La luz de tu amor
La luz de tu amor
Por: Ryztal Fernandez
Nuestro miedo

Sentados en la arena, admirábamos el ocaso. El sonido del mar calmaba mi alma, pero Alejandra con su voz, su dulce y tierna voz, desvanecía todos los males que me afligían. Me vio y en el pozo sin fondo de sus ojos percibí un leve destello de esperanza.

—Tenemos miedo, ¿sabes? —Agarró mi mano—. No quiero perderte, tú tampoco a mí. Sin embargo, la distancia es un cruel enemigo y el amor es un despiadado ilusionista.

Graznó una gaviota que surcaba el cielo despejado. Entrelacé mis dedos con los suyos, con el otro brazo ejercí fuerza en su vientre. No quería que se marchara. Ella regresaría a su hogar, a su tierra, a su nación. En consecuencia, miles de kilómetros nos volverían a separar y tendría que conformarme con el calor de una almohada y el cloroformo de la imaginación.

Escuchamos la canción del océano una vez más, sumidos en silencio. Ninguno quería decir o agregar algo. El sol se ocultaba a nuestras espaldas. Un islote se alcanzaba a ver en la distancia. Por breves minutos, que parecieron eternos, observé el islote. «Soledad, invades mi corazón antes de convertir los días en una condena», pensé. Como si leyera mi pensamiento, Alejandra reposó su cabeza en mi pecho.

—No es una despedida, Arcángel —susurró. Mi nombre expelido por las cuerdas benditas de su garganta me hacía sonrojar. Solo ella tenía ese don—. Estamos unidos por un vínculo.

—¿Recuerdas cuando me escribiste por primera vez? —Guardó silencio, le gustaba escucharme—. Cuando miré tu foto de perfil no podía creer que una chica tan guapa me escribiera.

—Dices estupideces, no soy como me ves, hay mejores chicas que yo —replicó, atisbé una pequeña sonrisa.

Con el dedo índice, levanté su mentón.

—De mis estupideces te enamoraste —sentencié.

Ahorramos palabras almacenadas en el corazón para expresarlas con el lenguaje de los besos. Mi lengua jugaba con la suya, el tacto de su piel suave era memorizado por mis dedos. Sus brazos rodearon mi cuello. Me adentré en el fuego de la pasión. Olvidamos el futuro y nos encapsulamos en el presente.

Cuando finalizó el beso, conectamos nuestros espejos del alma. Ella se reflejaba en mis lágrimas y yo en las suyas.

—¿Cuánto tiempo tendré que soportar tu ausencia? —Removí un mechón de su cabello negro que estaba pegado en la frente.

—No lo sé, porque ni tú ni yo sabemos cómo cambiará esto.

—¿A qué te refieres? —pregunté.

Ella suspiró.

—Nos tratamos como novios, parecemos novios, hacemos cosas de novios… ¡Vaya, ni por asomo dirían que somos amigos! —No me reí, seguí callado—. Pero, al final, eso somos: amigos. Tener una relación, ahora, sería como estar en un barco sin rumbo. Yo me iré, tú te quedas, cada uno regresa a sus nefastas realidades. Y la realidad más dura que debemos afrontar es esta, ¿entiendes?

Cerré los ojos y me dejé llevar por los segundos del presente. Es cierto, no éramos nada simbólico. Existía un compromiso afectivo, pero no era real. De manera que podía entregarme a cualquiera y ella también. Por más que nos pertenezcan los corazones del uno y del otro, no había límites. Deseaba establecer una línea en la frontera, porque ella era mía y yo de ella. Sin embargo, no podía, la m*****a distancia acabaría con la línea y, tarde o temprano, uno de los dos traspasaría lo que antes fue una frontera.

—Te amo, ¿vale? —dije al abrir los ojos y encontrarme con sus ojos—. Lo sabes muy bien, incluso mejor que yo. No me canso de demostrarlo. Parte de amar es aceptar la felicidad de la otra persona. Aceptarlo conlleva entender que no puedo hacerte feliz toda la vida. —Tragué saliva, tenía la garganta seca.

Quería tenerla a mi lado y no verla en brazos de un hombre que no sea yo. Alejandra, callada, acariciaba mi mano. El cielo se teñía de violeta y el mar oscurecía.

—El amor es libertad, no puedo aferrarte ni yo aferrarme —proseguí—. Mañana regresas a México y una pantalla nos dividirá por la noche. Será como despertar de un sueño.

—Mi niño bonito —dijo con firmeza y me miró—. Nadie me hará tan feliz como tú, pero no quiero aferrarme a esa idea. Si un día no nos vemos más por causas del destino, tendré que dejar ir tu recuerdo. —Tomó mis cachetes y me acercó a sus labios—. Pero eso es mentira, no me creas, jamás te dejaré ir a menos que tú desees irte.

—No quiero irme —añadí y la abracé sin dejar de estar cerca de sus labios.

—Una pantalla nos dividirá, la distancia nos alejará, pero nunca este amor cambiará —aseguró y esbozó una tenue sonrisa.

—Aprendiste a rimar, preciosa —comenté, atónito.

—¿Por qué te sorprendes? Soy la chica de un escritor, ¿no? De tanto leer los poemas que me dedicas, es normal que se escape una rima de mi corazón.

La besé con fruición mientras caía el manto nocturno y las estrellas aparecían. Cada instante fortalecía el vínculo.

***

El vínculo nació un apacible mes de enero, cuando apenas era un escritor desconocido, tan desconocido como el futuro que me deparaba en aquel entonces. Plasmaba relatos en Word y luego los publicaba en W*****d. Gracias a las pequeñas lecturas, conocí personas maravillosas. Aunque no cosechaba grandes números de lecturas, eran suficientes para motivarme. Sin embargo, mi ego reclamaba con urgencia que incrementaran las visitas, de modo que realicé un vídeo promocional. El vídeo, en sí, fue un éxito, pero el verdadero logro fue conocer a Alejandra. A partir de un simple «Hola», mi mundo cambió.

Nos conocimos mediante F******k. Conversábamos a menudo. Preguntaba sobre sus gustos, ella sobre los míos; luego cambiábamos de tema y discutíamos cualquier tontería que fuera importante para nosotros. Éramos amigos a distancia.

La intimidad se forjó con la confianza y los meses. Además, ocurrieron tristes acontecimientos que nos unieron aún más: ella perdió a su mejor amiga y yo sufría una severa depresión. Mientras nos hundíamos en el abismo, llorábamos abrazados en nuestros sueños. Ninguno se permitía estar solo. Con cicatrices de la niñez y heridas de la adolescencia, nos entendíamos, pues hablábamos el idioma del dolor.

Cuando abría los ojos en la fría alcoba, después de estallar en sollozos, veía su rostro en la videollamada. Ella, al despertar, tenía un mensaje de buenos días (me esmeraba para hacerla feliz de cualquier modo) el cual era un motivo para sonreír. Poco a poco, gracias a los mínimos detalles, la amistad transcendía a un género desconocido de relación humana. No teníamos noción sobre ese sentimiento llamado amor. De pronto yo salía con una chica y sin razón aparente ella manifestaba celos. Yo ardía de envidia cuando ella platicaba de sus citas. Anhelábamos estar juntos, en secreto, sin expresarlo. Los amores efímeros eran un reemplazo a la ausencia del verdadero amor. ¡Qué ingenuo fue creer que la amistad continuaría indefinidamente!

Los primeros síntomas de la enfermedad del enamoramiento surgieron de improviso. El amor es un soldado que dispara sin avisar, no da señales, tampoco se siente. Es como un francotirador que apunta al corazón de un comandante enemigo. Una noche, después de dos amargos desamores, di el paso de confesar lo que me carcomía. Entonces, ella correspondió mi amor, pero la distancia era el principal obstáculo. Dado a las circunstancias que impedían la cercanía, decidimos establecer una relación libre, aún con las consecuencias que eso supondría para el corazón. Sin embargo, no nos importaba. Nadie mejor que ella llegaría a mi vida.

Así conocí el motivo de mi existencia, por una red social y un vídeo promocional. Cuando caminaba y me invadía la melancolía, me bastaba saber que, al llegar al apartamento, ella me esperaba al otro lado de la pantalla. Hacíamos videollamada todas las noches hasta el amanecer. Al salir los rayos solares detrás de los edificios, presenciaba el alba y me despedía de ella. En cuestión de una semana me convertí en un mapache, dado a las ojeras, pero eso me importaba un comino. Me levantaba después del mediodía, pero eso no impedía que escribiera mis novelas. La inspiración fluía como un río y mis dedos, al escribir, parecían tocar un piano.

Dos años transcurrieron, cumplí veinticuatro años y ella veintiuno. Arribó a Venezuela, después de ahorrar tanto dinero como pudo, un sereno mes de julio. Dado a las buenas ventas de mis novelas en una editorial digital de Singapur, obtuve el dinero necesario para esperarla en el aeropuerto de Maiquetía y luego acompañarla al estado Nueva Esparta. Hicimos un viaje en avión a la isla Margarita. Cuando la vi a mi lado, me di cuenta que regresaba a casa con el amor de mi vida; con la pieza restante del rompecabezas de mi ser.

Un mes después de su llegada al país, debía irse porque las vacaciones de la Universidad iban a finalizar. Un día antes de su partida, la invité a la playa a ver el atardecer.

***

Era de noche y había terminado de hacer el amor con Alejandra. Dormíamos en mi apartamento. Me acosté en su pecho, respiraba como un niño pequeño. Temía al mañana, no quería que amaneciera. Hubiera querido paralizar el reloj y estar acostado entre sus senos, desnudo, sin nada que ocultar, para siempre. Pero ella al día siguiente debía regresar a México. Me dolía, me entristecía. ¡Cómo lastima no poder hacer algo cuando el destino está en tu contra! Cerré los ojos, pero no dormí. Me despertaba cada dos horas y la veía en el lado derecho de la cama, necesitaba asegurarme que seguía allí y no se había ido. Era un martirio ver la hora y saber que el tiempo inclemente seguía su marcha.

Cuando amaneció, eran las cinco, debíamos estar en el aeropuerto a las diez de la mañana.

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