Capítulo 3. Recuerdos.

La lluvia caía y golpeaba contra las ventanas de cristal opaco. En un puro nervio, mordía mi labio inferior y rebotaba uno de mis pies contra el suelo. La espera me estaba matando y solo habían pasado, según mi reloj, unos dos minutos de los cinco que deben esperarse.

—Diosito, que sea negativo, por favor —ruego, porque en estos momentos no estamos en condiciones de mantener un embarazo y menos, todo lo que conlleva un bebé.

Cae un relámpago y la luz, más el potente trueno que se escucha al instante, me hacen brincar del susto. Doy vueltas en el lugar, con mis brazos cruzados a la altura del pecho, pidiendo una y otra vez que mi atraso solo sea por el estrés de todos estos meses pasados.

Vuelvo a mirar mi reloj y ya dieron cinco, con el corazón a tope en mi garganta, ahora dudo para ir hasta el baño y ver de una vez el resultado. Muerdo el interior de mi mejilla y retuerzo mis dedos entrelazados, trato de infundirme fuerzas, pero no es tan sencillo.

Tomo una respiración profunda y voy hasta el baño. Abro la puerta y al acercarme al pequeño vaso que contiene mi orina, cierro los ojos. Tanteo con mis dedos y con cuidado, tomo la prueba con una mano.

Suspiro, antes de abrir los ojos. Y cuando lo hago, mis ojos se empañan y no puedo ver. Caen dos gruesas lágrimas y a esas, le siguen otras. Mientras observo fijamente el delgado cartón que señala dos rayas; dos rayas color rosa oscuro, bien definidas.

Caigo de rodillas en el baño y mi barbilla toca mi pecho. Lloro. Porque esto no estaba planeado y no es para nada el mejor momento. Porque a duras penas podemos mantenernos nosotros mismos, cómo podríamos ocupar la responsabilidad de alguien más. Porque prácticamente dependemos de lo poco que gano y sé, que en cuanto se sepa que estoy embarazada, me despedirán. Fue un requisito que acepté cuando firmé el contrato; en ese momento estaba desesperada por conseguir un trabajo y no esperaba para nada esta novedad.

—¿Amaia? —escucho la voz de Ernesto, cuando abre la puerta de nuestro pequeño cuarto.

Mi llanto se profundiza y él llega asustado a mis pies. Levanto mi cabeza para verlo a los ojos y en los suyos, se refleja mi sufrimiento, aunque no sepa qué me sucede. Siempre ha sido así, tan compenetrados, sintiendo en nuestra piel lo que siente el otro.

—¿Qué pasa, amor? Dime, por favor. —Su voz es una petición dolorosa, preocupada. Ahueca mi rostro con sus dos manos y me mira a los ojos, antes de agregar—: Lo que sea que te sucede, podemos superarlo.

La esperanza en sus ojos azules, tan hermosos y expresivos, me llena de luz por unos instantes. Confío. Confío en él y sus palabras. Le dedico una sonrisa dulce, aunque son pocas las ganas que tengo de hacerlo. Pero Ernesto es mi amor, es mi amigo; juntos podemos superar todo.

Abro mis manos, que cubrían la prueba, y miro hacia abajo. Él me sigue.

Y cuando ve la prueba entre mis dedos, se queda sin respiración.

—Dime que eso no dio positivo, por favor —pide, levantándose y señalando el objeto.

Yo cierro los ojos y suspiro; asiento. No necesito verlo para imaginar su expresión, ni sus gestos. Sé que ahora pasa sus dos manos por su cabello, desesperado; y que sus orejas están rojas de indignación. Luego una mano en su cadera y la otra en su frente; para caminar sin parar en el espacio reducido.

—Amaia, por los pelos podemos mantenernos nosotros, ¿cómo se supone que haremos ahora? —pregunta, en medio de su agobio—. Pensé que te estaba cuidando.

No son sus palabras, es el tono, lo que me hace levantar la cabeza e incorporarme. Como si esto fuera solo culpa mía. Cuadro los hombros y decido defenderme. Sé que hay motivos para estar molestos, preocupados con lo que viene, pero no es momento de repartir culpas.

—Los niños no se hacen solos, Ernesto.

Al escuchar la frialdad en mi voz, se voltea a verme. Por un momento, logro ver a ese joven muchacho que, entre sus objetivos de vida, considera ser padre. Al igual que yo.

Lo conozco y veo en su expresión corporal que quiere refutar mi afirmación, porque no considera que haya sido un error de su parte; pero se aguanta. Sabe el carácter que ambos nos llevamos y no es el momento para iniciar una discusión; es tiempo de enfocarnos en lo que vendrá y no en lo que ya no tiene solución.

—Mejor…—considera responderme; yo entrecierro los ojos, para que piense mejor lo que dirá. Abre la boca y vuelve a cerrarla, se da la vuelta y suspira—. Mejor me voy, vuelvo en un rato.

Camina hasta la puerta y yo no lo detengo. Tengo claro que hay muchas cosas que deben ser reflexionadas y la tensión del momento, no permitirá que la conversación termine en buenos término. Pero me duele su reacción, no puedo esconderlo.

No es la mejor noticia, menos, la más esperada; pero podríamos por un momento, imaginar juntos lo que sería tener un bebé. Un niño o niña que sea el fruto de nuestro amor; de la inmediata atracción que sentimos el uno por el otro, desde la primera vez que nos vimos.

Esa noche, Ernesto no durmió en nuestra pequeña habitación. Llegó de madrugada apestando a alcohol, para caer en la cama vestido con su ropa sucia del día e intentar abrazarme. Por un momento pensé que estaría borracho perdido, odiaba cuando se ponía así; pero me sorprendió su voz clara y rasposa, cuando al oído me dijo algo que no esperaba.

—Serás una excelente madre. De eso no tengo dudas.

En ningún momento habló sobre él, ni de las expectativas que tenía con esta noticia; ni siquiera de un sueño hipotético en que pudiéramos darle todo a esa hija que crecía en mi vientre. Nada. Y eso me hizo pensar, pero luego lo deseché. Él también sería un excelente padre. No tenía dudas.

Hasta que fue todo lo contrario.

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