Una esposa rebelde
Una esposa rebelde
Por: Emma Richardson
Una decisión rebelde

Era febrero y ya el calor comenzaba a hacerse notar en la ciudad, aun así, nada tenía que ver el mes con el clima o lo que se iba a suscitar en ese momento con el mes. Las cosas muchas veces o en su mayoría suceden como no te las esperas, esa parecía ser una de las tantas leyes del universo que ese día se cumpliría.

—No. No estoy segura, y tampoco pienso dar marcha atrás —Katherine dijo negada a reconocer que tomó una decisión por rebeldía.

Ana Collins guardó silencio con la mirada puesta en la única persona que quería, como si fuera su hija. Recordó que la mujer que ayudaba a vestir y arreglar para su matrimonio, había llegado a esa enorme casa con apenas dos meses de nacida, aquellos grandes ojos grises cual plata sólida y espesas pestañas, piel pálida y mejillas sonrosadas.

En aquel entonces, supo que de ella dependía en parte, la felicidad de esa pequeña niña con cabellos de camomila, cuyo destino estuvo regido por la apatía alguien que resultaba ser carne de su carne y sangre de su sangre.

A medida que Katherine crecía, trató de ganarse el amor de Guillermo Deveraux, todo intento fue fallido, hasta que, en un modo de responder al injustificado desamor de su padre, la joven se volvió intransigente, rebelde, osad, un compendio de irreverencia y soberbia. Mientras tanto, Anna Collins utilizaba cada momento para acercarlos, y cuando estos acababan en fracasos, lo justificaba como: «cosas de hombres».

                                                         ***

A ellos les es más difícil mostrar sus sentimientos esa fue una de las tantas razones infaustas que la mujer le dijera.

¡Qué descolocado y absurdo resultaba ese comentario!

A veces… dudo de que me quiera, Anna. ¿Sabes que eres esa madre que la vida me quitó? De no ser por ti, no sé cómo sería mi vida.

                                                          ***

Rememoró las palabras de Katherine el día de su cumpleaños número quince.

Ese día dijo lo único que se le ocurrió para aliviar el corazón de la joven, mas, no importaba la cantidad de veces le dijese que la amaba, ella no lo creería si aquello no venía de su padre. Anna Collins lo sabía. Aquel hombre de aspecto algo frío y sombrío, no era tan afectivo. No obstante, si había algo cierto, y era el amor que sentía por Katherine.

Ella conocía su secreto.

Y así era. Pudo observar en más de una ocasión la devoción con la que miraba a su hija cuando era pequeña, sobre todo, al notar como la sobreprotegía, a veces excediendo sus intentos de esconder cuánto la amaba. Pero ¿por qué no podía demostrarlo? ¿A qué le temía Guillermo Deveraux?

Era un hombre joven, alto y apuesto, de contextura delgada, ojos grises tan plateados como la luna, su carácter no era tan dócil y su hija se parecía mucho más a él de lo que imaginaban. Ambos tenían la peculiaridad de ser tercos, orgullosos e impositivos, en esos momentos, era cuando más se parecían y suponía que por esa razón vivían enfrentándose.

A sus cuarenta y dos años, Guillermo seguía conservándose muy guapo, se ejercitaba poco, al menos tres veces a la semana con un entrenador particular que iba a domicilio, también tuvo amoríos esporádicos que terminaban de igual manera en que empezaban. Esto generó muchas más fricciones en la relación con su hija, sobre todo, cuando alguna de ellas era tan fútil que solo esperaban convertirse en la esposa, dueña y señora no solo de Guillermo Deveraux, sino también de lo que representaba.

Ana siempre supo que la rebeldía de Katherine, no era más que la respuesta a la actitud un poco mezquina, de su padre al no tomar en cuenta la opinión de su hija, considerando que su vida privada no tenía por qué depender de lo que pareciera o no a la joven.

Cuando se ofreció de niñera e institutriz de la recién nacida Katherine Deveraux, había enviudado un año antes y no creyó posible ser capaz de sentir sentimiento efervescente aflorar en su piel. Ella amó mucho a su difunto esposo, aunque era joven y solo tenía veintitrés años cuando todo aquello ocurrió. Se graduó de docente a la edad de veintidós y aún no ejercía. Con lo que vio la oportunidad de comenzar de nuevo, haciéndose cargo de la recién nacida hija de Guillermo Deveraux, un arquitecto muy prometedor que buscaba un nuevo comienzo tras la pérdida de su esposa. Tal vez el haber pasado por una tragedia similar, la hizo tolerante, cauta y compasiva.

Sin embargo, no siempre lo que se piensa es lo que se hace o lo que el destino tiene preparado para uno.

Y en ese momento, mientras ayudaba a Katherine a terminar de arreglarse para su nuevo paso en la vida, seguía pensando igual. Él estaba dejando que su hija se embarcase en algo para lo que no estaba preparada. Aunque también, podía estar probando sus límites, esperando a que ella desistiera de la idea. Aun así, existía algo innegable, y era que ambos se caracterizaban por ser demasiado tozudos, ninguno daría su brazo a torcer.

—¡Oh! Katherine estás…, hermosa. —Una lágrima rodó por su mejilla.

—¡Gracias, Anna! —Katherine respiró con pesadumbre—. Habría querido que fuera diferente, creo que aún sigo esperando que algo mejor suceda. Aun cuando hace mucho aprendí que, con él las cosas no son como lo espero o cómo deberían ser —añadió sin dejar de mirar su imagen en el espejo.

—Tal vez, si detienes esto…, le pides más tiempo a tu prometido. —Aquella palabra le erizó la piel—. Vivan el noviazgo, aunque sea unos meses, demuéstrale a tu padre que esto no es un simple capricho tuyo. Piénsalo, Katherine de ese modo podrían conocerse mejor, al menos acabar sintiendo afinidad o simpatía.

—Esto no es un capricho. Es el paso a mi independencia. Hasta hace unas horas esperé, Anna. Ya me cansé —se mostró inflexible—. No hay nada que digas que me haga cambiar de idea. Solo será el tiempo necesario y… —Anna la interrumpió.

—Y nada. Si sientes que no estás haciéndolo por las razones correcta, entonces no entiendo tu empecinamiento en continuar con este absurdo —agregó abogando a la razón de la muchacha.

—No veas esto como…, una decisión final de lo que quiero en mi vida, es solo un mecanismo que utilizaré para desligarme de mi padre. Dudo que le importe lo que haga con mi vida, no se opuso con demasiada resistencia.

––Y sabes de sobremanera lo que pienso al respecto, debes dejar de actuar por impulso y llevarte más por la razón. Sé que no ha sido fácil para ti, que la relación con tu padre en lugar de mejorar ha ido en deterioro, aun así…, no es él quien te obliga a tomar esta decisión, y no es motivo suficiente para que te cases con premura. Y casi que con cualquiera —acotó la nana con parsimonia.

—No lo hago porque él me obligue o no, tampoco sé si estoy cambiando un infierno por otro, Daniel no es tan mala persona y a pesar de todo ha sabido ser una especie de… amigo. Anna, sé que tienes razón, mas, no daré marcha atrás —dijo convencida de su decisión—. Papá no ha sido jamás mi padre.

—Eso no es indicador fehaciente de que él no te quiera. Si lo ves de otro modo, tú lo quieres y, sin embargo, tiendes a discrepar de sus decisiones cada tanto —le indicó la nana.

Katherine la miró a través del espejo con resignación y sin discernir con ella. En su interior se reprochaba la decisión tomada. Pero aún más humillante era reconocer que no tomó la decisión más inteligente y locuaz. Todo por culpa del tonto orgullo.

Si era verdad que no se sentía cómoda con su decisión, en ese instante cuestionaba más que nunca el amor de su padre.

—¿Si me quisiera no hubiera cambiado desde antes? Si me quisiera, estuviera aquí tratando de convencerme de que esto es un dislate y no tú como siempre. Él me odia, todavía no sé por qué no me abandonó, no entiendo como mi madre pudo enamorarse de alguien tan egoísta como él, te juro que a veces quisiera odiarlo.

«¿Peor aún cómo tú misma te estás haciendo esto?», se reprendió en la mente.

—No hables así. Es tu padre y a su manera te ama, Katherine —Anna reprendió su actitud.

—¡Oh! Sí, me olvidaba del gran amor que me profesa Guillermo “el justo” —mencionó con sarcasmo.

—Usar el sarcasmo no te exime de culpa por esta decisión tan desafortunada.

—Anna deberías darme aliciente, no echarle más leña al fuego —protestó ella.

—Si no te lo digo yo. ¿Entonces, quién?

Ella ignoró todo comentario de su nana e intentó ver los puntos a su favor.

—La verdad. Daniel no se ve tan mal, ¿cierto? —dijo tratando de no sentirse mal por lo que estaba a punto de hacer—. Tampoco es que sea un psicópata o asesino serial, es un mujeriego, ladino. Además, no estoy enamorada y, quien quita y terminemos siendo buenos amigos.

Anna la miró renuente. Le entregó un ramo de calas blancas y puras. Se veía hermosa y sintió deseos de llorar, hubiera querido verla casada por amor y no por rebeldía y en medio de un acto de orgullo.

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