IV El poder de las sonrisas

Samantha abrazó a Ingen, dándole ánimos para su primer día de vuelta a clases. La escuela era un infierno creado para torturar a los niños, eso pensaba él. Inhaló el aroma del cabello de la mujer, que era su refugio. Y fue feliz hasta que su decrépito hermano lo obligó a separarse de ella. Si había algo peor que la escuela eso era ver a su hermano enojado.

Su hermano cambiaba. No de humor, como la mayoría de la gente, sino de personalidad. A veces era un simple gruñón y otras un loco psicópata, él lo sabía muy bien y sabía que sus padres también sabían, pero nadie hacía nada.

Todos le temían.

A veces torturaba mujeres. Había torturado a su niñera Antonella.

"¡Ay, Vlad, no me castigues!... ¡Me vas a matar con eso!", gritaba ella en el interior de su armario.

Ingen imaginó que Vlad la amenazaba con un cuchillo.

"Tú te lo buscaste por ser una chica mala".

Oyó golpes, bofetadas quizás.

"¡Oh, por Dios! Está tan duro"...

No era un cuchillo, no, debía ser un martillo. Los quejidos de la mujer le llenaron los oídos. Empezó a faltarle el aire y tuvo que salir corriendo por su inhalador.

Por fortuna Antonella había logrado huir de sus garras y nunca más se supo de ella. Eso es lo que deseaba creer.

—¿Qué es esa cara que tienes? Cualquiera diría que vas a la horca —le dijo Vlad en el camino.

—Morir en la horca de seguro es más rápido.

Vlad le posó una mano en el hombro. Ingen dejó de respirar.

—La escuela es el mejor lugar para aprender. Tus compañeros de clases son estúpidos, pero tú serás más estúpido si escuchas las estupideces que te dicen. Y tú eres un Sarkov, no hay un solo gen estúpido en tu cuerpo. Entrarás a ese salón con la cabeza en alto y vas a demostrarles quien eres ¿De acuerdo?

Ingen asintió.

Siguieron el resto del camino en silencio. Markus se detuvo en el estacionamiento y el niño bajó.

—Sam estará en casa cuando vuelva ¿Verdad? —preguntó Ingen.

Vlad tragó saliva.

—Claro que estará, vete ya o llegarás tarde.

El auto partió cuando el niño entró.

—Esa sirvienta aparenta ser bruta, pero es muy lista. Conquistando a mi hermano cree que podrá tener un lugar asegurado en la mansión. Qué ingenua.

Bien sabía él que a sus padres no les importaban los corazones rotos de sus hijos.

Ingen se detuvo afuera de la puerta del salón. Cerró los ojos, inhalando profundamente.

"No importa lo que pase, siempre ten una enorme sonrisa", le había dicho Sam.

También le había dicho que ser diferente era lo máximo y que sus ojos eran hermosos, pero eso lo decía porque era muy dulce.

De su bolsillo sacó el inhalador y lo apretó dos veces en su boca. Tragó y entró. En cuanto cruzó la puerta, un incómodo silencio se apoderó del salón. Todos se lo quedaron mirando a él y a esa exagerada sonrisa de lunático que tenía. Varios retrocedieron a su andar. Iba a sentarse cuando un niño le sacó la silla y la reemplazó por otra.

—Esta es más cómoda —dijo el niño, sonriéndole también.

Era un patán. Había recibido sus golpes varias veces.

—Todas son iguales —dijo Ingen.

Estaba seguro de que algo le habían hecho. ¿Soltarle una pata, quizás?

—Ésta es más nueva y está en perfecto estado —se apresuró a decir el niño.

Se sentó para probarlo, sólo así Ingen se atrevió a usarla.

Y comenzó el espectáculo.

—Hola, Ingen. Tu cabello luce genial.

—Ingen, si necesitas ayuda con la tarea, puedo prestarte la mía.

—Ingen, yo puedo prestarte mis apuntes.

—Ingen, amigo ¿Trabajamos juntos en el proyecto de ciencias?

¿Amigo?

—Tú no eres de esta clase —le dijo Ingen.

—Esos son detalles —dijo el muchacho.

Un familiar aroma hizo a Ingen volverse hacia la puerta, ignorando a la fila de niños y niñas que se agolpaban frente a su pupitre por algo de atención. Allí venía ella, con su delicioso perfume y su cabello dorado al viento, flotando como si fuera un ángel.

—Me alegro de que hayas vuelto —le dijo Ivi—, todo era muy aburrido sin ti.

Qué linda era ella. Si Sam era su refugio en casa, Ivi lo era en la escuela.

—Todos están actuando muy extraño —le contó Ingen.

Debía ser cosa de los consejos de Sam. Las sonrisas eran mágicas.

—Un matón los amenazó —le dijo Ivi.

—¡¿Qué?!

—Es una posibilidad. La otra es que se hayan dado cuenta de lo genial que eres.

Eso era menos probable. Él seguía pensando que eran las sonrisas. Sam tenía razón. Si sonreía todo estaría bien.

〜✿〜

Vlad seguía mirando su maletín. Al llegar a casa, su torpe sirvienta no había roto nada, pero había hecho algo mucho peor. De sólo recordar la piel de sus piernas rozando el brillante cuero del maletín se le contraía el vientre. Era definitivo, de ingenua la mujer no tenía nada. Ingen era apenas un niño, con influencias minúsculas. Conquistarlo a él era un plan mucho mejor. Primero se metía el maletín entre las piernas ¿Qué haría luego? ¿Frotarse contra su escritorio? ¿Lamer sus lápices?

Se apartó de ellos, mirándolos con asco.

La desvergonzada llegó, con el batido que le había pedido. Él siguió mirando el maletín tras ella, buscando la luz en sus negros pensamientos.

—¿Señor?

Ella lo miraba con sus grandes ojos de cervatillo asustado. Esa inocencia que mostraba debía ser puesta a prueba.

—¿Por qué me llamas señor? ¿No has oído cómo me llama el resto de la servidumbre?

Samantha se quedó pensando. Vlad se dispuso a esperar a que procesara la información. Un sorbo al batido le bastó para tranquilizarse. Estaba asqueroso, mucho peor que el café. La mujer no quería seducirlo, quería matarlo. Y por extraño que pareciera, eso era preferible, era algo con lo que podía lidiar. Que fuera su enemiga desde el principio era menos decepcionante que descubrirlo al final. Así le había pasado con Antonella.

—¿Joven amo Vlad?

—Un nombre excesivamente largo ¿No te parece?

—Considerando lo valioso que es su tiempo, creo que algo más corto sería apropiado.

Al fin decía ella algo sensato.

—Llámame amo.

Se quedó mirando a la muchacha. Ella dejó de respirar y abrió los ojos desmesuradamente. Era un cervatillo encandilado por un camión monstruoso, paralizado por el impacto de una bala en pleno corazón. Amo lo llamaba mucha gente, no tenía nada de especial.

Sin embargo, si ella lo llamaba amo, era muy probable que agregara su nombre a la oración. Tal vez, muy en el fondo, eso era lo que quería oír, cómo ella pronunciaría su nombre.

—Samantha también es muy largo —expresó, pensativo.

—¡Sam, señor!... Amo. Puede llamarme Sam —se apresuró a decir ella, antes de que a él se le ocurriera algo descabellado.

—Bien. Te llamaré así hasta que se me ocurra algo mejor. Llévate el vaso y ve a descansar.

Se había tomado todo el batido, ni él se lo creía. La joven retrocedió hasta la puerta con esa extraña sonrisa y echó a correr por el pasillo, como usualmente hacía. Vlad sonrió también, pensando en el destino de su mancillado maletín.

〜✿〜

Vlad caminaba descalzo por el jardín. Iba avanzando como un ratón encantado por un sonido hipnótico. Ese sonido lo llevó a la pérgola y no se trataba de un flautista, sino de Violeta. Sentada en el banco estiró los brazos, llamándolo. Él no tardó en llegar a su lado y apoyar la cabeza sobre sus piernas.

Los dedos de la muchacha se deslizaron suavemente por entre sus cabellos, con la sutileza de una cálida brisa.

—Tu risa es hermosa, Violeta.

No recordaba su voz, sólo una risa proviniendo de ese rostro de cielo, oculto en tinieblas. Con los ojos cerrados, Vlad la imaginaba, mientras ella seguía riendo.

A la encantadora risa se sumó el abrupto chirrido de las llantas de un auto derrapando. Vlad abrió los ojos de golpe y se encontró con un rostro desfigurado, con la mandíbula desencajada y los ojos colgando. El repentino horror de tal visión lo despertó entre gritos. Estaba en la cama y se aferró la cabeza.

Ya no podría dormir.

Descalzo fue a mirar por la ventana. Si iba hasta la pérgola nada hallaría allí, Violeta no estaba allí. Y ya no sufría. No importaba cuán horrendas fueran sus pesadillas, ya habían pasado casi diez años desde el accidente. Violeta ya no sufría y se consolaba pensando que su muerte había sido rápida, eso deseaba, que hubiera sufrido lo menos posible.

Con la garganta apretada por la congoja dejó la habitación. Quería beber algo fuerte, que le hiciera dar vueltas la cabeza. Pensando en ello fue hasta la cocina de la servidumbre. Allí esperaba encontrar alcohol barato que lo hiciera ver elefantes de colores o algo así. Sólo una noche, sólo eso se permitiría de debilidad, luego seguiría siendo tan anti drogas como siempre.

Se detuvo en el umbral al ver que Sam seguía despierta. Y hablaba sola.

—¿Hay algo que le incomode, amo? Conozco un excelente remedio para las hemorroides.

La descarada declaración fue seguida de una risita traviesa. ¡Qué atrevimiento! Esa mujer no tenía educación, ni decencia, ni respeto por nadie. Faltarle el respeto en su propia casa, eso era imperdonable.

¿Y por qué diablos él también se estaba riendo?

Anuló la risa de inmediato y, cuando ella se dio la vuelta, se encontró con su fría expresión de demonio implacable. A la infame se le fueron todos los colores de la cara, la taza resbaló de sus manos y gritó como si tuviera en frente a la mismísima muerte. Ni la más deslumbrante sonrisa la habría salvado.

No imaginaba que su condena tomaría un rumbo muy diferente a partir de ahora.     

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