¡No soy tu pu...!

Las emociones reprimidas en su interior se sintieron más llevaderas al sincerarse consigo mismo. Estaba, por algún motivo, destinado a vivir y morir solo, pero al menos ya era consciente de ello.

Cuando se encontró frente a la mujer que había rescatado, no pudo evitar sentirse identificado con ella. Ambos se veían solitarios e independientes. Debía trabajar en una de las tabernas del pueblo, pero observándola de cerca, con la luz del día y no con el pobre resplandor de una antorcha, podía decir a ciencia cierta que era demasiado hermosa para laborar en una. Su nariz era pequeña, y sus pómulos eran marcados a pesar de sus mejillas redondas y rostro ovalado. Sus espesas, gruesas y abundantes pestañas golpeaban contra su piel blanca como la nieve, la cual también se encontraba salpicada de diminutas pecas marrones. Descendiendo, no pudo evitar tragar ante la visión de su pecho expuesto por la delgada prenda que estaba usando. Aquella extraña prenda no hacía más que acentuar sus atributos y la belleza de su piel.

Al bajar su vista, su garganta se apretó al tener un vistazo de su vientre antes de que la cinturilla de su pantalón se interpusiera en el deleite de sus libidinosos ojos. Graham, quién podía decir que no se encontraba al mando de sus emociones, tragó de forma sonora antes de poner su rodilla contra el colchón e inclinarse sobre ella como el cazador que era en esencia. Todos estos años aislado de la sociedad lo habían enseñado a dominar y a mantener sumisa a una presa. Sabía cómo acecharla y mantenerla indefensa ante él.

En ese instante era eso lo que quería, lo que necesitaba hacer. Despertarla y desquitar su ira hacia el mundo con ella. Sobre ella. Le pagaría bien.

─Abre los ojos, ratón ─gruñó sobre su rostro.

La mujer despertó de forma abrupta. La tenía acorralada bajo su cuerpo y, en lugar de reaccionar como una prostituta, intentó levantarse y apartarse de él como por instinto. No se lo permitió.

Al separar los labios para gritar, Graham los cubrió con los suyos. Fue tan duro al respecto que, por la mente de Isobel, ni siquiera pasó la idea de huir, pero una vez despertó por completo y se dio cuenta de que, por alguna extraña razón, su cuerpo se estaba recuperando de forma casi mágica, se sintió lo suficientemente fuerte como para intentar escapar. Comenzó a retorcerse y a empujarlo. Ya era de día, así que podía ver mejor a su captor. Pese a la manera en la que hizo que se despertara, se sorprendió cuando no tuvo que batallar demasiado para que se retirara.

Graham, la miró, molesto y confuso. Como era posible que se viera obligado a retirar sus atenciones debido a las protestas de aquella extraña mujer.

Sin analizarlo demasiado, preguntó lo primero que se le vino a la mente.

─¿Cuánto dinero valen tus servicios, mujer? Tengo para pagarte, aunque mi hospitalidad bien vale tu agradecimiento.

Isobel se encontraba con la respiración agitada y lo miró con los ojos entornados. En cuanto lo escuchó se apoyó sobre los codos y un dolor intenso recorrió cada una de sus articulaciones. Si sobrevivió a la caída, también sobreviviría a un adicto al sexo, que la tomaba por prostituta y encima tenía el poco gusto de vestirse como un Highlander de novela de romance erótico de época. Al instante pensó que debía tratarse del miembro de una extraña secta, comunidad, o de un actor adaptándose a su siguiente papel, uno que había perdido un tornillo.

─No soy una p**a ─siseó, su voz se escuchó suave, pero a la vez iracunda.

Graham encontró su tono ofendido muy molesto. Ya que por la forma en la que se había expresado, todo apuntaba a que la erección que asomaba entre sus piernas, no obtendría las atenciones que estaba buscando. Además, la respuesta de aquella fémina no era convincente puesto que su forma de vestir indicaba lo contrario.

Irritado, se levantó y fue por un cofre. Isobel se estremeció cuando lo abrió sobre la cama y dejó caer centenares de monedas de oro junto a ella. Se veían antiguas y casi artesanales. Debían valer una fortuna por tratarse de viejas reliquias. Sus dedos comenzaron a temblar cuando tomó una de ellas y la observó de cerca. Era oro macizo escocés. Había visto suficiente de él en los joyeros de su madre como para saber identificarlo. No era falso o laminado. Pesaba justo lo que veía y sentía en sus manos. Era una gran fortuna la que tenía allí.

─¿De dónde sacaste esto? ─preguntó, con la respiración errática y descontrolada─. ¿Eres un MacAllister?

Eso explicaría el por qué tenía un cofre lleno de monedas que databan de siglos atrás cuando estaban en el dos mil veinte. También explicaría que la primera vez que despertó se encontrara en Fort William, y que su captor creyera que podía obtener lo que quisiera, incluyéndola, ya que era prácticamente un noble. Al instante en el que esa deducción llegó a su mente, lo etiquetó como uno más de los hombres que había evitado. El único diferente, en quién confiar, siempre había sido Duncan.

─Sí ─respondió él, irritado con el hecho de que ya supiera sobre su linaje─. Sean MacAllister es mi abuelo.

Isobel parpadeó.

─Sean MacAllister segundo, ¿no?

Amaba la historia, así que había leído sobre el clan escocés que había vivido por siglos a los pies de los Montes Grampianos. El clan MacAllister de highlanders, de los que entre sus miembros destacaban Sean MacAllister, quién era reconocido por ser uno de los mejores líderes de la región y Graham MacAllister, a quién consideraba más importante que su predecesor porque fue quién realizó los cientos de senderos de Ben Nevis por los cuales ahora los turistas podían transitar.

Graham juntó las cejas.

─No. Sean MacAllister primero, el Sir del Clan MacAllister.

Isobel hizo una mueca.

Históricamente, Sean era el abuelo de Graham. El padre de este último no era muy mencionado debido a que había sido el primer MacAllister en abandonar la fortaleza del clan para ir a servir a la corona, a Jacobo II y sus hijos, dónde no hizo mayores logros. Isobel también sabía sobre la historia escocesa debido a su familia, puesto que había varios nobles en su árbol genealógico y de pequeña había sido curiosa al respecto. Sin embargo, lo que decía el hombre frente a ella era imposible. Sean MacAllister no era su abuelo. Las fechas no coincidían aún si hubieran vivido más de cien años.

O él no sabía nada sobre su familia, lo cual dudaba, o mentía.

─Si Sean fuera tu abuelo, tendrías unos trescientos años.

─Tengo veintiocho ─gruñó.

 Graham comenzó a sospechar de que no se trataba de una prostituta, sino de una lunática. Su libido comenzó a descender en picado debido a ello ya que ningún hombre cuerdo hallaría eso excitante, puesto que estar con ella sería aprovecharse de una loca.

Ya no tenía ganas de desquitarse con la desconocida, el hechizo de su belleza no era tan fuerte como para aguantar sus estupideces. Además, sobre esos atributos que tanto lo habían excitado, se percató de la suciedad que la cubría y las extrañas perforaciones en sus orejas. Había una en su ombligo, adornado con una gema rosa, pero esa, extrañamente, no le había molestado. Incluso le había gustado pese a que fuera un adorno que algunos llamarían vulgar de no estar en ella.

─Eso es imposible ─susurró Isobel.

 La cabeza le dolía tanto que tuvo que recostarse de vuelta sobre las sábanas. Llevó una de sus manos a la frente para intentar contener la oleada de pensamientos que la asaltaban como relámpagos. Era demasiado lo ocurrido para procesarlo.

─Estamos en el año dos mil veinte. Sean y Graham MacAllister vivieron hace muchísimo tiempo.

Graham se cruzó de brazos y se concentró en la extraña criatura ante él. Ambos pensaban que era el otro quien deliraba, pero era él quién tenía pruebas para demostrar la veracidad de sus palabras. Tras inclinar la cabeza hacia la pila de monedas, Isobel tomó una entre sus dedos y leyó las escrituras. Se veían nuevas, no una antigüedad y decían haber sido elaboradas en mil seiscientos noventa. Al juntar la pequeña pieza entre sus manos empezó a temblar de forma descontrolada. Su mente comenzó a atar cabos. Rara vez alguien se recuperaba de una caída como esa, menos sin ningún tipo de herida de importancia a causa de ella. Sin embargo, Isobel, con cada minuto que transcurría parecía encontrarse cada vez mejor. Miró al que decía llamarse Graham MacAllister, como si él tuviera las respuestas a todas las preguntas que pasaban por su mente.

Todo en él, desde su barba a su manera de vestir, hablar y andar indicaba que no pertenecían a la misma época. A pesar de su timbre de voz educado, era a la vez brusco y pretencioso, con un acento que solo podía etiquetar como antiguo. Estaba claro que no habían recibido la misma educación y no porque pertenecieran a distintas posiciones. De haber nacido en esos tiempos, no serían tan diferentes. El verdadero problema era que ella no debería estar allí.

─Estoy muerta ─sentenció. 

Aquello era la única explicación para lo que sucedía. Recordaba con total claridad el dolor y las heridas mortales al caer.

Isobel no soportó más aquella idea que invadía su mente y cayó sin sentido sobre la cama. La última imagen que vio fue la de Graham con una ceja alzada y el último sonido fue el de su voz maldiciendo haberse encontrado con una loca.

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