CAPITULO 4

—¿Por qué, Diego? —pregunté sin separarme de él—. ¿Por qué me mentiste de esta manera? —Un suspiro largo de resignación escapó de él.

—Yo no te mentí, Ana. —Esta vez se separó, tomó con ambas manos mi rostro—. Necesito que confíes en mí. —Secó mis lágrimas con su pulgar y tomó mi mano para guiarme hacia el baño—. Necesitas una ducha y alimentarte, estás pálida.

No protesté porque sabía que tenía razón.

Abrió la ducha y rápidamente el vapor que se formaba por el agua caliente que caía, ocupó toda la estancia. Se acercó de nuevo a mí y de manera silenciosa me despojó de mis prendas, dejándome expuesta ante él. De milagro, la vergüenza no se hizo presente en mí, solo me quedé de pie, observando los movimientos de Diego que seguidamente me cargó entre sus brazos, llevándome hasta la ducha. Cerré mis ojos ante el contacto del agua caliente que caía sobre mi cuerpo, relajándome al instante, calmando por un momento la tensión que sentía.

Cuando levanté mis párpados, mi mirada se encontró con unos orbes azules llenos de tristeza. Diego estaba de pie, delante de mí y desnudo, con una esponja en la mano.

—Voltéate —pidió—; te lavaré, cariño. —Volví a cerrar los ojos ante esa palabra; «cariño». Sin protestar, volteé dándole la espalda y comenzó a frotar la esponja por todo mi cuerpo.

Cuando terminó, me tomó por la cintura haciendo que girara de nuevo y nos quedáramos frente a frente. Tomó mi mano y en ella depositó la esponja.

—Es tu turno de lavarme, mi amor. —Tragué con fuerza y recorrí, por primera vez desde que estábamos en la ducha, su cuerpo que parecía esculpido por el mismísimo Miguel Ángel. Al ver que no reaccionaba, tomó mi mano entre las suyas guiándola hasta su torso, haciendo círculos con la esponja, para luego bajar a su abdomen y hacer lo mismo. De momento a otro soltó mi mano y se volteó—. Sigue sola, por favor… —Sus palabras sonaban a súplica y me desarmó por completo. Con la mano temblorosa, posé la esponja en su hombro y comencé a frotar toda su espalda, descendí hasta su cintura y caderas. Me detuve, pero él me instó a seguir—. Te faltan los glúteos, cariño.

—Creo que fue suficiente —respondí avergonzada. No podía seguir o caería en su juego de seducción y olvidaría lo enfadada que estaba.

—Por favor... sigue, Ana. Quiero sentir cómo descubres mi cuerpo, cariño. —Suspiré, volví a tomar la esponja y repasé sus glúteos con ella. Cuando terminé, solté la esponja dispuesta a salir de allí. Diego leyó mis intenciones y se volteó, tomando mi cuerpo entre sus brazos y aferrándome a él.

—Basta, Diego —dije sin mirarlo—. No es momento de juegos.

—¿Quién dijo que estoy jugando? —Me estrechó más a él—. Solo quiero que mi esposa memorice cada tramo de mi cuerpo, que sienta cada parte de mi anatomía como suya, que conozca el lugar exacto de cada lunar, cicatriz, y sea lo que sea tenga mi humanidad.

—Diego, por favor… —supliqué, pero hizo caso omiso y nos arrastró debajo de la ducha a ambos, con nuestros cuerpos unidos por sus bazos. Me removí tratando de zafarme de su agarre; fue imposible. Mi diminuto cuerpo era insignificante ante él.

Con estoicismo, me rendí y aflojé mis músculos. Él apartó los mechones de pelo que caían sobre mi rostro, llevándolos hacia atrás. Mi visión estaba empañada por la mezcla de agua y lágrimas que descendían por mis mejillas. Acarició mi cara y me propinó un casto beso en la frente. Cerré mis ojos ante su contacto y sentí cómo besaba mis párpados de a uno, bajando a mi nariz hasta posar su boca sobre mis labios.

—Eres tan hermosa —susurró y dejé escapar un quejido de mis labios entreabiertos—. De verdad. Ana, todo lo que sucedió no es lo que imaginas. —Besó mi mejilla, subió hasta mi oreja e introdujo mi lóbulo en su boca—. Solo existes tú.

Y fue suficiente para desarmarme por completo y entregarme a él sin reserva alguna, ya después me arrepentiría de ser tan fácil de convencer. Mandé al carajo mi determinación de acabar con mi matrimonio y me dejé llevar por todas las sensaciones que el hombre que amaba me trasmitía.

Lo besé con fuerza y su respuesta fue inmediata.

Comenzó a recorrer mi cuerpo con sus amplias manos, bajando hasta mis glúteos para apretarlos y levantarme. Por instinto, enrollé mis piernas a su cintura, quedando mi rostro a la altura del suyo. Rompimos el beso para mirarnos, ambos gimiendo, con la respiración dificultosa en un silencio tenso que fue roto por él.

—Jamás dudes de mí, cariño —habló y besó de manera lenta mis labios, los mordisqueó y succionó de manera pausada. Se separó de nuevo y volvió a fijar sus ojos en los míos—. Escúchame bien; nunca te traicionaría de esa manera. Siempre estaré a tu lado sin importar lo que suceda, te protegeré de todo y de todos y aunque a veces parezca un tempano de hielo, no olvides que tú siempre serás el fuego que calienta mi alma y mi corazón. Solo tú tienes ese poder, mi dulce Ana… solo tú, y juro por lo más sagrado que daría mi vida por ti. Es una promesa. —Sus palabras sonaron tan sinceras que no pude más que asentir con lágrimas en los ojos, pero esta vez por la emoción. Hundí mi rostro en su cuello y susurré un «te amo», que otra vez no tuvo respuesta.

Como si percibiera mi decepción, de una estocada se hundió en mí, haciéndome olvidar la tristeza del momento. Me arqueé por respuesta. Mis gemidos hacían eco en el amplio tocador y parecía un aliciente para mi esposo.

—Júrame que tus quejidos y gemidos siempre serán solo míos —susurró en mi oído, pero no respondí porque estaba perdida en una bruma de placer que nublaba mi juicio. Diego se detuvo y gruñí en señal de protesta por ello. Estaba a punto de acabar y se detuvo en el peor momento—. Responde, gatita —me habló con una voz tan sensual que creí venirme solo con ello.

—¿Gatita? —Fue lo único que salió de mi boca.

Mi gatita —enfatizó. Yo fruncí mi ceño y él sonrió por respuesta—. Ronroneas como una gatita cuando estás caliente —explicó y me sonrojé.

—¡Oye! —Iba a protestar.

—Responde, gatita —volvió a pedir—. Júrame que siempre serás mía, solo mía. —Parecía que mi respuesta fuera vital para ese hombre.

—¡Lo juro, por Dios! —grité—. Por favor, Diego, sácame de esta agonía. —Y de aquella manera, debajo del agua que se esparcía sobre nuestros cuerpos, hicimos el amor de manera salvaje hasta que ya no pude contenerme y me perdí en la oleada de placer que me provocaba su contacto, sintiendo un líquido caliente en mi interior, mezclándose con el mío.

Apoyó mi espalda en el mosaico, sosteniéndose con una mano para no dejarnos caer allí mismo de lo exhaustos que quedamos. Luego de unos instantes, desenrosqué mis piernas de su cuerpo y me incorporé sobre mis pies. Diego me abrazó y le respondí. Sabía que tácitamente me preguntaba si estábamos de nuevo bien, y mi abrazo le respondía que sí. Debía confiar en él si quería ser feliz a su lado. No dejaría pasar la oportunidad de que me explicara lo que realmente significaban esos mensajes, pero estaba segura en lo profundo de mi corazón que no mentía, que era sincero y, aunque no lo fuera, sabía que, de todas maneras, terminaría creyendo en él.

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