EL BAILE

«La sombra que acompaña a la niña no es más que el resultado de la inocencia perdida. Eso y el hecho de que todo aquí, es oscuridad y desolación».

Medio oculta entre las sombras, Elena observaba con atención a una extravagante pareja bailando en el centro de la habitación. La mujer tenía la piel extremadamente blanca; presumía un hermoso cabello largo hasta la cintura de color oscuro con mechones rubios. Sin pudor, exhibía su cuerpo perfecto con ropa reveladora y movimientos sensuales. Su compañero, de mayor altura, de cabello castaño y ojos color miel, sonreía al igual que un sátiro a punto de servirse la cena. Elena dejó caer la quijada al contemplar el baile que protagonizaban —una invitación erótica para pasar la noche juntos—. La escena era pecaminosa y más de lo que podía soportar. Con las mejillas sonrojadas, desvió el rostro hacia otra parte y así rechazó el sentimiento lascivo; aunque en el fondo quería ser como ella: una joven despreocupada y sin miedo al qué dirán.

Avergonzada por sus pensamientos, buscó con la mirada a Sophia. La joven de largos cabellos castaños atados a una coleta alta, se encontraba bailando con el chico de sus sueños. Elena sonrió tras ver al desgarbado y rubio Dylan, llevarse a Sophia de vuelta a sus asientos. Contenta por su amiga, creyó que era hora de retirarse; su misión estaba hecha. Sophia había tenido su gran noche de baile con su príncipe. Sonrió antes de murmurar: «Tonta» hacia su mejor amiga.

—Señorita, ¿me concede esta pieza de baile?

Elena se giró hacia la voz grave que reclamó su atención sobre la música. Al ser atrapada desprevenida —por la llegada silenciosa del joven—, la presencia masculina le provocó que la piel de su espalda se erizara.

Era el sujeto más atractivo con el que jamás se había encontrado, asombrada, no pudo desviar la mirada del rostro que estaba a escasos centímetros del suyo. De pronto sus dedos estaban ansiosos por querer deslizarse en el cabello negro y desordenado del joven; pero al toparse con sus ojos, se le antojó perderse dentro de la mirada gris, que eran como las nubes de un día lluvioso. Solo salió de la conmoción, cuando se dio cuenta de lo divertido que el joven se encontraba por la reacción que le provocó su belleza.

Lo vio ladear un poco la cabeza y luego, le sonrió. Sabía que los hombres con bonitos dientes blancos y sonrisas seductoras eran peligrosos; no obstante, al ser consciente de su altura —más de un metro ochenta— y el pecho fornido, deseó poder correr tan lejos como se lo permitieran sus patosos pies. Le pareció demasiado perfecto e irreal; por lo tanto, era incapaz de comprender por qué aquel hombre hermoso deseaba bailar con alguien tan insignificante. Miró de un lado a otro, y también quería echar un vistazo atrás. No lo hizo; porque temía que él desapareciera si lo dejaba de mirar. Al no escuchar a nadie responder, le preguntó:

—¿Es a mí?

—Sí —confirmó el joven. Ella soltó una risita nerviosa y sus mejillas y orejas se tiñeron de rojo intenso.

—No sé bailar. Lo siento —se disculpó en voz baja y ocultó con disimulo sus manos temblorosas, la sonrisa del hombre se ensanchó un poco más. Elena dio un paso atrás al verlo rodear su cuerpo, como si quisiera abrazarla, su corazón latía deprisa y sus rodillas temblaban.

En realidad, él buscaba su mano detrás de su espalda para tomarla con delicadeza. Aun así, le provocó la famosa sensación de enamoramiento: «Mariposas en el estómago». Elena, no podía apartar la mirada de sus ojos grises. Poco a poco el hombre iba acortando más la distancia, el pánico la paralizó.

Quería gritarle que se alejara, él no tenía derecho a invadir su espacio personal de esa manera, por muy hermoso e intrigante que parecía ser. ¿Qué se creía? Todos los pretextos que cruzaban por su mente desaparecieron en cuanto aspiró su aroma; extasiada, deseó más cercanía.

—Eso es porque rechazas a quien te lo pide. Por lo que, si continúas de esta manera, jamás practicarás. Además, tampoco sé bailar y no me ves preocupado o ¿sí? —dijo con simpatía, mientras sujetaba su muñeca llevándola hasta el centro de la pista de baile improvisada.

Una vez que llegaron a su destino, colocó la mano en la cintura de Elena cerrando la distancia entre ellos y enviando ligeras descargas eléctricas a su piel; sus cuerpos temblaron por las emociones. Elena solo podía dejarse llevar a través del control del hombre. Sintiéndose flotar en una nube cuando —el hombre al notar la torpeza en sus movimientos inexpertos— ligeramente la levantó, sus cuerpos se balanceaban en un delicioso roce y nada existía en su pequeña fantasía.

«¿Puede notar mi temblor?», se preguntó Elena.

La balada no duró mucho, o, al menos eso le pareció a Elena que salió del trance en el instante en que la música paró. Él, tomó su mano y la llevó de vuelta al rincón que había sido su fuerte seguro durante la velada —debajo de las escaleras—. Nerviosa, colocó un mechón de cabello detrás de su oreja exponiendo su perfil al apuesto joven. Por un par de minutos permanecieron en silencio observando a otros bailar. Con un nudo en el estómago y molesta por no saber cómo entablar una conversación con el desconocido, miró al piso en espera de su partida. Creyó que el príncipe, estaba a punto de alejarse para terminar la noche con una seductora bruja.

«¿Por qué habría de fijarse en mí?», se cuestionó.

—¿Me acompañas a buscar una bebida?

Elena dejó de mirar la punta de sus zapatos para estudiar el rostro del muchacho. Él le ofreció la mano invitándola a dejarse conducir. No pudo rechazarlo, su sonrisa era demasiado encantadora y parecía ser honesto con sus intenciones. Además, al igual que Sophia, quería vivir la emoción de su sueño infantil, aunque de solo pensarlo… le pareciera aterrador.

Caminaron a la habitación contigua en silencio, el joven buscó con la mirada la mesa de bebidas y dirigió el camino. Al llegar, soltó su mano y señaló los vasos. Elena tomó uno de líquido color rojo sin estar segura de su contenido, y rezó en secreto para que no fuera una bebida fuerte. Pero, no quería parecer una tonta, lo bebió de un trago. Él también cogió uno igual, nada más que, a diferencia de ella, antes de beberlo aspiró su aroma.

La música se detuvo de nuevo a la mitad de la canción, alguien había tropezado con los cables que conectaban las bocinas con el reproductor.

—¿Cómo te llamas? —preguntó el joven.

—Elena Anderson —respondió antes de morderse los labios. También quería preguntar su nombre; sin embargo, no hizo falta.

—Mi nombre es Ethan Donovan.

Elena levantó la mirada hasta el rostro del joven. Él le sonreía sin parecer afectado por su falta de entusiasmo.

—Es un gusto conocerte—mencionó tardíamente.

Tras un par de minutos en silencio, finalmente, él preguntó:

—¿Bailamos? —la invitó con una sonrisa encantadora.

Elena casi no podía creerlo.

—No lo creo. Ya nos hemos avergonzado demasiado por esta noche.

Ethan debatió rápidamente:

—No lo suficiente. ¡Vamos! Yo te enseño —le susurró con voz encantadoramente suave al oído.

De inmediato, perpleja, Elena miró el rostro del hombre.

—¡Pero dijiste que no sabías bailar!

—Bueno, ahora lo sabes. Mentí para estar contigo.

Elena sin todavía creer que por primera vez podía ser la princesa, se dejó conducir por el príncipe.

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