Capítulo 8

siete años después…

  La luna de mediados del verano fulguraba, brillante y complaciente, como si hubiera sido contratada para la ocasión. Plateaba el césped y pintaba negras lagunas de sombra bajo los árboles en los jardines de la casa de festejo La Rosa Blanca, mientras dentro de la vieja casa, los candiles relucían como el escenario de un salón de baile sacado de la fantasía de una niña precoz. Personajes enmascarados pertenecientes a todos los cuentos bailaban con garbo y transpiraban al pesado ritmo del último éxito musical, Caperucita Roja, el Flautista de Hamelin, Blanca Nieves y una selección de enanos, Hansel y Gretel, Jack y Jill, Ricitos de Oro e innumerables osos, traveseaban en la pista de baile, rugiéndose unos a otros, divirtiéndose en grande, La única excepción parecía ser la dama que debía, por derecho, disfrutar más el baile.

 Daniela, disfrazada de Cenicienta de elevada estatura vestida de brocado, con una castaña y larga melena, con una máscara de satén dorada, se hallaba de pie al lado de una de las grandes ventanas abiertas, con el resentimiento retratado en cada línea de su rostro mientras rechazaba a tres hombres que la rondaban como perros peleando por un hueso. Mientras el Príncipe Encantado se volvía cada vez más posesivo y Simbad y Robín Hood, más voraces, un gesto de desesperación se dibujó en la sonrisa que la dama dirigía a sus tres admiradores.

—A propósito —murmuró Cenicienta, inspirada—, ¿Cómo quedó el índice de las acciones al cierre de hoy?

 Ninguna varita mágica podía haber funcionado más rápido. En un instante los tres hombres se enfrascaron en una discusión acerca de los precios de las acciones y el mercado mundial y ninguno de ellos notó siquiera cuando Cenicienta se retiró hasta escapar por la puerta más cercana. Una vez en la terraza, se levantó las faldas y corrió por los escalones de piedra, cruzó el jardín, hasta que encontró la entrada que buscaba. Después de una mirada rápida sobre su hombro, se dio vuelta hacia un grupo de árboles que se encontraban cerca de un hermoso jardín y con un suspiro de alivio llegó al santuario de una banca de hierro forjado que estaba oculto, como recordaba. Se hundió en el asiento y se reclinó contra el duro respaldo de hierro, despojándose de las zapatillas bordadas con cuentas de vidrio.

 Al mirar la brillante luna, comenzó a sentirse mejor. Cuando niña había ido allí a menudo a reuniones y fiestas en el jardín. Los jardines en particular fueron siempre sus rincones favoritos, pictóricos de lugares secretos para jugar. Suspiró. De algún modo fue un error volver esa noche, para encontrarlo lleno de desconocidos ebrios. Pero Raúl insistió mucho. El baile era de caridad y mucha gente interesante estaría allí. Además, como le indicara en varias ocasiones, el sitio de reunión era La Rosa Blanca, que se alquilaba con regularidad esos días para banquetes y bailes, estaba lo bastante cerca de la casa de los padres de Daniela, para quedarse una noche allí el fin de semana, lo cual era mucho más conveniente que conducir de regreso al centro de la ciudad después del baile.

Sonrió al recordar la discusión con Raúl sobre la elección de disfraces. El insistía en escoger para él el de Príncipe Encantado. Su deseo de vestirse como Cenicienta en harapos, con hollín en la cara, fue sofocado de inmediato. Raúl la quería como Cenicienta vestida para el baile, la princesa misteriosa y, con generosidad anormal, pagó una suma exorbitante para alquilar los trajes que insistió eran necesarios. Durante dos horas sonrió y conversó con todos como Raúl quería, representando su papel como era debido.

Camino hacia su escondite, se cruzó con mucha gente que paseaba a la luz de la luna cerca de la casa, pero felizmente nadie había llegado hasta allí. Daniela bostezó y se acomodó en el asiento, mirando con ojos somnolientos hacia el jardín. La música del salón de baile era apenas audible, agradable a esa distancia, pero no tenía intenciones de regresar todavía al calor y el ruido del salón.

Una rama crujió cerca y Daniela esperó, resignada. Era solamente cuestión de tiempo antes que apareciera Raúl, por supuesto, pero para su consternación, Daniela comprendió que no quería que él la encontrara. Lo cual era un pensamiento inquietante, ya que hasta esa noche lo consideraba un buen amigo, quién siempre estaba allí para apoyarla. Y a pesar de que él la había confesado su amor y su intención de ser un buen padre para su hijo, la idea de casarse con él algún día no le atraía, por eso nunca le dio esperanza, aclarándole que solo lo quería como amigo. Después de la muerte de Víctor Manuel, no había deseado volver a casarse, porque únicamente quería dedicarse a su papel de madre y a su profesión de diseño de interiores. Se sentía orgullosa de haber ejercido dos roles, el de padre y madre en la vida de Lucas, que mostraba ser un niño feliz. Por eso no estaba segura de querer tener un compañero para darle una figura paterna a su hijo Lucas Daniel, que solamente tenía dos años cuando murió Víctor Manuel y apenas lo recordaba, pero ahora era todo un hombrecito de nueve años, el consentido de toda la familia Castillo.

 Escuchó un ruido ligero entre los arbustos y frunció el ceño.

 — ¿Raúl? —lo llamó insegura, escudriñando en la oscuridad—. ¿Eres tú? — distinguió un pantalón de satén a la rodilla, una chaqueta de brocado y el destello de las hebillas de los zapatos al materializarse una figura alta entre las sombras. Un sombrero de tres picos ocultaba su rostro al acercarse.

—Lástima —exclamó una extraña voz apagada—. Confieso que no soy el afortunado Raúl. El de la chaqueta de terciopelo rojo y peluca, supongo. Tu Príncipe Encantado —el intruso se apartó y se apoyó contra un árbol, la mitad superior de su cuerpo oculta en las sombras.

  Daniela permaneció donde estaba, preguntándose si debía correr, aunque no estaba asustada. Observó la figura en las sombras con curiosidad, decidiendo que no era una amenaza para ella, a pesar de su aura de misterio.

 —El mismo. ¿Eres por casualidad también un príncipe encantado?

 —No, alteza. La mía es una historia diferente —había un rastro de risa en su voz apagada—. Desafortunadamente, mi compañera no pudo venir a última hora. Así que aquí estoy… solo.

  Los ojos de Daniela brillaron hacia él a través de las ranuras de su antifaz.

 — ¿Por eso estás aquí en el jardín y no en el baile?

—No. Encuentro difícil bailar en este momento. En especial, bailar entre los jóvenes de estos días.

—Entonces, ¿Eres tan viejo?

— ¡Siglos, alteza!

—Solamente dos siglos, a juzgar por su traje, señor.

 — ¿Eres experta en trajes?

—Interesada, más que experta —Daniela miró al desconocido, intrigada, deseando que se acercara—. ¿Conoces La Rosa Blanca?

—Sí. Mis padres viven aquí en este sector —rio un poco—. Pero esa no es la razón por la que estoy en el jardín. La seguí, alteza. Te estuve observando desde un lugar estratégico atrás de un pilar al otro lado del salón. Te vi escabullirte de esos depredadores.

—Dos depredadores y un protector, para ser exacta.

 —Desde donde yo estaba la diferencia no era notoria. Tenías el aire de una graciosa venadita manteniendo a raya a tres ciervos en celo. Después te vi decirles algo y, abracadabra, tus seguidores se enfrascaron en una discusión. ¿Cómo lo hiciste?

— ¡Magia! —la boca de Daniela se curvó en una malévola sonrisa.

—Si quieres decir, Cenicienta, que eres una criatura encantadora, estoy de acuerdo.

 — Fue demasiado fácil. Pronuncié las palabras mágicas, “precio de las acciones”, y el hechizo estaba lanzado.

A lo lejos, el reloj dio la media noche y el hombre soltó una risa apagada.

—La hora de las brujas. Tiempo de quitarse las máscaras. Y de que yo regrese al baile —dijo Daniela con brusquedad, buscando una zapatilla.

  Antes que pudiera encontrarla, el hombre se acercó a ella, se arrodilló con la cabeza inclinada mientras rescataba el zapato y lo deslizaba en su pie. Ella sintió sus dedos rozando su empeine y se mordió el labio inferior sin aliento, al mirar los hombros forrados de satén y el negro sombrero de tres picos. El deseo de ver el rostro del desconocido de pronto la abrumó.

 — ¿Te quitarás la máscara si lo hago yo también? —preguntó ella.

 —Si en verdad lo deseas —el hombre de elevada estatura se puso de pie y se quitó el sombrero.

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