Adiós

El viaje fue angustiante. Mientras el avión se acercaba a Caracas, Alejandra dormía en mi hombro. A pesar del cansancio y el trasnocho, no podía conciliar el sueño. ¡Era imposible dormir! En cuanto cerré los ojos, una pesadilla me asaltó: ella movía su mano en señal de despedida antes de abordar el Boeing-747. Al abrir los ojos, conté los kilómetros que faltaban para aterrizar. ¡Por dios, es una ridiculez! Nadie, sin conocimientos previos de navegación, puede predecir cuántos kilómetros faltan para llegar a un destino. «Decirle adiós al amor de tu vida, verla partir y regresar a casa lleno de incógnitas, es una pesadilla sin final. Las preguntas germinan el raciocinio, enferman la lógica y crean quimeras. Crees que hay respuestas, pero no, no las hay para un amor que reposa en un bergantín sin viento en medio del mar», reflexioné.

Cuando aterrizó el avión, iniciamos la procesión de desembarque. Cerca de la cinta transportadora, esperamos la maleta. Una vez que ella tuvo el equipaje, nos dirigimos al check-in de la aerolínea en la que viajaría a México. Luego de verificar el boleto, nos fuimos a sentar en una cafetería. Entonces pedí un café con leche y ella ordenó una Coca-Cola, su bebida favorita.

—¿Quieres comer algo? —pregunté.

—No —respondió.

Alejandra no había querido hablar desde que salimos del apartamento.

—Preciosa…

—Son tonterías mías, disculpa —dijo, circunspecta.

Ofrecí una sonrisa de consuelo. Ella, con rostro apocado, miró hacia la pantalla donde salían los horarios de vuelo.

—Es el tiempo más lento del mundo cuando va deprisa —comenté y volteó hacia mí—. Ricardo Arjona.

No opinó.

—Será una temporada, lejos —añadí.

—Una temporada con posibilidades de perderte… Las promesas también se rompen —objetó.

—Sí, lo sé —suspiré—, pero desde un principio fuiste directa, tuviste razón en el discurso de esta mañana.

—A veces quisiera no tener razón, Arcángel.

—Tengo esperanza de que volverás —mentí.

Ladeó la cabeza, me sonrió y me dio su mano. Con el dedo índice acaricié sus nudillos.

Fotografías fugaces pasaron por el proyector de mi mente. Recordé los paseos largos en la playa, nuestros besos bajo la lluvia en la plaza, los correteos en la avenida, abrazos en el cine… Una lágrima escapó, bajó por mi mejilla hasta impactar con la servilleta. Aquellos momentos de alegría se convirtieron en la reminiscencia de una extinta felicidad. De pronto apareció su cara iluminada por el ocaso, el soplo del viento removía sus cabellos y ella me veía con intensa ternura. Las aves se perdían en el horizonte. Entonces advertí que la gente del aeropuerto puerto al adentrarme en los recuerdos. Poco a poco me hundía en la soledad de una fantasía del ayer.

—El brillo de tus ojos —denotó Alejandra con la voz quebrada, sus labios se contorsionaron.

La voz de la operadora anunció el embarque del vuelo de Alejandra. ¡No soportaba la idea de tenerla lejos de mí! Me levanté, ella también y nos besamos en medio de la vista de los presentes. Las lágrimas corrían por nuestras mejillas e impactaban en la mesa. El café se enfriaba, su Coca-Cola perdía gas. De nuevo, como en aquel ocaso, volvimos a nuestro mundo, ese mundo que nace del amor y su núcleo es el corazón.

Tomé su mano, caminamos mientras se ralentizaba el espacio. Los rostros desconocidos pasaban a nuestro lado. Sonaban los cientos de pasos, pero solo oía el mío junto al de ella. Atisbé la doble puerta con el vidrio negro y nos detuvimos. «Es la línea final, ella se irá, no hay vuelta atrás». La abracé y de nuevo la operadora anunció el embarque.

—Debes dejarme ir —susurró Alejandra.

—Es difícil soltar la felicidad cuando te acostumbras a ella —repliqué entre sollozos.

—Arcángel. —Tomó mis cachetes—. Te amo.

El último beso selló la despedida. Mis dedos rozaron con los suyos, así que el tacto aún lo conservo en la memoria. Se detuvo en el umbral de la doble puerta, giró despacio y me vio. Tragué saliva, guardé las manos en los bolsillos de la chaqueta. Empezaba hacer frío. Me concentré para no temblar, pero al evocar una habitación sin ella, volvía a castañear como si los vientos del invierno hubieran llegado de improviso.

—Adiós, niño bonito —leí en sus labios.

La doble puerta se cerró, bajé la cabeza. Escribí un mensaje de texto en el teléfono, era un mensaje para ella. Suspiré y no podía creer que el tiempo avanzaba. Me acerqué a una tienda de recuerdos, pero no soporté verme reflejado en el cristal del escaparate. Apuré el paso hacia una tienda de víveres con unas cuantas mesas en el exterior para los clientes. Me senté en la silla de plástico, acodé el brazo en la mesa, no presté atención al menú ni me provocaba consumir algo en el local. Sin embargo, tuve que decantarme por una botella de agua mineral cuando una empleada me preguntó si iba a consumir un producto. El teléfono vibró en el bolsillo. Entonces lo saqué y leí la ventana emergente de notificación, era un mensaje de mi alumna María.

María Saavedra: ¡Hola! ¿Usted está en Margarita? Tengo horas en espera de su respuesta.

María estaba ansiosa por mostrarme su nuevo relato antes de postularlo al concurso nacional de cuento Julio Garmendia.

Arcángel: Buenas tardes, María. No estoy en Margarita. Disculpa la tardía respuesta, me ocupaba de un asunto personal. ✓✓

Respondió a los tres segundos. Imaginé que estaba atenta de mi contestación, con los ojos clavados en la pantalla.

María Saavedra: ¡Es una lástima! Perdone lo metiche, pero ¿se trata de la chica mexicana?

Arcángel: Hoy regresa a su país, la acompañé hasta el aeropuerto de Caracas. En estos momentos me encuentro sentado frente a una tienda de víveres. ✓✓

María Saavedra: ¡Oh! Debe sentirse mal, ya que ella es importante para usted. 

Por mucha confianza que tengamos, reservé mis sentimientos.

Arcángel: En la noche regreso, pero prefiero esperar una semana antes de iniciar la valoración del cuento, María. ✓✓

María Saavedra: Debo enviarlo el viernes y usted me prometió ayuda.

Era cierto, María se había esforzado en escribir el cuento con base en mis consejos. Además, es admiradora de mi trabajo y si rechazaba valorar su cuento sería una rotunda decepción para ella. En vista de la situación, acepté y respondí con un escueto: «Sí».

María Saavedra: ¡Ay, qué emoción! Prometo no molestarlo más nunca con mis estúpidas peticiones. Entiendo que atraviesa un momento duro pero este cuento también es de usted. Sin su supervisión y consejo no hubiera podido acabarlo.

Arcángel: No hagas promesas en vano. Te escribo en la noche. ✓✓

María Saavedra: ¿Está molesto conmigo?

Arcángel: No. Mañana ven a mi apartamento y hablamos sobre tu cuento. ✓✓

María Saavedra: Oiga debería mentir a mis padres y quedarme a dormir con usted. ¿No le agrada la idea?

Una adolescente de quince años en techo de un adulto no es una agradable idea. María había tenido aventuras sexuales con su novio universitario y solía salir de casa de sus padres con la excusa de ir a una lugar para trabajar en una exposición de la secundaria hasta el amanecer. No sé si los padres eran ingenuos, o descuidados, pero confiaban ciegamente en su hija. La excusa es ridícula mires por donde la mires.

Arcángel: Necesito soledad, María. ✓✓

María Saavedra: Entiendo, entiendo… Lo siento, de verdad, no piense mal de mí.

Arcángel: Eres mi alumna, no pienso mal de ti, pues te preocupas y lo agradezco, no sabes cuánto. Sin embargo, de veinticuatro a quince años hay un abismo de diferencia, ¿no crees? Podré tener buenas intenciones, dado al respeto que manifestamos, pero tengo límites. ✓✓

Tardó más de lo usual en responder. Abrí la botella de agua y sorbí hasta humedecer mi garganta. Fue un acto inconsciente para calmar la ansiedad.

María Saavedra: Nos vemos mañana, disculpe las molestias.

No respondí, asentí y guardé el teléfono en el bolsillo de la chaqueta. Recosté la espalda en la silla. «¿Faltarán minutos para el despegue?». Escribí un mensaje a Alejandra, pero no respondió. Tomé la botella de agua y enfilé mis pasos hacia cualquier sitio con el propósito de distraerme, pero las piernas vacilaban. Llegué hasta la gran pantalla donde se anunciaban los vuelos. Una sensación de asfixia me invadió y la vibración anunció su mensaje. Leí en el teléfono: «Te amo, Arcángel, gracias por la felicidad que me has dado. ¡Ha sido el mejor mes de toda mi vida! Quiero regresar y haré lo imposible por cumplir la promesa. Nos encontraremos en la playa como novios y no Como amigos. Frente al atardecer veremos brillar nuestro futuro. Siempre seré tuya».

Salí del aeropuerto y me dirigí a la reja donde se ve la pista de aterrizaje. Allí rompí a llorar: el avión despegaba. Mientras seguía con la vista el aparato, imaginé su mano en la ventanilla. Quizás observó un punto en lontananza. Apremié mis dedos, pero en lugar de escribir, leí otro mensaje de ella: «Sé que eres tú la persona en la reja». De inmediato respondí: «Te amo, Alejandra. Jamás te olvidaré y soñaré con volverte a ver». Todo se rompió como si un loco con un martillo quebrara un espejo. El avión dio la vuelta, cuando era casi imperceptible, y se adentró en la lejanía. Entonces me llegó su respuesta: «Regresaré niño bonito». No era un mensaje de texto, sino su voz.

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