La Presentación

Azael Sanna:

Acomodando los gemelos ajustados a mi camisa de seda, bajé las escaleras de mi casa con la tranquilidad de saber que como siempre, logré el efecto esperado al elegir este atuendo, además de tener la certeza de controlar todo lo que me rodea.

En la entrada de mi casa, tomé las llaves de mi automóvil, un Lamborghini Urus color negro, salí al exterior, cerrando la puerta detrás de mi espalda, siendo recibido por una oleada de aire frío típico de esta época del año que alborotó mi cabello. Pese a que recién culminaron las fiestas de navidad, aun se siente ese ambiente propio de las celebraciones.

Acomodé mi cabello, peinándolo con los dedos y activando el seguro abrí las puertas, para permitir el acceso de Samantha, mi acompañante de estos últimos meses. Aunque no tenemos una relación formal, ella me ha acompañado la mayor parte del tiempo que tengo viviendo en esta ciudad. Eventualmente vuela a Italia a ver a sus padres y por su trabajo, pero siempre termina regresando a mi encuentro.

No hemos hablado de llevar esta relación a un segundo plano, hacerla formal, pues bien, le he dejado en claro que el matrimonio, por los momentos, no está entre mis planes de vida.

Duramente aceptó estar conmigo bajo esas condiciones.

—Azael amor, ya vamos tarde —escuché a Samantha decirme.

—Vamos con tiempo —me limité a responderle solo esto y al mismo tiempo levantar la mano en señal de alto, para que no continuara hablando. Me aturde. De no ser tan bonita y creativa en esos escenarios donde el hombre se convierte en un animal, hace tiempo la hubiera desechado.

Soy de pocas palabras, prefiero actuar más que hablar, por lo que me molesta desgastarme en explicaciones, y menos que me hablen sin cesar. En los negocios soy directo, tres o cuatro palabras cuando mucho, y en mi vida personal me acostumbré a tomar lo que quiero sin muchas explicaciones.

Samantha para el tiempo que lleva saliendo conmigo parece no conocerme.

Salimos de casa dos horas antes para tomar un vuelo privado, pues mi lugar de residencia está ubicado en Botón, en la ciudad de Massachussets, y al ser uno de los promotores del homenaje a Leopoldo Leonte este año, debía estar en el salón de fiesta antes de que él arribara con su familia. Tengo poco tiempo trabajando con él. Recuerdo que nos hicimos socios un par de meses después de haberse celebrado el aniversario el año pasado, por lo que no conozco a toda su familia, solo a su esposa y a su hija Anna, con quien me ha tocado trabajar en varias oportunidades.

En silencio, manejé hasta el aeropuerto, donde nos esperaba el piloto de mi avión. Este es el recorrido que hago todos los días desde que me asenté apenas hace un año y unos cuantos meses en este país.

Tengo años haciendo negocios con Leopoldo, pero solo hasta mediados del año pasado fue que, reunidos en una comida en un restaurante en Italia, mi país de origen, fue que se nos ocurrió establecer una sociedad para inyectarle capital y agregado intelectual a su empresa.

Accedí porque me gusta invertir, acrecentar mi patrimonio, además de conocer otras tierras, y antes de su propuesta no había visitado Manhattan. Me parece una ciudad cautivadora pero no tanto como Boston donde decidí asentar mi residencia en North End, por sentirme más cerca de mi cultura, por no perder mi esencia.

Sentado a bordo del avión, observo a Samantha, quien pareció tranquila, como me gusta, lo cual me demostró que solo necesitaba un leve regaño para mantenerse en silencio.

Así hicimos el vuelo, sin emitir palabra alguna. Ella metida en la pantalla de su IPhone mientras yo iba tomándome un trago de whisky pensando en los pendientes que no pude resolver este día.

Afortunadamente el vuelo fue sin contratiempo, llegamos justo faltando media hora para comenzar la recepción, nos situaron en una mesa al lado de la que ocuparía Leopoldo y su familia.

Pese a mi negativa de hablar no pude evadir a los invitados quienes en su mayoría se volcaron a saludarme y pretender conversar de negocios, cuando para mí, no era el momento ni el lugar. Por lo que, pasando por grosero, a muchos me tocó hacerles ver lo que ellos parecían no apreciar.

Después de lograr quedarme solo con Samantha y otro socio y su familia en la mesa, distraído tomándome una copa de champagne, observé desde la distancia cuando Leopoldo ingresó al lugar del evento del brazo de su flamante esposa, la señora Aitana de Leonte, una mujer que derrocha elegancia y carácter bien distribuidos. Detrás de ellos reconocí a Anna y justo al lado de ella una chica que, por el parecido, supuse era su otra hermana, igual de exuberante, dos chicas que de solo mirarlas desbordan todos los malos pensamientos que a un hombre se le puedan ocurrir.

Admirado por ver tal parecido, mi mirada se embebió en ellas al punto de causar lo que presumo fueron celos en Samantha que tomándome levemente el rostro con una de sus delicadas manos, me obligó a desviar la atención hacia ella para darme un leve beso en los labios, lo cual me molestó. No me gusta esta clase de espectáculos en público. Soy de los que se caracteriza por ser discreto. Aunque soy posesivo con lo que estimo me pertenece, prefiero mantener mis relaciones al marguen del público curioso.

Para apartarla de mí, levanté una mano la coloqué en su hombro derecho, que llevaba desnudo por el vestido de tirantes que lleva puesto. Sutilmente se lo apreté dándole a entender que cesara en su atrevimiento y que estaba molesto por su osadía.

De manera disimulada se apartó y tomó su copa con evidente rabia contenida, dirigiéndome una mirada fulminante, que la verdad, poco me importó. Observé a mi alrededor de manera disimulada y me tomé el resto del champagne contenido en la copa. Le hice seña a uno de los camareros que se encontraba sirviendo en la mesa de Leopoldo Leonte, quien desde la distancia me saludó.

Luego de devolverle el saludo, mientras pasé la mirada por el resto del salón, observé que detrás del camarero al que le solicité la copa, se encontraba una chica con el color de piel más excitante que mis ojos hayan podido ver en mis años de vida, con unos ojos que a la distancia me parecieron avellanados y unos labios tentadores, gruesos, pero con líneas perfectamente delineadas que resaltaban lo fino de su rostro.

La chica sin disimuló poso sus ojos sobre los míos. Quedé impactado ante su mirada escudriñante, curiosa y a la vez perdida, parecía confundida, como si hurgara en su mente algo que no lograba descifrar. Ese leve contacto hizo a mi cuerpo reaccionar. En segundos, de manera inexplicable sentí que una ola de deseo me invadió.

El contacto no duró más del tiempo que yo hubiera querido mantenerlo. Anna llamó la atención de la chica, haciéndola desviar la mirada hacía ella. Sintiéndome incómodo, de manera disimulada me puse de pie para alejarme por un momento. Me excusé con Samantha y caminé a un costado de la mesa que ocupa Leopoldo, mirando al frente para no dejar que mis ojos se desviaran en la dirección de la chica que acaba de alterarme. Quise huir hasta la barra para pedir un trago de whisky, viendo muerta mis intenciones cuando a lo lejos, pese al ruido de la música de fondo y el barullo de las voces alrededor, escuché la voz del mismo Leopoldo.

—Azael venga —llamó mi atención.

Volteé en seguida para quedar de frente a él y de la mirada de las mujeres que ocupan su mesa.

—Acércate —me llamó nuevamente—, ven a conocer a mis otras dos hijas.

Lentamente me acerqué a la mesa, evitando mirar a mi derecha.

—Buenas noches —saludé parándome erguido de frente a todos los ocupantes de la mesa.

—Buenas noches, señor Sanna —me contesta la esposa de Leopoldo.

—Ven muchacho, te presento a mis hijas —las señala obligándome a verlas fijamente—, ya conoces a Anna —la señala con orgullo.

—¿Cómo le va señor Sanna? —me saluda la chica con educación.

—Encantado de verla, está usted muy hermosa —la halago.

—Esta es mi otra hija, April, la mayor, no había tenido oportunidad de conocerla ya que ella es médico —con el pecho evidentemente hinchado de orgullo me i***a a tomar su mano. Tal como pensé desde la distancia, tan bella como Anna, con una mirada misteriosa, pero no tanto como la que está a su lado y me veo obligado a ver.

—Encantado señorita —le digo tomando su delicada mano.

—Y finalmente, te presento a mi otro tesoro —expresa con cierto dejo de ternura—, Anel, mi muñequita de oro.

Por momentos dudé en estirar su mano para sellar la formalidad de la presentación. Nunca antes ninguna mujer, con solo mirarme había logrado afectarme. Yo, un hombre seguro de mi mismo, acostumbrado a pasearme con las mujeres mas bellas de Italia y de alguna otra parte del mundo me siento intimidado ante la rara belleza de esta chica, que parece sacada de lo recóndito de una isla hawaiana, misteriosa y a la vez con capacidad de confundir mi mente.

—Un placer señorita Anel —le digo mirándola fijamente a los ojos y ofreciéndole mi mano para sellar la presentación.

Por un breve instante, al igual que hace unos minutos, el tiempo pareció haberse detenido, como si se tratara de la unión de un lazo indisoluble, no pude despegar la mirada de sus ojos embrujadores, sentí la necesidad de arrastrarla lejos del salón y apoderarme de esos labios que me parecieron ver temblorosos, sentí sus manos frías bajo mi agarre, así como un leve estremecimiento de su cuerpo, y la inseguridad de su mirada, como si quisiera huir.

—Espero que se lleve bien con mis pequeñas, Anel al igual que Anna es publicista, solo que decidió abrirse camino sola —me informa obligándome a romper el contacto.

—Encantada —me saluda en un tono de voz apenas audible—. Me excuso, voy al sanitario —la escuché decirnos titubeante mientras se levantó lentamente de la silla que venía ocupando.

En ese instante comprobé que es una pequeña bruja, pues es más baja que las hermanas, lo que me pareció la mayor de las tentaciones al imaginarla entre mis brazos, es bella, y me pareció aún más atractiva, al poner de frente a mis ojos sus grandes atributos arropados por una leve tela que dejaba poco a la imaginación de un pobre mortal como yo, lo que hizo que se formara en mi garganta un nudo que por momentos me impidió respirar.

“Prendimi mio dio” (Llévame Dios mio), pensé en ese instante al verla caminar, mostrándome el escote de su espalada que llegaba escasos cuatro centímetros más arriba del comienzo de sus caderas, las cuales en su vaivén lograron enloquecerme al moverlas con gracia en un paso un tanto inseguro pero apresurado. Ese leve e inintencional movimiento me puso en agonía.

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