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Cinco años antes.

08/11/2014

Un intenso y enorme sol baña la ciudad de Stonelake. Su luz llena de vida es opacada únicamente cuando finas y largas nubes logran esconderlo.

Como un enorme reflector, suspendido en el aire, alumbra todo un poblado actoral, capaz de formar parte de cualquier historia, tan peculiar como extraña se le pueda a uno ocurrir.

Stonelake es una ciudad tan grande como variada en todo sentido, tanto como en atractivos turísticos, como en la cantidad de clases sociales que comparten su territorio.

Este día, el sol nos lleva a un lugar en particular del poblado. Un sector en donde se codea la gente de la clase alta de la ciudad. Una zona tranquila, calma, esencialmente acogedora. Siempre y cuando pertenezcas a sus tan característicos pobladores.

Aquel gran reflector, alumbra con un brillo particular sobre una casa determinada, como si se tratase de quien entra en escena en el primer acto de una tragedia. Eso es por fuera porque, por debajo de aquellas tejas, la escena es mucho más tétrica que un bello día soleado de primavera.

En el 348 de la calle Boulevard, allí donde el sol oficia de faro, vive — si se puede llamar vida — Federico Frederich. Un pequeño sector de la sala es lúgubremente iluminado, tan solo, por una luz blanquecina emitida por la pantalla del ordenador encendido, sobre un escritorio en el centro de una sala. El resto de la morada sucumbe en una oscuridad sepulcral. Por mas intensidad que posean mil soles, las persianas, cerradas en su totalidad, no permiten que ingrese ni el más mínimo ápice de luz. Un espeso humo se desprende del extremo de un habano, que reposa sobre el cenicero, a la derecha del computador que se encuentra sobre el mismo escritorio. El ambiente demuestra que no es el primero, ya que el aire es sofocado como si se tratara de una cafetería en los años veinte. Un vaso de whisky a medio tomar descansa, entre sorbo y sorbo, a la izquierda.

Sentado frente a la pantalla, tecleando a una velocidad demencial y con la luz blancuzca iluminando tétricamente su rostro, se encuentra el dueño de casa.

Todo acomodado minuciosamente se encuentra en su templo, como a el le gusta llamar a su escritorio. El sonido de sus dedos pasando sobre las teclas es acompañado tan solo por el tick-tack de un reloj que la oscuridad oculta.

Su concentración es máxima y solo detiene la escritura, de tanto en tanto, alternando entre el whisky y el habano, para luego, continuar escribiendo poseído por sus ideas.

Frederich es un escritor generalmente de novelas de terror. Solitario, tan lúgubre como su sala y adicto a abstraerse de la realidad, ya sea sumergiéndose en sus novelas como también, mirando alguna serie o película de su género predilecto. Aunque esto ultimo ya no es tan habitual. Se encuentra tan acostumbrado al genero que hasta se le ha vuelto, últimamente, más que predecible. Algo que trata de evitar en todos sus escritos — no siempre cumpliendo su cometido —

La vibración de un celular dentro de su bolsillo derecho, acompañado del característico zumbido, comienza a distraerlo. Sin embargo, elige continuar la escritura y luego de varias veces, la vibración cesa, solo por unos segundos, para luego comenzar a sacudirse nuevamente. La insistencia le hace pensar que algo importante haya sucedido, ya que no es una persona que reciba muchas llamadas.

Busca en su bolsillo y se hace de él.

—¡Hasta que decides contestar! — exclama una voz masculina del otro lado del audífono. Voz a la cual reconoce de inmediato.

—Hola Carlos— responde desganado —. Sabes muy bien que cuando estoy trabajando no contesto llamadas —¿Algo importante?

—Decime que por fin terminaste ese bendito, bueno… en tu caso, maldito libro.

Carlos Rumbert es su editor. Aquel que se encarga en perseguirlo hasta que le entregue un buen material. Hace un mes que lo llama al menos dos veces por semana y el motivo siempre es el mismo.

Media sonrisa se dibuja en el rostro de Frederich al visualizar ya su respuesta.

—Me temo que hoy es el día querido Carlos. Estoy cerrando el ultimo capitulo.

—¡Muy bien… por fin! Ese es mi escritor favorito.

Federico, al escucharlo, adopta una expresión de cansancio. Esa misma frase la escucha al terminar cada libro, pero durante el proceso, solo son presiones y más presiones.

—Si, si Carlos ¿Cuándo no se venden piensas lo mismo?

—No digas eso querido. Sabes muy bien que siempre estoy a tu lado.

Por mas que le pese lo dicho, es una gran verdad. Si bien Frederich tiene en su haber mas de quince novelas publicadas, ninguna ha sido un best seller. Así y todo, Carlos siempre confió en él.

—Ni bien lo tengas terminado me lo envías por mail. Sea la hora que sea— agrega antes de cortar la comunicación.

La respuesta de Federico es totalmente cierta. Después de unos largos ocho meses y más de 12 horas por día de dedicación sin descanso, se encuentra por darle el punto final a su más reciente creación.

Al momento de escribir es extremadamente minucioso en ciertos aspectos. Sea cual fuere el tema que elige tratar en su novela, necesita siempre experimentar lo mas cercano posible al miedo que quiere transmitir.

<< Debo despejarme un poco >> piensa terminada la llamada, al momento en que mira su reloj de pulsera, inclinándolo de manera que la luz de la pantalla le permita ver la hora marcada. Las seis de la tarde.

Sin moverse de su asiento abre uno de los cajones del escritorio. De allí toma un pequeño control que muestra tan solo dos botones, una flecha hacia arriba y otra hacia abajo. La ascendente es la elegida y al instante, comienzan a elevarse al unísono todas las persianas del sombrío lugar.

El haz de luz que comienza a irrumpir en la casa, a medida que las persianas se elevan, es cada vez mas intenso y de un cálido naranja. La luz del atardecer es invitada a bañar todo lo que antes se encontraba escondido por oscuridad. La sala donde se encuentra su templo de escritura aparenta mas a ser un set de filmación que una simple sala de estar. Un set digno de usarse para una buena película de terror.

El reloj de péndulo, que antes solo se dejaba oír, queda al descubierto por el sol, que hace relucir su peculiar estilo aterrador. Es completamente de madera y lleva caras agonizantes moldeadas a sus costados, similares al rostro de la famosa pintura “El grito” de Edvard Munch. Todas realizadas en relieve, como espectros que quieren salir de su interior.

Hay cualquier tipo de elemento extravagante diseminado por allí. Un gran espejo, enmarcado por serpientes de hierro fundido reposa en una de las paredes, al lado de un antiguo cristalero. Hasta se pueden ver algunas lapidas, roídas por el tiempo, apoyadas contra un baúl gastado, de grandes proporciones.

Todos y cada uno de los elementos que decoran tan particular hogar, fueron adquiridos por el mismo Frederich, a lo largo de su vasta experiencia como escritor.

La vez que escribió “El cementerio maldito” — título que siempre le pareció super cliché, pero que eso no le prohibió usarlo — logró conseguir un permiso en la alcaldía de Stonelake para permanecer dentro del cementerio principal de la ciudad durante varias noches, hasta poder captar bien la esencia y la idea de la historia.

De la misma manera, aunque sin necesidad de un permiso, se alojó en uno de los hoteles de uno de los barrios más precarios, donde sus ocupantes eran asechados por espíritus errantes que habían sido asesinados allí.

En el caso de ésta, su ultima obra al momento, el procedimiento fue aun mas practico ya que es una historia relacionada con la Ouija. Por cierto, otro tema bastante cliché también, pero un día su editor le dijo — “Si quieres escribir algo que no se haya escrito nunca, estás mal. Lo importante es que cuentas y como lo haces” — por lo que decidió hacerlo de todas formas. Y así fue como se convenció de experimentar con lo que él llama solo un juego, donde supuestamente puedes tener contacto con seres del más allá.

Él mismo se encargó de la adquisición, pero no quería que fuera cualquier Ouija. Para eso tuvo que indagar mas a fondo en el tema, hasta que por medio de algunos contactos consiguió la que para él era la indicada. Una supuesta Ouija antigua, comprada por medio de la Deep Web. La misma que hoy descansa sobre una pequeña mesa un tanto más grande que el tamaño del tablero y en la misma sala que su templo. Siempre tuvo una sensación perturbadora con respecto a que esté donde está, pero la idea era tenerla presente hasta terminar el libro, provocándose el mismo terror que quiere transmitir a sus lectores.

 Desde que adquirió aquella caja que contenía tan particular juego, siente la necesidad de observarla a cada rato, como si necesitara vigilarla. No sabe bien porque lo hace, pero el hacerlo, le resulta inevitable. Por eso el por qué de donde se encuentra, a la vista en la sala donde pasa el mayor tiempo, sobre una mesita, en un rincón de la sala frente al antiguo cristalero, desplegada, con su característico puntero triangular situado en el centro y lista para usarse.

Ya de pie, sin ser prisionero de su escritorio, se despereza entrelazando sus dedos por detrás de la nuca y estirando sus huesos lo mas posible. Con una torsión hacia la izquierda y luego a la derecha hace tronar su cintura mientras observa por una de las amplias ventanas, la que se encuentra más cerca de la puerta principal. A través del cristal sus ojos se bañan de un verde césped.

El jardín frontal es dividido, a la altura de la puerta, por un estrecho camino de piedras que corre desde la puerta principal hasta la acera, donde hay que cruzar una pequeña puerta de madera, estilo campestre, para terminar de salir de la propiedad.

Frederich no es un gran amante del aire libre. Siempre prefirió estar solitariamente guardado entre las gruesas paredes de su casa. Pero el hecho de querer relajar antes de dar el punto final a su novela, sumado a al hermoso atardecer que hay fuera, es lo que invita a salir.

<< Vamos… solo me despejaré un poco >> se dice por dentro al momento de tomar un habano, el cual coloca en el bolsillo del pecho de su camisa de tonos ocres y con un aburrido rayado. En su trayecto hacia la salida, se hace de un fino saco del mismo color que su desanimado pantalón, por si no regresa antes del anochecer, el cual no tardara en llegar en unas pocas horas. Junto a la puerta, colgadas en su respectivo lugar, están las llaves. Al tomarlas, sus ojos se desvían sobre un almanaque que estratégicamente colocó allí y el cual anuncia que es el 8 de noviembre de 2014. Detrás de él queda un habano a medio fumar, humeante en el cenicero y media medida de whisky, calentándose al lado de la computadora apagada.

Luego de cruzar la puerta de estilo campestre, elige la izquierda como el camino a seguir. Al aspirar profundamente, sus pulmones son llenados por el cálido aire primaveral. Tan solo eso le ayuda a comenzar a despejar su mente, pero no tanto como para olvidarse completamente de algo tan importante como lo es el final de su libro.

El fin de una historia, dicen que lo es todo. Si la historia es genial, pero el final no está a la altura, es el equivalente de tirar todo un arduo trabajo a la basura. Por lo menos así lo piensa Frederich.

La zona alta de Stonelake, como le gusta llamarla a sus habitantes, es un lugar sumamente tranquilo, de esos donde los niños juegan sin preocupaciones en la vía publica o en los jardines que tiene estrictamente cada propiedad en la zona. En fin, un lugar mucho más amigable de lo que suele ser su gente. Así y todo, puede dejar la puerta de su casa abierta, sabiendo que cuando vuelva no va a faltarle nada, absolutamente nada.

No transitan muchas líneas de transporte, ya que cada casa, a demás de lucir algo ostentosas, llevan en su frente un garaje. Aquí todo el mundo tiene su transporte personal. Casas bajas, sin ningún edificio estorbando a la vista, lo vuelven un pintoresco lugar.

El escritor recorre su cuadra a paso lento, sintiendo el atardecer en todo su rostro, haciéndole entrecerrar un poco sus ojos, que se arrugan en los extremos. Por unos momentos desvía su vista hacia el bulevar que divide ambas manos del asfalto — lo que le dio el nombre a esa calle, calle Boulevard, para nada original — donde observa un grupo de amantes del ejercicio. Algo que abunda en la zona alta. Pasan corriendo en fila india.

La primera parada del escritor es justo en la esquina, en la intersección con la avenida Madison, más precisamente en el puesto de diarios que se encuentra antes de llegar a la ochava.

—Buenas tardes señor Frederich— lo saludan desde dentro del puesto —. Veo que por fin decidió salir.

—Buenos días Julio— responde al detenerse frente a quien es dueño de la pequeña caja de chapa verde —. Tenia que despejarme un poco.

—¿Tenia? Por su cara creo que todavía es algo que tiene pendiente— la sonrisa de Julio, tanto como los chistes son habituales. Es increíble lo amable que puede ser manejando perfectamente el sarcasmo —. Tengo algo que puede interesarle.

La arrugada mano de julio se extiende sujetando un periódico doblado a la mitad. Frederich lo toma con cara extrañada y despliega su portada frente a sus ojos.

Es el ejemplar de hoy de “La última noticia” el diario por excelencia en todo Stonelake, en donde su noticia central se presenta con un gran titular en grandes letras “Inexplicables muertes en el edificio 436” Un claro material para un próximo libro. Vuelve a doblar el periódico y se lo coloca bajo el brazo. Del bolsillo trasero de su desanimado pantalón se hace de su billetera y paga por el material.

—Debería descansar un poco más. Mire las ojeras que tiene— sugiere quien lo conoce prácticamente de toda la vida.

—Los libros no se escriben solos Julio— le responde ya continuando su camino —. Cuando así sea me quedaré sin trabajo.

Diario bajo su axila continua su camino. Cruza la avenida Madison y al cabo de unos cincuenta metros ve que, de la mano de enfrente y en dirección contraria, camina un hombre al cual conoce. Al darse cuenta de quien es, Frederich desvía su mirada y rápidamente se coloca el periódico frente a su rostro, ocultándose. Espiando, no con mucho disimulo por encima del papel impreso, confirma justo lo que quería evitar. Aquella persona no solo lo había visto, sino que, además se dirige en dirección hacia él. Lo que tarde en cruzar la calle Boulevard es el tiempo que tiene para, seguramente, inventar alguna escusa. Tiempo que se le escurre de tan solo pensar que debería hacerlo.

—¿Federico?

Recién ahí y mostrándose sorprendido baja el diario, el cual vuelve nuevamente bajo la axila.

—¡Ey Javier! — Un apretón de manos y un abrazo confirman su aparente cercanía —¿Cómo estás tanto tiempo?

—¿Te escondías de alguien? — lo increpa, acompañado de una carcajada —. Hace cuanto que no te veo. Veo que saliste de tu madriguera.

—¿Esconderme yo? Solamente no te vi.

Javier Conte es un ex compañero de estudios y forma parte de un reducido grupo que continúa juntándose desde aquella gloriosa época.

—¿Te soltaron las paginas? Siempre nos preguntamos cuando volverás a tomar unas cervezas con nosotros.

—Es que estoy terminando mi ultimo libro— La escusa termina saliendo sin siquiera pensarla. Es verdad lo que dice, pero el ser escritor y manejarse de forma independiente, para nada lo limita de tener una vida social plena. El único que se lo restringe es él mismo.

—Si Federico— responde Javier dándole unas palmadas en el hombro —, lo de siempre. Bueno, ya sabes dónde encontrarnos.

Lamentándose por haberse mostrado nuevamente como un verdadero antisocial, continúa recto por Boulevard una cuadra más y gira nuevamente a la izquierda por Central Road, La calle comercial de la zona alta. Diez cuadras de locales, que van desde vestimenta hasta coquetas cafeterías. A eso es a lo que va, en busca de una reconfortante mesa para disfrutar de un aromático café leyendo su diario y aquella noticia que quedó rondando en su cabeza.

Su cafetería por excelencia es “Fiftys”, ubicada en la esquina de Camino central y Antiguo viaje (primera cuadra paralela a Boulevard) El pintoresco local embellece la ochava con su particular estética de los años 50. Un gran cartel de neón con el nombre anuncia la entrada a un viaje en el tiempo. Sus paredes pintadas con un celeste pastel, asientos mullidos, tapizados en beige y mesas blancas conforman un lugar de lo mas amigable. La barra cubierta por un toldo a rayas rojas y blancas, junto a la voz de Elvis cantando “All Shook Up” saliendo por los altoparlantes, nos adentran aún más en la época. Tan solo algunos de los detalles que le agradan a Frederich, quien se sienta en una de las pequeñas mesas individuales ubicadas en la acera, donde le permiten fumar. Ya sentado en su lugar, observa hacia adentro hacia lo único realmente extravagante que posee el local. Un hermoso Cadillac, de un rosa estridente, decora el centro del salón de Fiftys.

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