Parte 1 - Una boda

Años después

—¿Me permite esta pieza, señorita Eunice? ¿O, mejor dicho, señora de Almeida? —Su voz cortés y discreta cerca de mi oído hizo que el tinte rosa subiera a mis mejillas. Negué, divertida, con una sonrisa al escuchar con realce eso último que había dicho. Al final asentí a su petición con cierta sutileza.

Me levanté del elegante sofá que estaba reservado para nosotros en una esquina de la recepción, accedí a su mirada de complicidad —esa que me cautivaba—. Enseguida, colocó su brazo como todo un caballero; lo tomé con una mano mientras que, con la otra, acomodaba mi vestido blanco con cuidado de no ajarlo. Caminamos despacio en dirección a la pista de baile; era inevitable escuchar el resuene elegante de mis sandalias de taco alto sobre el porcelanato marmoleado del lujoso salón. Yo no me lo podía creer aún, parecía un sueño hecho realidad. La decoración del lugar era sofisticada y, conservaba el toque delicado que tanto me gustaba. Había arreglos florales de color pastel en los centros de mesa, bocaditos, listones hermosos y buena música. No podía pedir más.

Los aplausos de los invitados y las demás parejas no se hicieron esperar al vernos en medio del escenario. La banda que estaba tocando nos ambientó con una pieza romántica. En ese instante, empezó a sonar la canción que desde entonces sería nuestra favorita, aquella que quedaría sellada en su mente y la mía por el resto de nuestras vidas: la de nuestra boda.

Hicimos una breve pausa. Él me rodeaba la cintura con sus brazos y, mientras posaba mis manos sobre sus hombros, nos empezábamos a mover despacio de un lado a otro, al compás de la suave melodía de Jacob Lee, I Belong to You.

—¡Estas hermosa, cariño! —susurró mientras mi rostro se recostaba cerca de su pecho. Sonreí, luego suspiré casi sin darme cuenta. Él me hacía sentir única y eso me encantaba.

Mi mente empezó a recapitular los momentos que habíamos vivido juntos, la forma en que nos habíamos conocido; ese romance que empezó en un avión con destino a la Isla Santa Cruz, Galápagos. Él iba por gestiones hoteleras del negocio familiar con su padre, y yo, por una reunión con el director de la editorial que publicaría mis libros más adelante. En mis planes no encajaba la palabra «amor». Es más, esta había perdido en lo absoluto su significado, o al menos eso creía. No obstante, cuando vi a Valentino por primera vez, mi corazón empezó a palpitar de una forma en que le había prohibido latir por nadie; h**o una conexión invisible y casi inexplicable. Ese día, él buscaba el número de su asiento; lo que no sabía es que su lugar estaría a mi lado. No solo por esa ocasión, sino por el resto de nuestras vidas.

Pese a mi rigidez e intento de seriedad, sus ojos negros detrás de unos lentes de pasta, su sonrisa cálida, su voz varonil y su plática amena invadían mi espacio personal, el cual, aunque yo no entendía por qué, quería compartir con él. Una pregunta llevó a otra, y después a otra. Descubrimos puntos en común, y la atracción física se sentía por parte de ambos. Decidimos intercambiar nuestros números de teléfono porque sabíamos que nuestros caminos se separarían tras llegar a destino. Horas después, me escribió al móvil para invitarme a salir, pero no le tomé tanto asunto; debía centrarme en mis prioridades, así que rechacé la propuesta. En aquel entonces tenía que hacerme cargo de una historia que debía sanar. Sin embargo, un año después sentí ganas de volverlo a ver; fue algo mágico y repentino. Quise saber de qué iba su vida, así que me armé de valor y retomé la salida pendiente, con una invitación a su celular. Él aceptó enseguida, y, tras la primera cita, me surgieron ganas de seguirlo conociendo. Al poco tiempo empezamos a salir de manera oficial. Por suerte, vivíamos en la misma ciudad y ninguno de los dos había cambiado de número telefónico.

—¿Qué tanto piensas amor? —indagó con una media sonrisa, lo cual hizo que desviara mi atención hacia él.

—¡Eh! Disculpa, cariño. Estaba... —Sacudí mi cabeza para volver al presente.

—¿Estabas? —murmuró mientras seguíamos bailando, a la espera de una respuesta.

—Estaba recordando cómo nos habíamos conocido, lo que hemos vivido… Y aún no puedo creer que hayamos sostenido la promesa, ¡eh! —Él guiñó un ojo pues sabía a qué me refería.

—¿Ah sí? Entonces ven aquí —dijo con una voz tan suave, me acercó más a él, tomó una de mis manos y la llevó hacia sus labios para dejar un beso sobre ella mientras me miraba fijo a los ojos, gesto que me enamoraba más de su dulzura.

—Por cierto, ¡estás guapísimo! —intervine con la intención de sonrojarlo. Él arqueó una ceja y negó con una sonrisa.

—¡Qué dicha la mía poder llamarte mi esposa, al fin! Me alegra tanto haber coincidido en ese viaje contigo, ¡te lo juro! —musitó y me dio una repasada de arriba abajo con disimulo.

—¡Te vi, eh! —Ambos reímos luego de la pillada indiscreta que no pudo ocultar frente a mí.

—Amor, ¿me aguardas un momento aquí? No te muevas —indicó algunos minutos después, mientras se alejaba de mi sitio para avisarles algo a los músicos de la plataforma y al productor de eventos encargado; el sonido se detuvo, noté que las luces se apagaron y solo quedaron encendidas las del centro de la pista.

Todos empezaron a aglomerarse a la expectativa. Entonces, vi que Valentino caminaba despacio hacia mí, y traía consigo un micrófono. Yo no asimilaba aún qué era lo que quería hacer, pues él a veces era imprevisible; así que tan solo me dediqué a disfrutar de su improvisación.

Empezó a escucharse música instrumental de fondo para ambientar lo que él estaba a punto de anunciar.

—Eunice, no sabes lo agradecido que estoy con la vida por haberte puesto en mi camino. Y también quiero que todos lo sepan; de verdad les agradezco a cada uno de ustedes por acompañarnos en este día tan especial para nosotros... —expresó al tiempo que miraba al público, pero su vista volvió a enfocarse en mí cuando la pista musical cambió a una que se me hacía muy familiar.

—Esto es para ti. —Asintió. Mi mirada seguía prendada en la suya, un poco intrigada.

Entonces, acercó el micrófono a sus labios, y todo apuntaba a que cantaría la canción que una vez le dije que me gustaría que sonara en nuestra boda, aunque nunca imaginé que sería en su voz: The rest of my life de Bruno Mars.  

Lágrimas de felicidad resbalaban por mis mejillas al escucharlo cantar. Él era muy bueno en aquello, y en los idiomas ni se diga; el inglés se le daba bastante bien, aunque él prefería dejarlo solo para los karaokes con familiares y amigos cercanos. Cuando iba por el estribillo, entonaba con tanto sentimiento que yo me perdía en su melodía; nuestras miradas se cruzaban casi sin pestañear, tomaba mis manos para acercarlas a su pecho como si me recordase a cada instante que me estaba dedicando esa sentida letra. Luego de que terminó de cantar, me impulsé a sus brazos de un solo movimiento. Él dejó un beso sobre mi frente, yo dejé uno sobre sus labios mientras abrazaba su cintura y él la mía. Si bien es cierto que yo no era tan expresiva —me costaba, de hecho—, pero admito que verlo tan radiante provocaba que mis emociones fluyeran sin más. Los invitados hicieron presentes sus aplausos. Les agradecimos por acompañarnos en esa hermosa velada, y los dejamos de nuevo con buena música y luces bajas para que siguieran disfrutando de la fiesta.

Luego de casi dos horas de tanto bailar, tomarnos fotos y deleitarnos con el gran buffette, en lo que Valentino saludaba a sus tíos, fui a la cocina por un vaso de agua. Quería chequear cómo iba todo por ahí, muy aparte de la supervisión de nuestro jefe de banquetes. Entonces, se me acercaron Marta y Antonio, quienes oficialmente ya eran mis suegros.

—Hola, querida, ¿todo bien? —preguntó Marta con amabilidad, mientras afirmaba sus codos en el mesón con delicadeza. Esa noche lucía un vestido de color turquesa conservador, con guantes de seda del mismo tono, un peinado recogido y sus accesorios dorados. Antonio cargaba un esmoquin gris con un pañuelo en su bolsillo del mismo tono que su esposa, un atuendo bastante coordinado y elegante. Me pregunté si Valentino y yo luciríamos así de bien cuando envejeciéramos juntos. Sonreí y me salí de mis pensamientos, dispuesta a responder enseguida.

—Sí, todo bien. Vine por agua y a verificar que todo estuviera en orden por aquí —comenté. Aproveché también la oportunidad y les agradecí por habernos prestado el salón para organizar nuestra recepción con Valentino.

—Era lo mínimo que podíamos hacer, linda. Tú y mi hijo se lo merecen. Cuenta con nosotros para lo que necesiten —expresó Antonio muy cordial. Le agradecí mientras notaba que él tocía de manera discreta, y trataba de girarse para no incomodar.

—¿Se encuentra bien, suegro? —pregunté. Él asintió y se reincorporó enseguida.

—A esta edad nos pasa casi de todo —intervino Marta. Sonreímos los tres al mismo tiempo, según lo que me había contado Valentino, ambos tenían sesenta años.

—No hay nada de qué preocuparse, todo está bien. Por cierto, Eunice, me alegra mucho que al fin hayan dado ese con mi hijo —indicó mientras sacaba un pañuelo del bolsillo de su pantalón para secarse la frente. Supuse era por tanto bailar.

—Amo a su hijo como no tiene idea.

—Eso se nota. —Levantó su barbilla con orgullo.

—Y bueno, cambiando de tema, ¿desean algo de comer? Digo, ya que estamos en la cocina —sugerí señalando una bandeja de tartuelas con relleno de pollo a nuestro costado.

—Gracias, hija, yo quiero un par —confesó Antonio. Extendió su mano y las tomó de un solo bocado.

—Por mi parte, no, querida. No te preocupes, solo vinimos a avisarte que casi es medianoche, y ustedes ya deben retirarse.

Miré a Marta asombrada tras su comentario un tanto difuso. Mi gesto de alegría se desvaneció por un instante.

—¿Pero por qué si la reunión aún no termina? —cuestioné mientras me llevaba a la boca una tartuela, al igual que Antonio. Luego tomé una servilleta y limpié mis labios con leves toques.

—Porque es tradición que los esposos se vayan antes que los demás. Además, creo que es... —insistía mi suegra, mientras que Antonio negaba con una sonrisa.

—Mujer, déjalos tranquilos. Si ellos no quieren irse, está bien. Los tiempos han cambiado. Son jóvenes; son nuevas reglas, supongo  —interrumpió de una manera muy amena y respetuosa.

—No, mi vida. ¿Cómo crees? Valentino debe llevarse a Eunice a medianoche; es tradición en la familia. ¿Lo recuerdas? ¿Qué dirán nuestros invitados cercanos?  —Miró a mi suegro, a quien intentaba hacer cambiar de opinión.

Marta era un tanto —por no decir demasiado— exigente con eso de las tradiciones familiares y el «qué dirán», pero lo que no sabían era que Valentino y yo ya habíamos pactado irnos al finalizar la recepción, no antes. Prometimos que nuestros parientes no interferirían en los acuerdos que nosotros hiciéramos, y más aún en temas maritales. Al menos eso creía.

Agradecí la sugerencia mientras tomaba un vaso de cristal y me servía un poco de agua del dispensador, di un par de sorbos, los miré y les dije de forma cortés que su hijo y yo teníamos otros planes. Marta presionó sus labios con un poco de disconformidad por un momento, pero Antonio me dijo que no me preocupara, que ya se le pasaría. Ambos sonreímos. Después de eso, me retiré de la cocina.

«¡Ay, mis suegros! La familia adoptiva que me gané», pensé, divertida.

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