La Venganza de Sofía
La Venganza de Sofía
Por: Maigualida Villalobos
Capítulo 1

"¡Marina, por favor no te vayas! ¡Abre los ojos, por favor! ¡No me dejes sola! —Sofía sacudía a su pequeña hermana, pero ella no respondía, sentía su cuerpo tan frío, tan inerte. Angustiada corrió al pasillo y gritó hasta más no poder— ¡Doctor! ¡Doctor! ¡Que Alguien me ayude! ¿Por qué nadie me escucha?—vio en todas direcciones y el hospital parecía desierto, corrió hacia la recepción de las enfermeras, pero su cuerpo parecía pesado, al llegar no había nadie— ¿Dónde están todos?— decidió regresar con Marina, pero al llegar su cama estaba vacía— ¿Marina? ¿Quién movió su cuerpo? ¡Marina! ¡MARINAAAAA!"

Sofía se despertó llorando y se sentó bruscamente, mirando a todos lados, sudorosa y respirando con dificultad. Al reconocer su habitación, se sintió aliviada.

"¡Otra vez esa m*****a pesadilla!

Daniela bajó los pies de la cama y vio la hora, eran las cinco de mañana, aún era muy temprano. Se dirigió al baño y se lavó la cara mirándose en el espejo y le habló a su reflejo.

—Te lo juro Marina, nada ni nadie me va a detener, él va a pagar por cada lágrima que derramaste.

Sofía había ideado un plan para in filtrarse en las empresas Rivas, pero ni su apariencia, ni su empleo, ni su rutina tenían nada que ver con el mundo empresarial. Así que decidió transformarse física y mentalmente en una eficiente y perfecta secretaria. Y al fin había llegado el ansiado día. De ahora en adelante todo iría bien. Sofía caminó con paso decidido hacia un edificio construido con piedra. Pero no tenía tiempo para admirar el esplendor de la arquitectura. Su atención se concentraba en el plan que había ideado. Debía convencer a Vicente Rivas, de la Multinacional empresas Rivas, de que ella era la persona que necesitaba. La señorita Carmen Romero, su secretaria y asistente personal, después de prestar un íntegro servicio durante años, está a punto de jubilarse. Sin duda, resultaría difícil de reemplazar. Pero Sofía se había tomado la molestia de aprender de toda la información que había obtenido a través de María, mecanógrafa de la empresa, todo lo relacionado con la señorita Romero; qué hacía, cómo lo hacía y qué se suponía que debía saber la persona que un día la sustituyera. Para lograrlo había hecho sacrificios ya que su apariencia, ni su empleo, ni su rutina tenían nada que ver con el mundo empresarial. Así que decidió transformarse física y mentalmente en una eficiente y perfecta secretaria.

Las oficinas de las empresas Rivas reflejaban prosperidad. La fachada del edificio tenía una elegancia clásica que contrastaba con el diseño moderno de las grandes puertas giratorias de cristal oscuro, en las que se reflejó su figura. Al observarse, recobró la tranquilidad. Desde la cabeza hasta los pies, presentaba la imagen de una secretaria eficiente. Se vistió con una falda negra ajustada hasta la rodilla, una blusa blanca manga corta y una pañoleta negra anudada al cuello. Se había asegurado, con mucho cuidado, de que su apariencia fuera la adecuada para el puesto. Por supuesto, no había intentado imitar a la señorita Romero, pues pasaba de los cincuenta años, pero sí trató de presentar la imagen de una mujer eficiente, entre los veinticinco y los treinta y cinco años, como decía el anuncio del periódico.

Sofía tomó aire y empujó una de las pesadas puertas.

—Pase adelante, por favor —dijo el guardia de la recepción al entregarle un gafete de plástico con la letra V, indicando su condición de visitante de la empresa. Había dos chicas muy atractivas se encontraban detrás del escritorio de la recepción. Sofía dio su nombre y el motivo de su visita y se sentó a esperar. Cinco minutos después, una de las recepcionistas anunció su nombre.

—Sofía Espinoza —llamaron. Volteó y ahí estaba una chica en camisa de vestir blanca, falda y saco negro. Sofía levantó la mano, ella le hizo un ademán para que fuera hacia ella. Los muros estaban pintados de blanco perla y los cubículos eran de divisiones altas, con marcos grises alrededor del material como de alfombra color gris oscuro. El ambiente se escuchaba bastante alegre, evidente por las risas y las conversaciones animadas que alcanzaba a escuchar al pasar por los pasillos. Llegaron en ascensor hasta el segundo piso y allí, la empleada guio a Sofía hasta la puerta al extremo de las oficinas, la abrió y le pidió que pasara. Sofía vio de reojo la placa en la puerta: Amelia Sarmiento, Gerente de Negocios. Si de por sí estaba nerviosa ahora lo estaba más.

 “¿La posición de secretaria, sería para el Gerente de Negocios?”

 Al pasar dentro de la oficina vio a una mujer de pie hablando por teléfono detrás de un enorme escritorio de madera oscura con una laptop encima. Era muy joven, y parecía una modelo de pasarelas luciendo un traje de negocios hecho a la medida. Su saco y pantalones le quedaban perfectos, resaltando una figura de proporciones perfectas que solo había visto a estrellas de televisión. Era alta, su melena oscura suelta, larga y lisa, labios rojos y carnosos, unos ojos en forma de almendra oscuros, casi negros, despedía sensualidad en enormes cantidades.

Sofía caminó hacia las sillas frente al escritorio.

—Tome asiento —le susurró sin volverse a verla mientras se sentaba.

 Y cuando volteó a verla, miró primero sus piernas, y luego la examinó despacio de abajo hacia arriba, fijando su atención en sus ojos.

—Buenos días —saludó, nerviosa.

—Buenos días, soy Amelia Sarmiento —dijo—. Tú eres Sofía Espinoza, ¿correcto?

—Así es —le dijo.

Ella miró hacia una torre de hojas a su lado derecho y tomó las primeras de hasta arriba. La miró de reojo antes de darle un vistazo.

“Tranquila, Sofía, tu puedes con esto, ser secretaria de una mujer tan imponente como Amelia Sarmiento será un reto, lo único que importa es estar dentro”.

La señorita Sarmiento dejó las hojas en el escritorio y se recargó en su silla sin quitar la mirada de sus ojos. Pero Sofía se mantuvo firme.

—¿Nerviosa? —preguntó mirandola fijamente.

—Un poco, sí —dijo con una sonrisa.

—Bien —dijo, ampliando su mueca—. Eso quiere decir que quieres el trabajo.

—Sí, mucho, señorita Sarmiento.

Giró un poco en su silla sin quitarle la mirada de encima, analizando cada expresión en su rostro.

— Leí en tu currículum que todavía estás trabajando en Construcciones Puerto Cabello.

—Sí.

—¿Puedo saber por qué buscas otro trabajo? —bajó la cabeza, pero no despegó su mirada de sus ojos— ¿No estás feliz con tu trabajo actual?

—No es que no esté contenta — No lo estaba, pero uno de los consejos que más había escuchado Sofía, es que en una entrevista de trabajo, nunca se debe hablar mal de los jefes, actuales o anteriores—. Pero necesito ganar un poco más de dinero.

—¿Está casada?

—De momento no.

—¿Puedo preguntar por qué?

 —Estoy… —se esforzó por elegir las palabras que diría— En un lugar de mi vida ahora en que considero que una pareja es un lujo que no puedo darme.

Amelia apretó los labios y entrecerró los ojos.

—Tienes tus prioridades fijas, y la honestidad es algo que valoro mucho en una persona.

Sofía Sonrío.

—Si le hablara a tus actuales y pasados jefes inmediatos, ¿Cómo te describirían?

Respiró profundo.

—Que soy muy trabajadora, muy puntual, que aprendo muy rápido, siempre estoy y he estado, dispuesta a dar ese extra necesario para hacer un buen trabajo.

 “¡Más vale que los desgraciados digan eso!, Después de todo lo que he hecho por ellos!”

Amelia alzó las cejas y asintió.

 —¿Y por qué debería contratarte a ti y no a la siguiente candidata que entreviste?

Sofía apretó los dientes y se inclinó hacia enfrente mientras se aferraba fuerte a su bolso.

—Bueno… estoy comprometida al cien por ciento a cualquier tarea que usted crea necesaria con tal de ayudar a la compañía a ser la mejor, y por ello pondré todo de mi parte en demostrarle que…

—Estoy convencida de que será una estupenda trabajadora —la interrumpió y el corazón de Sofía se aceleró de la emoción—. Pero usted no en esta calificada para el puesto…

Su mundo se derrumbó por dentro al escuchar esas palabras cuando la misma chica que la había escoltado a su oficina abrió la puerta de golpe. Amelia la miró con furia.

—Más vale que sea bueno, Sara —amenazó—. Sabes que

detesto que…

—Lo sé, señorita Sarmiento—dijo, luego tragó saliva—. Pero él está aquí.

Se miraron a los ojos un instante, comunicándose con la mirada. Ella se levantó, y el semblante le cambió. Pasó de mirarse fría e imponente, a dibujar una sonrisa alegre con un brillo en sus ojos.

“¿Quién?” —pensó Sofía.

Amelia casi corrió hacia la chica mientras Sofía se quedaba sentada.  Amelia se echó su cabello detrás de sus hombros y ajustó su vestimenta, en particular alrededor de sus pechos, antes de ponerse bajo el umbral de su oficina. Respiró profundo y dibujó una sonrisa enorme.

—¡Vicente! —exclamó, levantando sus brazos en saludo y haciéndose a un lado para permitirle entrar a Vicente Rivas. El presidente de la compañía era más alto que Amelia, con todo y que ella traía tacones. Su rostro bronceado era la mismísima definición de masculinidad. Sus hombros gruesos podían cargar el peso de todo el mundo en ellos, lucía extraordinario con ese traje negro que vestía.

Entró a la oficina de Amelia con la confianza esperada de un hombre que dirigía una empresa prestigiosa.

—Amelia, buenos días —dijo alzando el mentón y mirándola a los ojos.

—Buenos días, Vicente —dijo Amelia con un tono seductor. Estrechó su mano y luego le dio un beso en la mejilla al mismo tiempo que le frotaba con poca sutileza sus atributos—. No te esperaba hasta mañana.

—La junta que tenía se pospuso—dijo el señor Rivas, soltando la mano de Amelia y dando la vuelta, mirando los cuadros y pinturas de su oficina—. Mañana nos comunicaremos con su oficina para programar otra junta para la semana siguiente.

De súbito él volteó hacia Sofía, que seguía sentada en la silla frente al escritorio de Amelia, impresionada por el atractivo del señor Rivas. Cuando sus miradas se cruzaron, su corazón aceleró su palpitar al punto en que pudo haber roto sus costillas y salido disparado de su pecho.

—¿Y usted es…? —preguntó el señor Rivas con su mirada intensa, fija en sus ojos.

—¿Yo? —exclamó con tono agudo y poniendo su mano en su pecho.

—No veo a nadie más —dijo apenas dibujando una sonrisa en sus labios, luego volteó hacia Amelia

—Es la secretaria que pedí que contrataras para mí, ¿Correcto?

“¡No puede ser!” —pensó, respirando profundo—. “¿El puesto es para ser su secretaria?”

—¿Qué? —pregunté, saliendo de mi trance— Ah, yo…

—Vicente, apenas iba a… —interrumpió Amelia.

—Necesitaré un café —dijo el señor Rivas, sacando del bolsillo de su saco un llavero pequeño y se lo entregó a Sofía—. Estas son las llaves de mi oficina. Confío que sabe dónde está.

—¿O sea que…? —dije luego de sentir el frío acero de las llaves, pero el señor Rivas ya había volteado y caminado hacia la puerta de la oficina.

—No tenemos todo el día, Amelia —dijo Vicente, deteniéndose en la puerta sin voltear a ver a su Gerente de negocios, luego le dio el paso a su acompañante que salió en cuanto el señor Rivas volteó a verla.

—¡Claro! —exclamó Amelia al seguirlo de cerca— Pero,

Vicente…

Sofía se quedó sentada mientras les escuchaba alejarse.

—¿Qué diablos acaba de pasar? —se preguntó a sí misma, mirando el llavero en mi mano.

Respiró profundo, y salió de la oficina. No sabía si estaba contratada o no, pero si eso era algún tipo de prueba estaba decidida a pasarla. Salió a paso rápido de la oficina de Amelia y encontró a la chica que la escoltó.

—Disculpa… ¿Sara? —pregunté.

—Sigues aquí —dijo sorprendida.

—¿Dónde está la oficina del señor Rivas? —levanté el llavero que traía.

—En el último piso.

—¡Gracias!

Caminó tan rápido como pude. Subió las escaleras hacia el cuarto piso, llegó a otra sección de cubículos y oficinas mucho más animados que el piso de abajo. Al pasarlas todas vio junto a una ventana gigantesca con un escritorio grande junto a una puerta. Se detuvo frente a ella, y leyó la placa negra con letras doradas que decían “Vicente Rivas, Presidente”.

Entró y no fue necesario encender la luz, pues el sol de la mañana entraba de golpe por las ventanas polarizadas. Vio el enorme escritorio de madera tallada a mano y cubierta de un barniz oscuro, y junto al calendario de oficina tenía una taza azul marino con una V.R. dorada.

Tomó la taza, dejó su bolso sobre el escritorio fuera de la oficina, y fui a un área de cocina que había visto.

—Con permiso —dije al entrar, pues no estaba sola la cocina. Una mujer mayor, delgada, de mirada, despierta que se saboreaba una rosquilla glaseada, se le quedó viendo mientras le daba una enjuagada a la taza.

—Buenos días —la tesitura de su voz era agradable, la saludó con una sonrisa simpática. Tenía una mirada alegre, con el cabello rubio dorado peinado hacia atrás en un moño.

Sofía Le sonrío.

—Buenos días —dijo al voltear y tomar unas toallitas para secar la taza y casi se le cae al piso, pero la sostuvo rápidamente.

— Tenga cuidado, jovencita, que esa es la taza favorita del jefe —dijo con tono jovial.

Sofía volteó a verla confundida, y la señora le dio otra mordida a su rosquilla.

— ¿Vicente Rivas?

—Nuestro competente jefe, es su taza favorita. ¿Usted es la nueva secretaria del Señor Rivas? La señorita Sarmiento estaba haciendo entrevistas hoy —dijo.

—Del señor Rivas, sí. Bueno, eso espero —dijo mientras llenaba la taza con café de la cafetera.

— Espere— tomó la taza y la vació en el fregadero.

—Nunca se le ocurra llevarle café de la cafetera —dijo mientras movía sus manos—. Él lo detesta, dice que sabe a calcetín viejo, aunque yo pienso que sabe bastante bien. Ahí arriba siempre encontrará café instantáneo. Use ese.

—¿Y de pura casualidad no sabrá cómo le gusta preparárselo?

—Por supuesto que lo sé —dijo, luego extendió su mano hacia ella—. ¡Qué mal educada soy!  Soy la señora Romero, la secretaria personal del señor Rivas.

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