Capítulo 2. Muy raro

—La fiesta es en casa de Mary, sus padres no están e invitó a casi todo el pueblo. Sabes que su casa da a la playa, por lo que decidió hacer una fogata en la arena y así no tener que recoger toda la basura el día después. Muy inteligente, ¿no crees? Además, motivo de sobra para estar todos junticos alrededor del fuego con este frío que hace —comenta Andrea, dándome los detalles de la fiesta.

—¿Te refieres a Mary, la ex de tu hermano? —pregunto, con extrañeza.

—Pues sí, ellos lo dejaron, pero yo hice buenas relaciones con ella. La verdad me caía bien como cuñada, no es otra rubia tonta de las tantas que mi hermano trae a la casa. Así que, me invitó, pero como ya te dije, invitó a medio pueblo —responde Andie, animadamente.

Estoy cansada, pero eso no es problema para mí cuando hay una fiesta pendiente. Le pregunto a Andrea a qué hora comienza y, entonces, planificamos arreglarnos temprano, pero sin intención de inaugurar la actividad. Dicen por ahí que las reinas nunca llegan tarde y aunque es un poco egocéntrica esta afirmación, lo cierto es que nunca me ha gustado ser la primera en llegar, prefiero entrar cuando ya están todos. Seguimos conversando de temas sin importancia, poniéndome al corriente de los chismes más importantes, cuando nos da hambre y decidimos bajar a comer.

Llego al comedor y me siento famélica, no he comido nada en todo el día. Mientras me preparo un sándwich, pienso cómo me voy a vestir, tengo algunas prendas nuevas para estrenar que seguro a Andie le encantarán. De tanto pensar, no siento cuando Leo entra en la cocina y doy un brinco cuando me habla al oído.

—¡Ay, Leo! No empieces, me va a dar algo como sigas con tanto sigilo —grito y me pongo una mano en el corazón.

—¡Bah! No seas dramática, fue un sustito de nada. Nada comparado con la sorpresa que te espera —repite sus palabras de antes y el misterio en su voz es frustrante.

Cuando voy a preguntarle qué quiere decir, entran mi tía y mi abuela a la cocina, conversando de alguien que no alcanzo a escuchar quién es.

—Pues sí, mami. Terminó la carrera y pretende abrir una consulta en el pueblo. Espero que todo le vaya bien. —Escucho que dice mi tía.

—¡Oh, Maddie, Andie! No sabía que estaban aquí. Justo las iba a llamar para que bajaran a comer algo —interrumpe la abuela a mi tía y no puedo enterarme, una vez más, de quién hablan.

Por un momento pienso que lo hacen adrede, pero luego me digo que son imaginaciones mías, que nadie está conspirando en mi contra, pero el tema con Leo me pone de los nervios. Me río sola por la dirección que están tomando mis pensamientos.

—Maddie y yo vamos a la fiesta de Mary, Leo —menciona Andrea, para molestar a su hermano.

—¿Sí? Que bien. Yo también. Ahí nos vemos, entonces —exclama, un poco más emocionado de lo común en él, que sería cero emociones. Y se va, otra vez silbando y con las manos dentro de los bolsillos de los jeans.

Me resulta muy raro el comportamiento de Leo, siempre es muy sobreprotector con nosotras y hoy ni se ha inmutado. Me quedo viendo por dónde salió y pienso en qué será lo que tiene preparado esta vez. Además, no puedo evitar observar las reacciones de mi tía y la abuela, que intentan ocultar sus sonrisas. Frunzo el ceño, pero no digo nada.

Recuerdo lo que me dijo antes y me preocupo, creo que Leo está planeando algo que no me va a gustar. Y pues, eso no funciona así, porque la que le hace la vida un infierno a él soy yo. Al menos, sucede así desde que tengo once años. Excepto cuando tengo cerca a cierta persona non grata para mí y sucede mucho más a menudo de lo que yo quisiera. En esas ocasiones, me vuelvo una Maddie con baja autoestima y con un carácter poco habitual en mí.

De pronto, recuerdo los ojos grises de mi sueño y un escalofrío me recorre.

—Dios mío, ¡no! —ahogo un grito de estupor.

Ya recuerdo a quién pertenecen esos ojos tan extraños que pude ver antes de quedarme dormida hace un rato, pero no es posible, no puede pasarme esto otra vez. Esos ojos en mis sueños no pueden ser un augurio de mi futuro más cercano. El karma no puede ser tan jodido. No puede ser él, no otra vez.

Tan metida como estoy en mis pensamientos turbulentos, no me doy cuenta que tres pares de ojos igual de verdes me miran confusos; mi reacción ha llamado la atención de todos. Murmuro algo parecido a una disculpa y corro hacia mi habitación. En la soledad de mi cuarto me permito flaquear, abrirme a las emociones que se acumulan en mi pecho. Mis nervios se crispan; es frustrante aceptar lo que aún me provoca su recuerdo. Pensé que después del tiempo que ha pasado y las condiciones tan extremas en las que nos despedimos, no reaccionaría cómo lo estoy haciendo, pero una vez más, confirmo lo equivocada que estoy. El corazón se salta varios latidos cuando enumero las posibilidades de que mis pensamientos vayan bien encausados. Si finalmente estoy en lo correcto y él es el motivo por el que todos actúan tan raro, mis vacaciones acaban de volverse un infierno.

Cometer un error y luego repetirlo, ¿se considera como una falta aguda de sentido común? Porque no existe otra explicación para mis metidas de pata. Y no solo una, sino dos veces. Con la misma persona. Con el mismo resultado. Una promesa incumplida. Un corazón roto. Dos veces de creer en falsas promesas, en palabras endulzantes que muy en lo profundo están vacías de significado. O quizás yo, lo he creído así y siempre ha estado muy claro. Tal vez yo sea la ingenua, la soñadora o la imbécil.

«Que fácil fue tenerte entre mis brazos otra vez» Esa voz. Esa frase. Ese recuerdo que me persigue. Los recuerdos son tan nítidos en mi mente que lo siento más que lo escucho. El movimiento de sus labios, la cadencia de su voz, su aliento pegado a mi oreja, el tacto caliente de sus dedos contra mi piel.

Luego yo. Mi felicidad, mi tranquilidad, mis expectativas. Dolor. Decepción. Tristeza. Nuestros recuerdos son mis eternos fantasmas. Cuando logré convencerme a mí misma de regresar a este lugar, fue con la cruda convicción de dejar todo atrás; de olvidar todo aquello que tanto daño me hizo y pasar página. En esos momentos mi seguridad estaba en su nivel habitual y me veía capaz de afrontar las consecuencias de mis errores; no de huir como lo hice la última vez. Con la cabeza baja, con una maleta llena con los pedacitos de mi corazón y un cartel inmenso sobre mi cabeza que decía: Se acabó.

Esperaba ser fuerte esta vez y, aun cuando no lo he visto ni oído de él, su recuerdo es suficiente para echar abajo todas esas convicciones. Todos fueron testigos de mi dolor. Si bien no por conocimiento, sí por asociación. Mi ausencia, después de catorce años ininterrumpidos, fue notable y bastante obvia. Me duele aún mi muestra de debilidad, pero necesitaba curar mis heridas, necesitaba recuperar mi fuerza. Aunque hubiera sido a costa de lastimar a los míos.

Una promesa fue hecha. O debería decir: otra. De tantas. Y está a punto de romperse nuevamente.

Tanto pensar me ha provocado un horrible dolor de cabeza y, me temo, que será el primero de muchos. Porque si la realidad que se me viene encima, es la réplica de mi anterior visita a este lugar, no terminará nada bien.

«¡Lo prometiste! Cumple tu promesa al menos una vez en la vida», susurro, por lo bajo. Cierro los ojos como si estuviera pidiendo un deseo.

No los vuelvo a abrir. Decido quedarme así un rato, mientras intento dejar de darle vueltas a todo. Por ahora, que todavía todo está bien, es mejor olvidar que mi extraño chico de ojos grises, existe; todavía no hay necesidad de martirizar mi existencia. Me entrego a la tranquilidad de mi habitación y me quedo dormida y, por más que trato de evitarlo, no puedo dejar de invocar mis mejores recuerdos.

Hace cinco años, cuando recién comenzaba a entender las realidades de la vida, le confié mis sueños, mis miedos, todo de mí, a un extraño de ojos grises. Hace cinco jodidos años, dejé de ser la niña soñadora que deseaba amar con todas sus fuerzas. Hace cinco putos años, conocí al mayor sinvergüenza de todos.

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