Renunciando a todo

Debió estar loca, nunca ha debido escucharlo. Si él no le hubiera propuesto aquello, ella no lo habría considerado jamás, de haber mejorado las cosas, seguro se estuviera casando por amor, no por rebeldía.

Respiró profundo y giró con nerviosismo el ramo sobre sus manos.

—¡Que comience la función! —Titubeó antes de llegar a la puerta y con voz trémula dijo—: Anna, regálame un abrazo.

Ambas mujeres se envolvieron en un cálido y esperanzador abrazo. No tranquilizaría su alma atribulada, su padre una vez más le quitaba el placer de conocer el amor, al ser condescendiente en su más reciente dislate con disfraz de decisión. De todo eso le quedaba una certeza, que su padre no sería su salvador.

En su interior, se confesaba una enamorada empedernida de la idea de amar a alguien y ser correspondida con igual intensidad. Una cursi que creía en poemas y cartas de amor, que leía novelas románticas con finales felices. Quizá porque buscaba con determinación, comprender qué diferentes y extrañas formas existían para expresar ese sentimiento. Como si todos esos libros le dijeran de manera secreta, que lo que ella tanto anhelaba, ya lo tenía, o le diera esperanzas sobre algo a lo que ella de momento, dudaba de que existiera.

Tal vez porque soñaba con sentir esa dulce, cálida, lisonjera y torrencial fuerza del amor que describían sus libros.

Para ella tanto el amor como el odio eran genuinos. Uno tenía una fuerza sutil e inquebrantable, ambivalente e inexorable. Mientras que el segundo poseía una fuerza voraz, emociones inhóspitas, egoístas, austeras e ínfimas acciones. Al fin y al cabo, genuinas y pasionales.

Quizás ambos te llevaran por caminos similares. Al final de cuentas, con la misma fuerza que se ama se puede también odiar, tal vez era eso por lo que no lograba odiar a su padre. Ambos sentimientos son como el fuego y el hielo, igual de destructivos; tanto si te equivocabas al amar como si acertabas a odiar a la persona equivocada.

Sopesando lo que el amor o el odio podían ser o hacer en la vida de otra persona, estaba ella renunciando al enamoramiento, a la inocencia de amar sin resistirse, a la entrega total que significa amar. A ese sentimiento que envolvía a los enamorados en una burbuja, al hechizo que tenía encontrarse en la mirada del otro.

Miró su imagen en el espejo, y este le devolvió a una hermosa y elegante chica de ojos grises, todo parecía perfecto de no ser por el carente brillo en su mirada y la falta de aquellas mariposas aleteando en su estómago, por nervios o por amor. Se recordó no llorar, al menos no frente a Anna si no quería que la encerrara en su habitación para evitar aquel matrimonio. Se detuvo en el vestido por un rato, a modo de cavilar en otra cosa que no fuera su taciturna mirada. Un blanco perla en chifón con degradé en color beige, unido a la altura del cuello por un hermoso broche plateado, con incrustaciones en swarosky, espalda descubierta y pronunciado escote en la parte delantera, con un cinturón de piedras y una abertura que llegaba hasta el muslo en la pierna derecha. Ligero y hermoso.

«Demasiado vestido para tal teatro…», pensó

Salió de la habitación sin mirar atrás y, sobre todo, ignorando los ojos suplicantes de Anna Collins. Necesitaba valor para seguir. Tras varias respiraciones profundas, apuró el paso al encuentro con su futuro inmediato.

Cuando se detuvo en el escalón de descanso a mitad de las largas escaleras en la casa de su padre, todas las miradas se volvieron hacia ella. Era real. Estaba pasando.

—¡Allí está tu fierecilla indomable! —Luis murmuró al oído de Daniel con una sonrisa. Su amigo disfrutaba de su situación más que nadie.

En la sala se hallaban; el padre la novia, la nana, el padrino del novio —un amigo del infausto prometido y futuro esposo—, y ella, además del juez y la secretaria de jefatura civil. No había más personas que las necesarias y, aunque no era como ella lo soñase o como lo habría querido, agradecía el escaso público y que, Daniel aceptase su petición, así como que su padre no se pusiera quisquilloso o dejase a su flamante novia de turno, intervenir en una gran ceremonia, mucho menos estar presente. Al menos, así evitaría la vergüenza de que demasiadas personas se enterasen del impetuoso enlace nupcial, para luego tener que justificar porqué al año de supuesto feliz matrimonio, se separaban, quedando como enemigos o conocidos desconocidos. ¡Patético!

Ya tenía suficiente con no tener que explicar el por qué no habría beso al final de la ceremonia. Le extrañó que, en lugar del padre del novio, solo estuviera su mejor amigo. Tal vez la relación entre ellos era tan buena como la suya con su padre. De la vida de su futuro esposo, sabía muy poco.

Guillermo Deveraux llegó hasta ella y le brindó su brazo como apoyo para conducirla hasta las trincheras enemigas. Como un padre que sirve a su mancebo cordero en charola de plata para que fuera degollado por un truhan, acostumbrado a engañar mujeres. ¿Cómo no hacerlo? Para él representaba su completa libertad, ahora ella sería el problema de otro.

—¡Katherine! Estás hermosa —dijo el muy ladino, tomando su mano y besando su dorso.

Ella lo miró con sorna, sí que representaba muy bien su papel. Mostró una forzada sonrisa y quitó su mano con delicadeza. Daniel la tomó de nuevo hasta acompañarla al asiento, frente a la gran mesa en donde aguardaban la secretaria y el jefe civil.

Esa fue la primera vez que ambos sintieron la proximidad convirtiéndose en una corriente que atravesó sus cuerpos. Aquel modo en que él la miraba como si sintiera afecto, la descolocaba por completo, el que sujetara su mano esa noche fue de alguna manera, arrolladora e intensa.

La nana se acercó para quitarle el ramo que, sin darse cuenta, estaba ahorcando entre sus manos.

«¡Que estupidez!». ¿A quién se supone iba a lanzar el falso ramo de la felicidad?

—Daniel Gossec Monsalve, ¿toma y acepta usted como esposa a Katherine Marie Deveraux Mateos? —La voz áspera y carrasposa del viejo jefe civil rezumbó en la estancia, haciendo estremecer a Katherine, quien apiñaba sus manos sudorosas con fuerza, retorciendo así la tela del vestido en sus muslos.

—Sí. Tomo y acepto —respondió él con voz firme y convencida. La miró y observó cómo retorcía sin parar la tela de su elegante vestido.

Ella le devolvió la mirada sin terminar de creer que él aceptase sin titubeos. «¿Qué estás haciendo, Katherine?», su conciencia trato de gritar por encima de su rebelde decisión y una vez más la calló.

Era su turno de pronunciar las palabras decisivas, aquellas que darían un fin prematuro a su vida de sueños a futuro, para dar continuidad a su devastada vida de desamor, una tendencia que no cambiaría con prontitud. Lo único bueno de toda esa pantomima, era que al año sería libre y recibiría el fondo fiduciario que su abuelo paterno hubo designado para su primer nieto o nieta, bien fuera cualquiera de las dos. Eso garantizaba su independencia absoluta. Luego se iría sin que nada la detuviera.

Todavía se preguntaba cómo Daniel, llegó a enterarse. Su padre jamás comentó nada al respecto, hasta unos dos días antes de la boda, cuando ella le insinuó que no debía preocuparse por su estabilidad económica, entonces se dio cuenta de que no existía revés en la decisión de su hija. Y un día antes de la boda, llevó al notario y al abogado de la familia.

—Lo tomo y acepto. —Aquellas palabras salieron de su boca como un autómata.

Parecía no sentir nada, la perplejidad la tenía entumecida por completo. Se oyó tan decidida, que pasó desapercibida su verdadera intención.

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