Los Matices de mi Vida.
Los Matices de mi Vida.
Por: Un Halo de Luz
Capítulo uno: La casa grande.

Desde que tengo uso de razón, siempre viví con mi abuelo en un pequeño pueblo lejos de la ciudad. Él era la única persona que me amó y vivió cuidándome; haciéndome sentir querida y apreciada. Desgraciadamente mi felicidad con él, término cuando tenía 10 años; él falleció y tuve que mudarme con mi madre, mujer que nunca conocí y que sé que me odiaba. 

  

Ella vivía en una casa enorme en la gran ciudad con su esposo, un hombre con mucho poder y su hijastro, un niño malo hasta los huesos. 

  

—Entra— repitió mi madre Rebecca con mala cara haciéndome ingresar en un pequeño cuarto detrás de la gran casa, 

  

 —Ponte cómoda. Este será tu nuevo hogar— fueron las únicas palabras que me dijo el día en que llegue a su vida de nuevo. 

  

 Cerró la puerta dando un golpe y me dejó sola a mi suerte y con el corazón herido. 

  

 — Abuelito que falta me haces, que aré ahora sola aquí sin ti… — repliqué esas palabras una y otra vez, llorando; tirada en la pequeña cama que había en ese lugar, hasta que el cansancio se apoderó de mí y me quedé dormida. 

  

Toc, toc … 

  

—¿Estás despierta pequeña? 

  

Entreabrí los ojos al escuchar una dulce vos detrás de la puerta que no conocía 

  

 — ¿Quién eres? — pregunté con la vos apagada y arrastrándome de la cama, abrí la puerta.   

  

—Hola buenos días, me llamo Clara; soy el ama de llaves y cocinera de esta casa— sonrió, 

  

  

 — ¿Puedo pasar?  

  

  

— Sí, si perdón; adelante — le dije apartándome de la puerta, dándole espacio para que entrara con una linda charola en la mano.  

  

—Te traje el desayuno. Un rico jugo de naranja y unos huevos revueltos con panceta; espero te gusten. 

  

Levantó la tapa de la charola y me apresuró a sentarme para comer antes de que se enfriara 

  

 — Gracias — respondí con la boca llena mostrando una sonrisa para complacerla. 

  

Luego de desayunar, Clara me explicó las reglas que le había dicho mi madre Rebecca. Me ayudó a vestirme, peinarme y luego la acompañé a la cocina donde conocí al chofer Renato y a Blanca la mucama. 

  

Las reglas eran claras; no entrar en la casa grande cuando la familia de mi madre este en ella, ayudar a Clara y Blanca en las labores domésticas; ir al colegio y no decir quién era mi madre ni causar ningún tipo de problema o sería castigada. 

  

 En fin, de manera clara entendí el mensaje de mi madre, yo era solo una arrimada que debía ganarse el pan y no ocasionar problemas…  

  

  

Mis mañanas se volvieron monótonas, me levantaba muy temprano para ayudar a Clara y Blanca en las labores domésticas hasta el mediodía, luego iba al colegio donde no tenía amigos; gracias a Bruno, mi hermanastro que hacía de mis días un infierno. Al volver a casa hacia mis deberes y a veces pasaba el rato jugando a las cartas con Renato, el chofer era un hombre muy divertido y siempre la pasaba bien jugando con él. 

  

Los años pasaron en la misma rutina, mi madre y Bruno disfrutaban haciéndome desprecios y castigos por cosas que no hacía, por otro lado, José; el marido de Rebecca, solo me miraba de una forma que me daba miedo cada vez que me cruzaba en la puerta de la casa grande. 

Clara, Blanca y Renato eran los únicos que me trataban con cariño y respeto, ellos se volvieron mi familia.  

  

Al cumplir los 18 años; Clara me regaló una cadenita con un dije precioso, era la letra ¨F¨ de mi nombre Fernanda, pero todos me decían Fer, esa cadenita era mi tesoro más preciado junto a un anillo que me dio mi abuelo antes de morir, jamás me los quitaba. 

  

Mi tiempo de estudiante había terminado en un abrir y cerrar de ojos y gracias a mis horas de estudio logré tener una beca para una de las universidades prestigiosas del país, ahí cumpliría mi sueño; volverme una doctora de éxito, claro si mi madre me firmaba el permiso para poder ingresar, aunque; ya era una adulta joven para la sociedad, la Universidad aún se regía por leyes de una época pasada.  

  

Eran las 9 de la noche y luego de armarme de valor todo el día, por fin me decidí a hablar con Rebecca. Toc, toc; golpeé su puerta con temor.  

  

— ¿Puedo pasar? — pregunté llena de valor a pesar de que mis piernas temblaban, 

  

 — Que quieres Fernanda, ¿no ves que estoy ocupada?  

  

 — Estas no son horas para que estés en mi casa, sabes de sobra cuál es tu lugar — replicó sin mirarme en ningún momento mientras se ponía los ruleros, 

  

 — Sí, lo sé — respondí mirando el suelo  

  

— Pero… necesito que me firmes el permiso para poder ingresar en la universidad.  

  

 — ¡Olvídalo!, ¿crees que yo voy a pagarte una universidad?; ja, ja; ja estás muy loca. Si fuiste al colegio fue por obligación, pero nada más — me gritó sin pena alguna, 

  

— No, no me estás entendiendo gane una… 

  

 — NADA; no me importa, vete a tu habitación y no salgas de ahí. Ya me disté dolor de cabeza, muchacha malcriada— me tomó del brazo y me sacó de la habitación tirándome al suelo con fuerza  

  

  

— ¡Estas castigada entendiste!, no quiero verte frente a mí de nuevo o verás lo cruel que puedo ser— cerró la puerta de un golpe, dejándome en el suelo. 

  

  

Me levanté del suelo con dificultad, tomando el sobre que estaba a mi lado y lo puse en mi pecho, abrazándolo con fuerza mientras caminaba rumbo a la cocina, intentando que una lágrima no callera, por lo menos no hasta que llegara a mi cuarto, no quería que nadie me viera así. 

  

  

Esa noche volví a llorar con el alma… De la misma forma que cuando llegué a esa casa por primera vez, sabía que mi sueño podría no cumplirse, si ella no firmaba ese papel y no estaba dispuesta a aceptarlo. Mi sueño era lo único que me mantenía fuerte para aguantar todo lo malo de vivir ahí, cumplirlo era mi meta más preciada, quería que mi abuelo me viera ser alguien que triunfara en la vida y que estuviera orgulloso de mí desde donde este… 

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