Capítulo 3 —La recuperación—

El día que a Mili la sacaron del hospital, Talía se levantó muy temprano y decoró la habitación de su amiga con globos y chocolates, le compró un oso de peluche blanco que ocupaba el espacio de la almohada. Adréis la ayudó a preparar el almuerzo, acompañado de postre, se supone que al mediodía le daban de alta. Una vez todo arreglado, salieron juntos a buscar a Mili. (Mientras tanto, en Estambul, tanto en casa de la familia de Talía Rewuense como en la de Mili Melchor, los padres pensaban que, en Francia, sus hijas llevaban una vida sin demasiados contratiempos, una vida acorde con los planes de dos jóvenes aplicadas y soñadoras).

Un piso limpio y ordenado tomó por sorpresa a Mili cuando entró en su silla de ruedas. La vajilla lavada y en su lugar, la cocina reluciente, la mesa servida con detalle, una habitación llena de mimos. Fascinada, recibió de buena gana todo el afecto que ellos le brindaban. Así transcurrió el tiempo. Talía se había dedicado a cuidarla y también hacía todo lo que Mili cuando estaba sana, como mantener el apartamento limpio, cocinar, lavar la ropa y sobre todo estar pendiente de las terapias de su amiga. Entre Adréis y Talía surgía un amor verdadero, aquella crisis había fortalecido a la pareja de un modo tal, que ya no había cabida para una relación efímera. Cuando entendió que Adréis era el único que había durado con ella por más tiempo, Talía comenzó a tomar en serio en la idea del matrimonio. Se amaban, y él prestaba toda su colaboración para que Mili superara a un ritmo inesperado la fractura de su pierna derecha. En las mañanas, mientras Talía salía a clase, Adréis se quedaba con Mili. A él no le importaba dirigir su empresa desde aquel pequeño apartamento y asistir a la chica que todavía tenía problemas para moverse por sí sola.

—Mili, es hora de desayunar y tomar los medicamentos —le decía, mientras entraba a su cuarto con su pijama de cuadros y una bandeja con pan untado de mermelada, café y un vaso de jugo de frutas.

Ella abría sus ojos y sonreía tímidamente, luego él la ayudaba a montarse en la silla de ruedas y la trasladaba al baño. En cuanto terminaba de hacer sus necesidades, pasaban al aseo; prestamente le ayudaba a cepillarse y lavar su rostro. Mili agradecía su atención, aunque un poco incómoda por haber perdido momentáneamente su libertad. Sin duda, Adréis hacía esfuerzos por ganarse su confianza, y esto lo valoraba mucho. Había sido dura con él la noche en que lo conoció, pensaba. ¿Quién iba a imaginar que había despreciado al que ahora peinaba su cabello liso, negro, con tonalidades marrones?

—No te preocupes, Mili, yo lo sé hacer, lo hacía a mi abuela, a quien cuidé por mucho tiempo, así que estás en muy buenas manos.

Si algo debía reconocer la chica, era que se había equivocado con Adréis. La trataba como todo un caballero y eso precisamente comenzaba a gustarle. Un hombre dulce y con buen sentido del humor la hacía reír a carcajadas, y puede que esa risa también fuera nueva para ella, acostumbrada a vivir en tensión diaria. Por primera vez se sentía mimada, jamás había sido tratada de esa manera por un hombre, él se dedicaba a ella sin mostrarse irritado; todo cuanto hacía por ella, ayudarla a sentarse en la mesa para tomar el desayuno, asistirla en la terapia matutina, en especial su pierna derecha, la música que colocaba, los libros que ponía a su alcance para que pasara las horas, todo lo hacía con el más natural de los esmeros, así cada mañana. Fue el tacto suave de sus manos lo que comenzó a despertar algo en Mili. Las manos de Adréis dirigiendo su pierna, de acuerdo a las instrucciones del fisioterapeuta, sus brazos rodeándolo para ayudarla a ir de un lugar a otro, su cuello robusto de donde se sujetaba, la protección de un hombre que de pronto se había ganado toda su atención. Mientras la cargaba en brazos, ella observaba su atractiva belleza tan de cerca, su perfume la embragaba, penetrando su olfato, atrapando su olor en sus carnes y sus huesos. Ella sentía que todo, pero todo, le olía a él. Aquel hombre tan atractivo despertaba en ella una extraña pasión, jamás sentida hacia nadie, ni siquiera por aquel primer  novio del liceo con quien mantuvo una relación por más de tres años. Ella trataba de disimular su amor, pero era inevitable no sentir su cuerpo y mirar su atractivo pecho medio desnudo, despejado por su pijama abierta a la mitad, sus piernas musculosas cuando se colocaba sus pantalones cortos deportivos y sus ojos azules, sus labios carnosos que le susurraban al oído frases estimulantes mientras la cargaba en sus brazos. Sin dejar de ver su tamaño alto y elegante.

Mili estaba en serios problemas: se estaba enamorando del novio de su mejor amiga.

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