Capítulo 2

Rodrigo ya se había acostumbrado a la actitud de Diana, pero no por eso dejaba de sentir dolor en su corazón. Su esposa siempre encontraba la forma de hacerle pagar su falta.

A él no le importaban sus hirientes palabras, sino su indiferencia, el compartir la misma casa con ella, y no poder tocarla, besarla, fundirse en su cuerpo como tanto le gustaba, era un verdadero suplicio, sin embargo, no perdía la esperanza de poder recuperar su confianza, y quizás la mejor manera era dejándola libre, y reconquistándola otra vez, pensó, mientras abandonaba la empresa.

Diana en su oficina escuchaba atenta la exposición de Katherine, sobre la campaña del nuevo software, pasaron como quince minutos cuando de pronto la asistente de ella, le decía a alguien con desesperación:

—No puede pasar. La señora no atiende sin previa cita. —La joven temblaba de miedo, sabía que, si el intruso ingresaba a la oficina de Diana, ella perdería el puesto. Lamentablemente, aquel hombre no la escucho e interrumpió,

La aparente calma que la vida de Diana, experimentaba se desmoronó en ese preciso momento, frente a ella después de seis largos años estaba el hombre que una vez juró amarla, cuidarla, protegerla, y sin darle una explicación lógica desapareció de su vida sin decir nada.

Diana palideció, su mirada permanecía clavada en los castaños ojos de él, parecía un espejismo, lo observó con frialdad, y resentimiento. Él por su parte sentía que el corazón se le iba a salir del pecho, la tenía de nuevo tan cerca, había vuelto decidido a recuperarla, y esta vez Rodrigo Vidal no iba a ganar. 

Al ver su piel tersa, suave, su hermoso cabello oscuro, y el verde aceituna de su mirada, se dio cuenta de que la amaba tal como el primer día, tuvo que contener las ganas de correr a su lado besarla, abrazarla, necesitaba sentir el sabor de sus labios.

—¿Qué haces aquí Luciano? —indagó. —¿No entendiste que no podías entrar? —pronunció Diana, con la voz temblorosa ante los testigos presentes.

—Yo necesito hablar contigo urgente —afirmó sin dejar de mirarla—. Y no me pienso ir de aquí sin que me escuches —enfatizó muy seguro de sus palabras.

—Estoy en una reunión de negocios —indicó Diana. 

—No hay problema yo espero que termines la junta para que me atiendas, pero de aquí no me marcho sin ser escuchado —amenazó Luciano y salió de la oficina de Diana. 

Ella arrugó el ceño, se quedó perturbada, luego miró a Kate. 

—Por favor dame unos minutos —solicitó suavizando el tono de voz. 

Diana se encerró en el baño de su oficina, se miraba al espejo y las lágrimas salían de sus ojos, no podía contenerse, quería gritar, llorar, romper todo lo que estuviera a su paso, pero no debía perder el control, las cosas entre ellos nunca quedaron claras, y él siempre auguró que Rodrigo la haría infeliz.

«¿Por qué volviste? ¿Por qué después de tantos años? ¿Por qué ahora que mi vida es un desastre» Se preguntaba una y otra vez?

«¡Cálmate Diana!» se decía así misma tenía que terminar la reunión con Katherine, y atender a Luciano, antes que Rodrigo, regresara.

Lamentablemente, los recuerdos le vinieron a la mente tal cual una película, latentes como el primer día.

La mujer que salía del baño no era la misma, que hacía minutos parecía tener el control del mundo.

— ¿Disculpe que sea indiscreta, pero se siente bien? —preguntó Kate. 

Diana, parecía perdida en sus pensamientos, sentimientos, emociones.

—Katherine firmaré con usted —se aclaró la garganta—. Déjeme los documentos para legalizar nuestros negocios, agradezco su tiempo y me disculpo por los inconvenientes que hemos tenido —pronunció como que fuera la misma persona de antes, aquella mujer amable, sensible, noble.

—Perfecto Diana, no se va a arrepentir.

Las dos estrecharon sus manos. La señora Vidal, temblaba, parecía que estaba a punto de sufrir un colapso nervioso, su mente le decía una cosa y sus emociones, otra.

Katherine salió de la oficina de Diana, y de inmediato Luciano, ingresó, ambos se miraban a los ojos, la respiración de los dos era agitada. Ella se veía muy hermosa, distinta, elegante, distinguida. Él se veía más maduro, apuesto, atractivo, aún conservaba su exquisito aroma a madera y cedro.

El pasado había regresado. El presente era confuso y el futuro incierto.

Ahí se encontraban frente a frente dos almas atormentas por el pasado.

Ella había tratado de olvidar todo aquello que un día la hizo tan feliz y a la vez la convirtió en lo que era ahora.

Él solo había regresado con un propósito recuperarla. 

—¿Cómo me encontraste y qué haces aquí? —inquirió con la mirada llena de ira, de odio, de resentimiento en contra de él.

—Eso es lo de menos Diana, lo importante es que estoy acá y debemos aclarar muchas cosas —pronunció él suplicando ser escuchado.

—Ya te habrás dado cuenta de que soy una mujer muy ocupada y no estoy para perder el tiempo contigo. Además, mi esposo no tarda en llegar, porque, así como me encontraste, imagino que sabes que estoy casada. 

Ella lo miro altiva, orgullosa, desafiante. Él no dijo nada, esa era la cruel verdad a la cual ahora se enfrentaba, ella ya no era libre como en el pasado, tenía un esposo.

—Lo sé, pero también sé que no eres feliz, tu mirada me lo dice todo —aseveró sin perderla de vista—, no me pienso mover de aquí hasta que me escuches. ¿O tengo que sacar una cita con tu secretaria?, porque si es así pido ser atendido a la brevedad posible. —Luciano, tomó asiento sin ser invitado a hacerlo—. Aquí podemos esperar a tu esposo y hablar los tres, imagino que le dará gusto volver a verme. —Ladeó los labios. 

—Yo no te tengo miedo Luciano, si quieres esperar a mi esposo hazlo. Rodrigo Vidal jamás te ha considerado un rival — respondió Diana con ironía.

—Entonces aquí esperaremos a ese imbécil. —Cruzó sus brazos—, me gustaría preguntarle tantas cosas —indicó mirándola—. No comprendo cómo pudo cambiar a una mujer como tú, por esa…

Diana abrió sus ojos con sorpresa, los labios le temblaron. 

—¿Cómo lo sabes? —indagó. 

—Sé muchas cosas, cariño —informó—, pero no vine a hostigarte, al contrario, estoy acá para demostrarte que soy el hombre que puede hacerte feliz. 

— ¿Qué quieres Luciano? ¿Dinero? ¿Cuánto por dejarme en paz y no volver a vernos nunca? —propuso.

—¿Ahora piensas que el dinero lo soluciona todo Diana? —cuestionó poniéndose de pie, ella lo inspeccionó al disimulo: elegante, más varonil, y su perfume era tan exquisito—, yo no estoy aquí por dinero, vine por ti. 

Aquellas palabras calaron en lo más profundo de ella, su corazón empezó a latir como hace años no lo hacía, pues había erguido murallas dentro de su pecho para no volver a sufrir por amor. 

—Es demasiado tarde Luciano, las cosas entre nosotros están olvidadas.

Él caminó hacia ella. Diana intentó moverse, pero Luciano fue más rápido. 

—No te me acerques. ¡Te lo advierto! No me obligues a llamar a seguridad —amenazó.

El hombre se quedó estático y no avanzó más. 

—Te espero esta tarde en este hotel. —Luciano puso sobre el escritorio la tarjeta con la dirección tomó un bolígrafo para apuntar el su número de su suite—. Si no llegas estaré aquí día y noche, las veinte y cuatro horas del día, esperando a que podamos hablar —advirtió—. Me conoces bien, sabes que soy capaz de encadenarme a esta oficina con tal de ser escuchado, hasta al peor delincuente le permiten hablar antes de morir. ¡No faltes! —suplicó con la mirada él, alejándose de ella se dirigió hasta la puerta de la oficina—. Te estaré esperando —pronunció observándola.

Ella contuvo la respiración, su presencia la perturbó.

Luciano abandonó la oficina, Diana sostuvo en sus manos la tarjeta, la leía una y otra vez, sin saber qué hacer con su vida, qué rumbo tomar, por primera vez desde que fundó su gran empresa canceló todas las citas. 

Su mente solo se centraba en deliberar si asistir o no al encuentro con él, era cierto que muchas cosas quedaron inconclusas y, Luciano, le debía tantas explicaciones, lo único que se venía a su mente eran los recuerdos del pasado.

****

Cuenca- Ecuador

Seis años antes.

Diana se puso de pie para ceder su asiento en el autobús a una señora de la tercera edad, frunció el ceño mirando a los jóvenes que iban bien acomodados en sus lugares.

—Siga señora. —Ayudó a la anciana a tomar asiento—, en esta ciudad ya no existen caballeros —se quejó. 

Un hombre al ver a la hermosa jovencita se puso levantó para darle su lugar.

—Siga preciosa —le dijo con una sonrisa.

—No gracias.

 Diana se abrió paso entre los usuarios, y así llegar a la puerta de atrás del autobús y bajarse en la siguiente parada. 

Diana Maldonado, no era cuencana de nacimiento, residía en la ciudad desde los ocho años a raíz del fallecimiento de su padre en un terrible accidente de tránsito. Su familia había sido una de las más adineradas de la capital ecuatoriana, pero la madre de la joven, había dilapidado toda la fortuna de su difunto esposo con su actual pareja e hijos, es por esa razón que la chica se pagaba la universidad trabajando de cajera en un prestigioso banco.

La joven casi no tenía vida social, su rutina era simple: llegaba al banco con puntualidad a las ocho y treinta de la mañana, salía a las cinco de la tarde, recorría, varias calles del centro histórico de la urbe y llegaba a la estación del autobús que la llevaba hasta la universidad.

Cada día cuando el reloj marcaba la hora de salida, y después de entregar el cuadre de caja se dirigía al comedor calentaba la comida que el banco le proporcionaba en el microondas y las colocaba en una bolsa plástica para entregarla a algún indigente, ya que debido a su problema de gastritis ella llevaba sus propios alimentos.

Era viernes cuando Diana, con su mochila en el hombro, y la bolsa con las tarrinas de comida en su mano, se despedía de sus compañeros para salir rumbo a la universidad.

En el camino se encontró con una anciana a la que le entregó los alimentos; la mujer enseguida se puso a comer, no sin antes agradecerle a Diana el gesto, la buena señora la demoró casi diez minutos.

Diana bostezó y la mujer pensando que la estaba aburriendo con su relato la dejó ir, pero en realidad era que la noche anterior no había dormido casi nada por realizar unas tareas, así que paso comprando un café, cuando se dio cuenta de la hora, empezó a correr para alcanzar el autobús. No se percató que de un almacén salía una persona quien iba mirando el teléfono en la calle. 

Diana y aquel caballero chocaron de golpe, de milagro ella no fue a parar al suelo, el café se derramó en la camisa fina de aquel sujeto.

— ¡Per mia mamma! —exclamó el caballero abriendo sus brazos arrugando su frente—. ¿Non hai occhi, ragazza? —preguntó enfadado. 

Diana, no le entendía, el hombre hablaba italiano, lo miraba asustada. 

—Le pido mil disculpas, sé que no es correcto andar corriendo por las calles, pero debo llegar urgente a la universidad. Permítame pagarle su camisa por favor —se disculpó la jovencita apenada. 

El hombre era bastante alto, maduro, de piel blanca, ojos verdes, y cabello cano.

—Tú no tienes idea de lo que cuesta esta camisa —vociferó clavando su mirada en Diana—, es un diseño exclusivo de Versace —pronunció aquel hombre con orgullo.

—Lo lamento mucho —expuso mirándolo a los ojos—. ¿Puedo hacer algo para recompensarle? —Él ladeó una sonrisa—, permítame comprarle una camisa, así no sea de marca —insistió Diana. 

El hombre por dentro se burlaba de la insistencia de la joven, había exagerado con eso del diseño exclusivo para poner en aprietos a la pobre muchacha y de esta manera tratar de conseguir una cita con ella.

La observó de pies a cabeza, joven, hermosa, sus ojos aceitunos demostraban mucha dulzura, sus labios sensuales, carnosos provocaban ser besados, era bastante alta y de muy buena figura, su largo cabello castaño oscuro le llegaba casi a la cintura, era una verdadera tentación para aquel hombre.

—Bueno yo puedo admitir las disculpas y hasta incluso perdonarte el costo de la camisa, si aceptas salir conmigo —propuso él sonriendo, mostrando su perfecta y blanca dentadura. 

Diana entornó sus parpados con sorpresa. 

—Me disculpa, pero yo no salgo con desconocidos —refutó clavando su mirada en aquel hombre sintiendo la sangre encenderle por el cuerpo—, yo estoy ofreciendo enmendar mi error, aunque siendo sinceros, usted también tuvo la culpa, por andar distraído con su teléfono —reclamó entonces se fijó que venía un taxi vacío, lo paró y se subió de prisa, él se quedó pasmado.

—¡Alessandro Zanetti bella ragazza! —exclamó con voz fuerte— algún día nos volveremos a ver —grito él. 

***

Queridos lectores se me olvidaba comentarles que la historia se narra en el presente y el pasado de los personajes, cualquier duda estoy a las órdenes. 

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