Escondite

En el reino se corría la voz de que la condesa había escapado, lo que hacía que Felipe quedase abiertamente en ridículo. La gente comenzó a inventar toda clase de historias, incluso decían que Eva había huido con un amante misterioso. La ira de Felipe era incontenible, mandando a buscar a su esposa en cada uno de los rincones de la ciudad, primero para llevarla devuelta a su torre y luego, para condenarla por lo que hizo. No se lo perdonaría jamás, su rabia era muy corrosiva.

Eva ya estaba al tanto de su atrevimiento, desde el momento en el cual intentó escapar. Ahora estaba entre las paredes de esa acogedora cabaña, sin saber el destino que le esperaba. Temía que en un abrir y cerrar de ojos la guardia entrara por la puerta y la llevara de vuelta al castillo. Se durmió profundamente, movida por el calor de su cama y su comodidad, a pesar del ardor de su herida. Luego de dormir apaciblemente por tres horas, comenzó a experimentar horribles pesadillas en las cuales era maltratada en su fría torre, e incluso arrojada de ella, cayendo en un abismo de una profunda noche cruel.

Se despertó sobresaltada, a punto de gritar. Seguía sola, a su lado, sobre una mesa de luz muy rustica, había un plato con comida humeante en abundancia. Era un guisado con carne de res, muy sabroso y se lo acabó al instante, hacia tanto que no probaba algo elaborado y con sabor. Otra vez, entró su rescatador en escena. Ella decidió que hablaría primero.

—¿Quién eres? —le preguntó, con la mitad del rostro tapado con las mantas.

Él la miró extrañado, no esperaba que le hablase. No contestó, solo dejó salir un gruñido.

Eva se resignó a esa forma tosca de actuar, le había salvado la vida.

—Gracias, me salvaste la vida. —dijo, esbozando una sonrisa. El ardor volvió.

Al oír su sollozo por su herida, él llevó hacia ella una pasta para ponerle a modo de calmante. La aplicó sobre la herida, calmando la infección y haciendo que fuese más llevadera. Ella estaba hipnotizada por su fuerza y aspecto temible, pero también se perdía en esos ojos sinceros y amables. Era un hombre imponente, sin embargo, no le causaba temor.

—¿Puedo al menos saber tu nombre? —preguntó, más tranquila y sin sentir su pierna maltratada.

Luego de unos minutos él la miró a los ojos para responderle, haciendo que se ruborizara.

—Astor.

Se sonrojó al sentirse observada tan directamente, la belleza particular de aquel misterioso hombre no terminaba de cuadrarle. Temía que quisiera hacerle algo malo.

—¿Quieres más comida? —preguntó, su voz ronca no le impidió que se notara su amabilidad.

Eva asintió con la mirada, estaba hambrienta y ese plato de comida iba devolviéndole la vida. Astor se retiró para luego volver con otro plato.

—¿Por qué huías? —le preguntó, cuando le entregó el plato. Ella noto en su mirada la sospecha, no quería contarle la verdad.

—Un hombre me perseguía para pagar una deuda, es todo. —mintió, quería hacerse pasar por alguien de baja alcurnia.

—No es cierto. —soltó un bufido, luego se sentó sobre un banco al costado de la cama. La miró con desconfianza. —Te vistes como alguien de la realeza.

La chica se resignó, no podía mentirle, sus ojos eran demasiado intensos y eso la seducía. Quería que confiara en ella.

—Lo siento, no debí mentirte. —respiró hondo, estaba por revelar su secreto. Algo que podía traerle más muerte y destrucción. —Soy la esposa de un conde.

—Ya lo se. —interrumpió Astor, haciendo una mueca de sonrisa encantadora. Entrecerró los ojos para enfocarla. —Eres Eva.

—¿Cómo lo sabes?

—Se lo oí decir a los guardias que te buscaban.

—¿Los has seguido? —Eva estaba llena de preguntas, no entendía como todo había sucedido tan rápido.

—Sí, fue antes de encontrarte con el lobo.

—¿Eso era un lobo? —Eva se sobresaltó, no podía creerlo, parecía una criatura infernal.

—Alguna vez, supongo. Es una deformación del hombre lobo, es maligno y no tiene la capacidad de razonar.

—No lo sabía…

—Iba a comerte rápidamente, ellos nunca dejan de tener hambre.

—¿Cómo lo sabes?

—Este es mi territorio y los he visto tratar de entrar en él. Me encargo de alejarlos de las ciudades cuando puedo, no quiero que dañen a nadie.

Eva lo escuchaba hablar con fascinación, nunca había conocido a alguien así. Su sinceridad al hablar contrastaba con su rostro severo y su mirada misteriosa.

—Bueno, cuando estes recuperada te llevare a tu hogar. —le dijo, cuando la joven acabó su comida.

La joven casi salta de la cama al oír esas palabras.

—No puedes hacerlo. —dijo con firmeza. —No puedo volver.

—Deben estar buscándote, si has tenido una rabieta debes solucionarlo. —El la miró, pensando que se trataba de una joven rica y de la realeza que había experimentado un berrinche o algo por el estilo.

Las lágrimas se le escaparon, imaginando como iba a ser su vida si volvía. Podía ver a Felipe castigándola cruelmente, apañado por el rey.

—Si voy, moriré. —soltó, con absoluta franqueza.

Astor quedó desconcertado, cruzando sus anchos y fuertes brazos. Se detuvo a pensar por unos instantes, era por naturaleza muy desconfiado, acostumbrado a vivir solo.

—¿Qué has hecho para que te persigan? —quiso saber, mirando con más atención a la hermosa joven, que estaba pálida y débil. Sintió esa compasión que su corazón albergaba con frecuencia, pero también había algo más.

—Querer vivir dignamente. —La chica ahogó otro sollozo, quería quedarse allí, no sabía cómo pedírselo. Nunca se había sentido tan segura como en aquella estrecha cabaña. Parecía como si estuviera aislada del cruel mundo donde había vivido por tantos años. —Escapé de las torturas de mi esposo. O al menos eso intento, aún. —se le dificultaba hablar a causa de los nervios, nunca esperó llegar tan lejos.

El hombre la escuchaba con atención, ella lloraba en partes, cada vez que describía alguna situación. Todos los maltratos y humillaciones, sin contar la soledad y la humillación. Él fue cediendo, poco a poco, incluso fue a la entrada para vigilar que nadie se aproximara. Ella sintió esa preocupación como un símbolo de confianza.

—Te quedaras hasta que encuentre un sitio seguro al cual trasladarte, en un poblado. —fue su resolución final.

—Gracias. —Esto era demasiado para Eva, que creía que la entregaría con las autoridades. —Gracias por ayudarme, Astor.

Él sonrió, esta vez un poco más abiertamente. La chica hacía que se sintiera feliz, pese a ser muy reservado y casi sombrío.

—No me agradezcas, condesa. —dijo haciendo una reverencia, ella volvió a sonrojarse. —Veo que hasta a la realeza le agrada el guisado que hice.

Ella soltó una risita.

—Está muy bueno. —Eva se había terminado ya dos platos, hacía tanto tiempo que no ingería comida de verdad.

Astor dejó que la joven le contara sus contratiempos y su vida en el reino, en la corte. Él no decía mucho, no era de muchas palabras y estaba acostumbrado a vivir en la soledad de su bosque. Era muy fuerte y no se le daba bien la interacción con las personas, le gustaba más pasar tiempo entre las montañas. Eva tampoco sabía muy bien como expresarse, siendo tan excluida y marginada en su propia ciudad. La princesa, en especial, había hecho de sus primeros años en la torre un infierno.

—Debo confesarte algo… —empezó a decir la joven, movida por la chispa que la conectaba a ese extraño, a quien apenas había conocido. Quería quedarse allí, con él, ansiaba seguir conociéndolo. Algo en sus ojos la cautivaba y su forma de ser tan peculiar la mantenía atrapada entre sus brazos. —Si me quedo, vendrán por mí.

Sentía el deber de tener que decírselo, su cabaña y él mismo corrían peligro. Felipe daría vuelta cada roca del bosque buscándola.

—No podrán llevarte, no lo permitiré.

Respondió y soltó un resoplo con su nariz, luego volvió su vista hacia ella, mirándola fijamente, como si estuviera analizándola. Era una mirada tan profunda que ella se sintió con el alma al descubierto, sin corazas ni armadura que la ocultaran.

Astor no confiaba ni un poco en la muchacha, pero no la dejaría abandonada para que algo malo le pasase afuera. Era su código y lo mantendría cueste lo que cueste.

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