REINAS Y PEONES

Después de una noche inquieta en su mayoría, conseguí algunas horas de sueño profundo, y eso me ha servido para enfriar mi cabeza y pensar con claridad. Cuando los rayos del sol cruzan la delgada cortina, me levanto de la cama y comienzo a ponerme el uniforme que corresponde a los agentes. Tal vez sí soy persuasiva logre comunicarme mejor con el Príncipe, y hacerle desistir de tal tontería. 

10 minutos despues, estoy parada en la puerta de la casa de empleados, mirando la enorme estructura que es el palacio De Silvanus, antiguo nombre de la familia real, perdido en la tercera guerra con la muerte del Rey Éric, y tras la cual, su esposa Esis cambió el apellido real De Silvanus por el suyo, Creel. Sólo pensar en mudarme a ese enorme edificio como esposa del actual Príncipe, me provoca un vértigo desagradable y tengo que sujetarme a la pared para no caer. El palacio De Silvanus es tan antiguo como hermoso, cuando era niña jamás creí que trabajaría ahí, con personajes tan importantes e influyentes; pero ahora no quiero ni poner un pie en él.

No necesito perder el poco valor que me resta, así que sacudo la cabeza y camino a paso rápido en dirección al palacio. Las manos me sudan a pesar de la fría mañana, y de mi boca comienza a salir vapor cuando acelero el paso hasta echar a correr; tal vez correr sirva para entrar en calor, y también para serenarme antes de plantar cara al Príncipe.

Doy dos firmes toques a la puerta de su oficina, segundos después se abre y Julissa frunce la boca al ver que soy yo.

—Excelencia, la señorita Cianí—me anuncia viéndome como un insecto en sus lindos tacones.

Se hace un largo silencio hasta que nos llega la voz del Príncipe.

—Déjala entrar—hay un rastro de burla en su voz—. Pase, señorita Cianí. Y bien, dígame, ¿es que nuevamente quiere felicitarme por mi pronta unión?

La expresión desconcertada de su asistente me dice que no sabe nada, y yo oculto tanto como puedo la repugnancia que me provoca imaginar qué acaba de hacer para estar tan desaliñada. Julissa se hace un lado y entro. El Príncipe está recostado sobre un sillón blanco marfil, parece un modelo listo para una sesión de fotos; su traje oscuro destaca sobre el cuero, tiene la corbata plateada floja y la camisa a medio desabotonar. Hace un gesto con una mano enguantada y Julissa se marcha, cuando dejo de escuchar el sonido de sus tacones siento tantas ganas de ir tras ella, hacer mis maletas y... Es imposible, lo único que puedo hacer es negociar.

Entrelazo los dedos y recito mi muy ensayada conversación.

—Excelencia, ayer se habrá dado cuenta que me tomó por sorpresa, su tan inesperada declaración fue demasiado para mí. Hoy debo decir que estoy halagada y sin duda honrada, pero creo que será una unión insatisfactoria para ambos. Hemos tenido roces desagradables y yo nunca podría ser buena compañía para usted, mucho menos una esposa y Reina ejemplar.

No he mirado sus ojos, ahora que he terminado mantengo los ojos al frente, expectante. Al no obtener respuesta me permito albergar esperanza, sin embargo, esta se esfuma al mismo tiempo que el Príncipe estalla en carcajadas.

Aprieto los labios y espero a que pare.

—No eres tan aburrida como aparentas—dice con las mejillas rojas a causa de la risa—. Y das buenos discursos, eso me recuerda que debes hacer tus votos para la boda, quiero algo interesante—me señala con un largo dedo al tiempo que acomoda un cojín bajo su cabeza repleta de espesos rizos castaños—. Debo señalarte un error en tu magnífico discurso—toda diversión desaparece y vuelve la tensión—. Escucha bien, para que no te vuelvas a confundir: yo nunca, en ningún momento te he pedido matrimonio, ayer tuve la cortesía de informarte quien será la novia, pero jamás pedí tu mano, ¿está claro?

Me muerdo el interior de la mejilla mientras asiento; jamás sacaré nada de él, ahora me doy cuenta. Esboza una sonrisita.

—¿Me odias tanto?

—Cada célula de mí lo aborrece, Excelencia—digo con los dientes apretados antes de hacer una rígida reverencia y salir de su oficina.

Agradezco al cielo cuando miro a la Reina pasear en los jardines, y agradezco doblemente que esté sola, muy contra su costumbre. Ella no es santa de mi devoción, pero no puede ser peor que su hijo, ¿verdad? Ruego tener éxito cuando estoy a veinte pasos de ella. Inclino la cabeza cuando me ve.

—Majestad.

Hay sorpresa en su voz al responder:

—¡Kohana! No pensé encontrar aquí a mi futura hija, ¿necesitas algo de mí? —al ver mi expresión, sonríe abiertamente—. Es la boda, sé que una semana es muy poco tiempo, debes estar nerviosa. Hace tanto que deseo ver comprometido a mi hijo, después de ese desafortunado…—sacude la cabeza y me tiende una mano enguantada—. Ven querida, demos un paseo y hablemos, debes estar muy confundida. Vamos, linda—insiste cuando no me muevo.

En un segundo me viene a la mente sus tratos fríos hacía su hija, a Emma nunca le sirvió ser cálida con su madre. ¿Qué me hace pensar que conmigo será distinto? 

—Disculpe, Majestad, mis modales no son agradables, como ve. Y como usted ha adivinado, estoy aquí por el asunto del matrimonio. Estoy agradecida con su hijo y con usted, pero no puedo aceptar tal honor, no estoy a la altura, su hijo merece casarse con una muchacha de su clase y posición.

La mano de la Reina se enlaza con la otra y acentúa su sonrisa. ¿Cómo pensé que la suya era una expresión agradable?

—¿A la altura de mi hijo? ¿A la altura del futuro Rey y soberano de cada trozo de tierra y mar? —su voz ya no es suave ni amable, es dura y helada—. No hay nadie que esté a su altura, excepto su propia familia, más casarse entre hermanos es denominado como incesto, lástima, un desperdicio de nuestra valiosa sangre, ¿no te parece? Además, ninguno de mis dos hijos mira al otro más que como hermano, así que ya no pongas esa cara. Y, por otro lado, tú, niña estúpida, no rozas los pies de mi hijo, pero aun así te he hecho el gran honor y te casarás con él.

No quiero, casarme no estaba en mis planes, y hacerlo con alguien tan insoportable y mujeriego, mucho menos. 

—Majestad, si me permite opinar—ella no responde, así que continúo—. Las casas nobles que aspiran a unirse a la familia real podrían tomar este matrimonio como una ofensa. Hay varias candidatas que recibieron una Notificación Real casi al nacer, son chicas que se han preparado toda su vida para convertirse en esposas del futuro Rey. Sinceramente yo no…

—Una Notificación Real no es más que una pizca de esperanza para las casas, una forma de hacerles ver que sus herederas están siendo tomadas en cuenta y con ello tener asegurada la lealtad de esas familias, sólo eso. Ahora mismo nuestro objetivo es simpatizar con el pueblo, no con los nobles. Esas chicas pueden aspirar a concubinas, si tanto desean unirse a la familia real.

Veo que no puedo cambiar su decisión, sólo me queda temblar.

—¿Por qué yo? Si querían a una chica, podrían haber elegido a cualquier otra.

Antes de responder, la Reina mira a nuestro alrededor para cerciorarse de que estamos solas.

—Te dije que te recompensaría, salvaste al Príncipe y ahora serás su esposa, es un gran honor, y no estás en condiciones de negarte—se acerca y yo no retrocedo, pero me estremezco. No tengo el valor que siempre creí poseer, ¿siempre he sido tan cobarde? —. Además, de entre las plebeyas, tú eres la más cercana a la familia real: entiendes lo crítica de la situación, conoces a mi hijo y estimas a Emma, eres la única que no dará de qué hablar como esposa de Gian. No provoques una catástrofe en tu familia, esos pequeños hermanos tuyos son una monada, espero que lleguen a crecer fuertes, y tus padres, bien podrían vivir unos años más.

Las lágrimas se agolpan en mis ojos.

—No, por favor, son mi familia—suplico con la voz rota.

La Reina sonríe y me toma de la mano, nuevamente dulce.

Me han elegido por estar en medio, por mi estrecha relación con la Princesa y por mis años sirviendo a la familia real; por ser una don nadie que ha vivido en un mundo que no le corresponde. Ahora tiene mucho sentido que se hayan fijado en mí; todo el personal que sirve en De Silvanus pertenece a alguna casa menor, menos yo, yo soy la única que ha llegado hasta aquí por otras razones.

Acabo de darme cuenta de que me he convertido en un peon.

—Señorita Veena, ambas tenemos algo en común—agrega sin dejar de sonreírme—: amamos a nuestra familia. Yo debo proteger a mi hija, aunque mi esposo no haya pensado en ella, y con esta boda toda la atención recaerá en Gian y en ti. Además, estoy segura que no quieres ver a Emma triste o preocupada, menos en peligro por tu culpa, ¿me equivoco, Veena Cianí? 

Claro que no.

—Como diga, Majestad.

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