Todo por amor parte II Una oportunidad para amarte
Todo por amor parte II Una oportunidad para amarte
Por: Rakel Luvre
¿Quién es él?

El tic tac del reloj de piso del doctor Albert Fox, es el único sonido que se escucha en las cuatro paredes de la habitación. Él está sentado frente a mí detrás de su escritorio con las manos recargadas pacientemente sobre la madera de caoba de su escritorio. La luz natural de la ventana traspasa las delgadas y casi transparentes cortinas blancas hasta su posición sentada, llenándolo de un halo sobrenatural y haciéndolo parecer una deidad nórdica, si su cabello rubio y brillante no se pareciera más a el de un príncipe novelesco antiguo; su sonrisa engañosamente gentil y de autosuficiencia me irrita. ¡Arg! Si pudiera borrársela con mi puño tal vez nos ahorraríamos más sesiones de terapia. ¡Qué no me sirven para nada!, he de añadir.

¿Obsesión? Él me ha dicho que estoy obsesionado. ¡Maldita sea! ¿Qué sabe él de obsesiones o de amor? No sabe quién fui o quién soy. No sabe nada de las crueldades de la vida o de cómo el destino puede arrastrarte por una serie de eventos desafortunados o cómo la rueda de fortuna mejor conocida como el Karma, puede joderte a puro placer devolviéndote la m****a que has ido dejando tirada por el mundo en lo que podría ser el mejor momento de tu vida. Solo hay que verlo, está sentado con su rostro de niño bonito, cabello rubio bien cuidado y sedoso, con un trabajo estable y bien remunerado, seguro tiene a una chica detrás de él besando el piso por el que pasa, tiene la vida perfecta. ¿Qué sabe de pérdidas y dolores en el alma? ¡Cabrón!

Sí, mi puño tirándole los dientes blancos y perfectos sería una mejor medicina que los antidepresivos.

La alarma que anuncia el término de la sesión timbra y yo me levanto, como las muchas otras sesiones anteriores, me voy sin decir una sola palabra. No tengo nada que decir, no tengo nada que contar y aunque tuviera, la realidad es que no puedo.

—Señor…

Cierro la puerta detrás de mi antes de escucharlo decir que me espera para la siguiente sesión, que, si me niego a hablar, entonces no puede darme de alta y tendré que continuar visitándolo a él o a cualquier otro que sea asignado.

La verdad no me importa perder una hora cada tres días de mi vida, porque no tengo nada mejor que hacer que maldecirlo a él y a su obscena colección de libros que yacen metódicamente bien colocados en el librero a sus espaldas.

Al llegar al estacionamiento del edificio, me encuentro con mi hermano esperándome de pie, recargado en su Mustang clásico de color negro. Era un auto hermoso, no podía negarlo, pero llamativo para mi gusto. Hubo un momento en mi vida en el que los autos, los buenos autos, hermosos y rápidos, eran mi obsesión. Mi padre me regaló el primero a los dieciséis años, un hermoso Mercedes negro. El cual un día volqué mientras mi mejor amigo —en ese entonces— y yo, regresábamos de una fiesta. Fue un milagro que no sufriéramos daño alguno. Mi padre no volvió a comprarme un auto. Había dicho que era estúpido e imprudente de mi parte arriesgar mi vida y que él no sería partícipe de mi muerte, por lo que, si quería un coche, tendría que comprármelo yo. No tuve cara para refutarle, le había prometido a mi madre no correrlo a altas velocidades. Rompí mi promesa y en ese entonces no era tan mal hijo. Era rebelde como lo debe ser un adolescente, pero, siempre fui dentro de lo que cabe, un buen muchacho. Y, sí, me compré uno nueve años después, cuando obtuve mi primer asenso en lo que creía era el trabajo de mi vida.

—¿Estás listo?

«No, no lo estoy», quiero decirle, pero en su lugar asiento y subo al auto. Él hace igual, sube y lo enciende. El precioso, como lo llamamos, ronronea fuerte y vibrante como un felino que acaba de despertar de la siesta de muy buen humor. Divino y excitante.

Salimos de allí en silencio, no hay tráfico por lo que se supone que llegaremos a mi destino, más rápido de lo que creía.

—Evan… —¡Oh, sí! Conocía ese tono de advertencia en su voz más de lo que desearía haber escuchado en mi vida—. No puedes volver a hacerlo. No puedes obsesionarte con esa mujer. —Tuerzo los labios con fastidio, otro más que sentía el derecho de sermonearme y decirme que era una obsesión—. Ella no te ama, nunca podrá hacerlo. Al menos, no de verdad. Tú no eres su esposo y no puedes simplemente llegar y suplantarlo solo porque él está muerto. No puedes simplemente, tomar sus cosas, su vida, su esposa. Es una mentira que a la larga los lastimará, más de lo que les hará bien. Tienes que…

—¡Detén el auto frente a cualquier florería! —ordené, porque si no lo cortaba seguiría con su sermón y no estaba de ánimo para escuchar su sarta de tonterías, bueno, tampoco era como si alguna vez lo escuchara.

Mi hermano rueda los ojos. ¡Tan infantil!

—¿No escuchas?

En su lugar, saco la cajetilla de cigarros del bolsillo de mi chamarra. Tomo uno y lo enciendo. Después de otros minutos en silencio finalmente se detiene frente a una florería, bajo del auto y compro rosas rojas. Vuelvo a subir con el ramo bien sujeto contra mi pecho. Aspiro su aroma.

Hubo otro tiempo en el que tuve una esposa, ella amaba las rosas rojas. Era hermosa y gentil, y cuando era feliz ella sonreía mucho. Me encantaba verla feliz. Pero ella se había ido, murió y fue mi culpa. Al igual que yo, ese yo antiguo… tampoco volverá. Era tan triste. La vida era una p**a m****a melancólica.

Y ya estoy pensando de nuevo en que debí morir hace unas semanas ya sea por una jodida bala en el corazón o por mi fracasado y heroico intento de suicidio. Tal vez, después de todo, sí debería hablar con Albert.

Tras mirarme, revolcándome en la miseria de mis recuerdos, por unos largos dos minutos, mi hermano enciende nuevamente a precioso.

Saco el móvil de mi chaqueta y marco el número del Dr. Rizos de oro. Él responde al segundo timbrazo.

—Te escucho…

—Dame una razón por la que no debería darme un tiro en la cabeza.

—Porque no estás destinado a morir. La bala rozó tu hombro, las pastillas… tampoco te mataron. No creo que necesites una razón, lo que necesitas es tener esperanza.

—Hablas como si supieras, eres un farsante. Dime ¿qué sabes tú? —siento tanto odio en este momento que me desquito con él.

—Si te lo digo, no podré ser más tu terapeuta.

—No te ofendas, doctor, pero honestamente eres… ¡Pésimo en tu trabajo! Por lo que no importa o ¿sí?

—Hace unas semanas conocí al amor de mi vida, ella padece esquizofrenia y no quiere aceptarlo. Pero tengo la esperanza de poder mostrarle que la vida no solo es oscuridad y que está llena de colores, que uno es quien decide en qué lugar desea estar.

Su estúpida respuesta romántica me da náuseas.

—¡Albert Fox, eres un cabrón! —el estúpido suelta una carcajada, miro a mi hermano que sonríe divertido, claramente ha escuchado la conversación. Le hago una seña con mi dedo medio.

—¡Por supuesto que no!

—Más vale que cuides de ella porque si no lo haces regresaré del infierno a destrozar tu bonita cara.

Corté la llamada sin más, más enojado y con una razón para no quitarme la vida. Si se atrevía hacerle daño… tendría que volver y matar al imbécil.

Mi jodido hermano me da algunas miradas largas durante el trayecto al departamento de Elena antes de finalmente llegar. Sin decir nada bajo del auto y entro al edificio para enfrentarme a mi cruda realidad.

Ethan Donovan está muerto.

Lo sé, lo mataron cruelmente, le robaron la vida, le robaron el alma, le quitaron todo.

Y es que nadie lo entiende, pero yo solo necesito un momento, un día más para vivir y tener una oportunidad para amarla.

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