Franco, viendo que su padre lo miraba con un odio concentrado—. De verdad esperaba que fueras capaz de cambiar, o al menos de aceptar la vida que te perdoné, y aislarte, perderte, desaparecerte sin causar más daño. Pero veo que eso es imposible contigo —terminó con rabia.

—No sé de qué estás hablando —siseó Santo y Franco negó con tristeza.

—Claro que sabes. Estabas en la nómina de los Rossi, vi tu nombre y cuá
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