CAPITULO 6

—Detente… —ordené con suavidad, pero hizo caso omiso a mis palabras, aumentó la velocidad de sus pasos para llegar hasta mí—. ¡Dije que te detengas o no respondo, Diego! —Lo tomé por sorpresa y con los ojos desorbitados, detuvo sus pasos.

—Ana, cariño... —Su voz estaba cargada de culpa—. No es lo que parece...

¿No es lo que parece? ¿Es lo único que se le ocurrió decir?

—¿Y qué piensas que me parece, Diego? —pregunté con frialdad. Limpié con brusquedad las lágrimas con el dorso de mi mano libre. La otra seguía sosteniendo la perilla de la puerta y no la soltaría, porque tenía la necesidad urgente de aferrarme a algo para no desplomarme allí mismo, resultar más ridícula y patética de lo que ya estaba quedando.

—Ella... yo... —Ni siquiera podía explicarse.

—¡Soy su ex prometida! —Una voz chillona y arrogante resonó por encima, captando mi atención. Diego se volteó a mirarla y pude apreciar que apretaba los puños hasta que sus nudillos se volvieron blancos.

—¡Tú, cállate! —bramó furioso y la mujer respingó—. Ana, por favor, déjame explicarte —Me vio de nuevo y avanzó. Extendí la palma de mi mano para que se detuviera.

—¡Cállate tú también! —grité descontrolada—. Jamás esperé esto de ti, Diego, pero ahora está todo claro para mí. —Frunció el ceño sin comprender mis palabras—. ¿Así que ella es la razón por la que nunca has podido decirme que me amas? —inquirí con la voz quebrada por la tristeza y la decepción.

Por primera vez en todos los años que llevaba de conocerlo, Diego se quedó totalmente sorprendido. En sus ojos azules se denotaba culpabilidad y en su rostro se plasmó el terror. Las palabras no salieron de su boca y entonces recordé que no podía desmoronarme, no podía hacerle eso a mi pequeño. Me froté el vientre y me aclaré la garganta. Necesitaba de todo el valor que tenía para pronunciar las palabras que iba a decir.

—¡Quiero el divorcio, Diego! —exclamé y no supe cómo aquella declaración salió de mi boca. Sus labios se entreabrieron en el intento de emitir algo, pero sin más, se volvieron a sellar. Estaba tan sorprendido que pareció haberse sumergido en una burbuja de recuerdos, rememorando otros tiempos, otras circunstancias.

Aproveché su momento de letargo y di un paso hacia atrás, giré rápido sobre mis talones y cerré la puerta tras de mí. Caminé con prisa, busqué la salida de la empresa e intenté no derrumbarme, aguanté la respiración y las ganas de llorar. Sequé de nuevo mis ojos del resto de lágrimas que habían quedado y sorbí la nariz. Tenía que aparentar que nada sucedió porque no iba a permitir que nadie me tuviera lástima.

Caminé a paso apresurado por los pasillos, casi corriendo, con la idea fija de salir de aquel maldito lugar que me asfixiaba y me provocaba náuseas. No necesitaba montar otro espectáculo delante de los empleados, ese gusto no se lo daría a mi esposo ni a las malas lenguas que siempre estaban alerta sobre los pasos de mi matrimonio. Para mi suerte o mi desgracia, la única persona que se cruzó en mi camino fue Mónica quien, al verme, de inmediato frunció el ceño y me miró sorprendida.

—¿Qué sucedió? —preguntó preocupada y unas leves lágrimas resbalaron por mis mejillas.

—No tengo tiempo, Mónica, luego hablamos. —Mi voz sonó fría e imperante, por lo que no objetó. Sin embargo, caminó detrás de mí.

Giré varias veces la cabeza para comprobar que Diego no me seguía y una daga de decepción se hundió en mi pecho.

¿Adónde iría? ¿Qué haría, por Dios?

—¡Ana! ¡Por Dios, espera! —El grito de Diego me devolvió a mi triste realidad y reaccioné apresurando mis pasos.  

—¿Qué está sucediendo, Ana? —Mónica ya se impacientaba—. ¿Qué te hizo?

—Pasaré por tu departamento luego. Ahora debo salir de aquí. —La dejé con las palabras en la boca y subí al elevador, toqué el botón para que las puertas se cerraran antes de que Diego llegara hasta mí.

Cuando estuvo a punto de alcanzarme, las puertas se cerraron y di gracias al cielo porque no estaba lista para enfrentarlo. No así. No después de lo que acabé de descubrir. El tiempo que duró bajar esos veinte pisos se me hizo eterno y agradecí por lo bajo saber que a Diego le tomaría mucho tiempo alcanzarme.

Aunque bajara por las escaleras, se tardaría, ya que la salida de emergencia estaba siendo sometida a mantenimiento y tendría que esperar a que le dieran paso para cruzar por esas áreas.

Además, el único elevador que llegaba hasta el último piso del edificio, era justamente el que yo había tomado. Suspiré temblando, mientras el frío dominaba cada tramo de mi cuerpo. No iba a llorar, al menos no hasta que saliera de este lugar.

Cuando por fin se abrieron las puertas, e ignorando a todos los que me saludaban al paso, corrí hasta la calle. Quise gritar por la frustración. Quería m****r al demonio al mundo entero por todo, pero existían cosas que ya no tenían marcha atrás. Con aturdimiento, me detuve abruptamente en la acera al notar una ligera llovizna. El tiempo cambió y no sabía por qué me sorprendía tanto si estábamos en Londres.

A mi mente regresó la imagen de Diego besando a aquella vulgar mujer; el dolor y asco que me causaba me impulsó a correr bajo la llovizna que cada vez era más intensa, convirtiéndose en lluvia. Mientras corría, mis lágrimas se mezclaban con el agua sobre mi rostro y me preguntaba, «¿por qué?».

¿Por qué Diego me hizo eso a mí? ¿Por qué simplemente no me dijo que ya no quería estar a mi lado? ¡Que deseaba y amaba a otra mujer!

¿Cuál era su necesidad de lastimarme de aquella manera, cuando yo lo único que había hecho fue entregarle mi vida y mucho más?  Sacrifiqué mis propios ideales del amor por estar a su lado. ¡Oh! Diego Sullivan sería demasiado estúpido si no se hubiera dado cuenta que sabía perfectamente que no me amaba como lo merecía, que jamás mencionó la palabra te amo para mí.

Estaba demasiado enamorada y yo misma, hasta hace unos momentos, me engañé diciéndome que él me quería a su manera. Sin embargo, ahora caía en cuenta de que debía aceptar la realidad de sus sentimientos, porque él no me amaba a mí, sino a alguien más.

¿Hasta qué punto me podía el amor volver tan estúpida?

¡Por todos los cielos!

Qué idiota fui. Tal vez llevaban años engañándome y yo ni siquiera lo sabía.

Mis piernas se detuvieron, agaché la cabeza y los brazos con cansancio, llorando con pesar. Por Dios que me debía de ver patética. Levanté el rostro y me topé con que llegué a un parque desierto. Suspiré, sentí una amargura irremediable y pensé en las estupideces que hacía en estado de conmoción. Ni siquiera me había dado cuenta que estaba de pie, al borde de un pequeño lago artificial que formaba parte del parque, y que el agua estaba a punto de tocar mis pies.

Tiré mi cabeza hacia atrás y dejé que la lluvia cayera de lleno sobre mi rostro, cerré los ojos y rememoré el día que le dije que «sí». Que sí sería su novia, luego de haberlo rechazado durante cinco meses por temor a que me destruyera por completo, por miedo a que acabara por romper mi corazón. Sonreí de manera triste. Al final, él lo logró. Acabó conmigo por completo.

Todo lo que me había dicho y me había prometido solo fueron mentiras, patrañas crueles que me envolvieron en una burbuja de engaño donde me creía apreciada, querida y estúpidamente amada por alguien a quien no le importaba en lo más mínimo.

—¡Ahhh! —grité al cielo con todas mis fuerzas, reclamándole a Dios por esta decepción.

Pero Dios no tenía la culpa. La culpa era mía por creer en algo que nunca fue, por sentir algo que nunca debí, hacia alguien que sabía no me quería de la misma manera que yo.

A veces, somos tan tercas e ilusas las mujeres.

Siempre que alguien no nos conviene, más nos aferramos y pensamos que vamos a cambiarlo, que vamos a sanarlo y componer el alma, el corazón o la vida de esa persona.

Nos arrastramos y cargamos una cruz que no nos pertenece, llevamos una tristeza que no es nuestra. Soportamos indiferencia, engaños, mentiras y todo ello se borra con una sonrisa o con un simple te quiero de parte de la persona que amamos.

Así de sencillo, una mujer enamorada olvida los golpes que le da el amor. Que idiotas resultamos a veces.

El frío comenzó a inundar mi cuerpo y comencé a tiritar. Me abracé a mí misma, giré sobre mis talones dispuesta a salir del parque. Ya tuve suficiente de mi momento de autocompasión y era hora de poner a resguardo mi cuerpo, evitar lastimar a un ser que no tenía la culpa de mis errores.

Cuando di el primer paso y levanté la vista, lo vi. Él… él estaba de pie, completamente empapado, observándome con esos ojos azules claros que siempre fueron mi perdición. Sus brazos estaban colgados a cada lado de su cuerpo con los puños apretados. Su pecho subía y bajaba debido a su agitada respiración.

Nos quedamos unos minutos midiéndonos con los ojos, sin que ninguno apartara la vista del otro. Mi corazón se encogió y a la rabia que sentía, la reemplazó una gran tristeza por caer en cuenta que estaba terrible e irremediablemente enamorada de alguien que no me correspondía. En silencio, le rogué a Dios que me diera fuerzas para hacer lo correcto, porque el hombre que tenía a escasos pasos de mí era mi debilidad, el elixir de mi vida y privarme de él sería como morir en vida, pero también era necesario alejarme.

Él no me amaba y había vivido a mi lado, durmiendo conmigo, pero amando a otra y engañando a mi corazón.

Debería odiarlo, debería despreciarlo, mas era imposible porque lo amaba más que a mí misma.

Aun así, lo mejor era apartarlo de mi vida para siempre, porque jamás podría vivir con el recuerdo de su traición y con la realidad de su desamor. Prefería vivir tranquila, consciente de que no tenía su cariño, a vivir en una mentira que sabía poco a poco consumiría mi alma y volvería de mi vida un infierno.

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