III El valor de un minuto

Al día siguiente y suponiendo que el maniático de su jefe volvería a pedirle café, Samantha se adelantó y lo preparó con anticipación. Para cuando el mensaje llegó, sólo debió calentarlo y partir raudamente a llevárselo. Tardó tres minutos, comprobó disimuladamente con su teléfono.

Esperó a varios pasos de él, por seguridad. No había vuelto a ponerse el delantalito y su ausencia le quitaba toda la apariencia de sirvienta. Sólo era una mujer que usaba un vestido negro demasiado corto para su gusto.

No recibió comentarios de aprobación por el café, pero tampoco quejas y para ella fue suficiente.

—¿Necesita algo más?

—Largo —fue la amable respuesta del hombre.

La joven retrocedió hacia la puerta, sin quitarle la mirada de encima o atreverse a darle la espalda. Sólo se volteó en el umbral para salir por fin. Con una sutil sonrisa torcida, Vlad bebió otro sorbo de café.

La muchacha pasó toda la tarde en la cocina. En ausencia de nuevas peticiones de su jefe, se dedicó a ayudar en sus labores a las otras sirvientas.

Jefe demente: Voy a salir, tráeme mi maletín.

Samantha partió rápido hacia el interior de la mansión. Cuando iba en el segundo piso, se cuestionó el rumbo de sus acciones. ¿Dónde se suponía que estaba el maletín? Y cuando lo encontrara ¿A dónde debía llevarlo?

Sirvienta aprovechada: ¿Dónde están usted y el maletín?

Vlad rodó los ojos al leer el mensaje, más todavía con lo que se había tardado ella en preguntar.

Jefe demente: yo, en la entrada; el maletín, en el despacho.

Samantha siguió su camino al tercer piso con alivio, pero fue una sensación muy breve. Había olvidado la cerradura eléctrica. Se dio un cabezazo de fastidio contra la puerta cerrada que guardaba tras de sí a su objetivo y regresó a la cocina.

—¿Alguien tiene el control para abrir el despacho del señor Sarkov?

Ellas la miraron como si se hubiera vuelto loca.

—Nadie más que el joven amo Vlad tiene el control —aseguró una de las sirvientas y la fatalidad le cayó encima.

Ya imaginaba el regaño que le llegaría por la tardanza.

En la entrada de la mansión, que se extendía varios metros a la redonda antes de comenzar el jardín, no había nada salvo un lujoso auto negro. La ventana trasera bajó y trotó hacia ella.

El hombre hablaba por teléfono. Sólo sacó el brazo fuera, entregándole el pequeño control y ella partió al despacho. El maletín de cuero café y lustroso estaba sobre el mullido asiento y lo cogió sin tardanza. Tanto el maletín como el control estaban ya en posesión de su dueño.

—¿A qué hora te envié el mensaje?

La pregunta la descolocó y con la mano temblorosa buscó en su teléfono.

—15:10.

—¿Y qué hora es ahora?

—15:18.

—Ocho minutos en algo tan simple como ir por un maletín.

Ella iba a defenderse quejándose de lo enorme que era la mansión y que el despacho estaba en el tercer piso. Además tenía una cerradura eléctrica. Quién sino un maniático obsesivo y controlador tendría algo así en su propia casa.

Fue sensata y se mantuvo en silencio.

—¿Sabes el dinero que gano en un minuto?

Ella negó y casi se desmayó al oír la absurda y exorbitante cifra, reflejo del desigual mundo en el que vivían.

—Usa lo que sabes de matemática y calcula cuánto te tardarás en devolverme lo que me hiciste perder en ocho minutos.

El auto partió de prisa, levantando una nube de polvo que la hizo toser. No fue tan malo como calcular que tendría que trabajar tres meses más para pagar por su leve retraso.

Nunca antes el tiempo tuvo tanto valor para Samantha como ahora.

〜✿〜

Con ayuda de la información que le proveyeron las sirvientas, Samantha logró hacer un itinerario de su jefe. Usualmente salía y llegaba a la misma hora y pedía un aperitivo antes de la cena. Le avisarían cuando estuviera por llegar para que lo esperara en la puerta.

A las seis de la tarde estuvo parada junto al perchero, tan rígida como él. Su jefe entró y le pasó el maletín. Empezó a quitarse el abrigo y ella le ayudó. Se movía muy rápido y entre coger la prenda y sostener el maletín, éste último se le resbaló. Sin dar crédito a lo que ocurría, Vlad la vio patear el objeto, que rebotó sonoramente unos cuantos metros hasta chocar con un mueble y acabar botando un costoso florero que terminó hecho trizas.

—¿Por qué has hecho eso?

Ella tampoco parecía creer en su desdicha.

—Intenté amortiguar la caída, señor, yo…

—Descuida. Todo lo que rompas se descontará de tu sueldo. Deja el maletín en mi despacho. —Le entregó el control y se perdió por un pasillo.

La había sacado barata, pensó Samantha limpiando el desastre. Comenzaba a perder la noción de su deuda y del valor del dinero. Debía llevar las cuentas claras y conservar la calma.

Jefe demente: tráeme un Martini, estoy en la piscina.

Pidió ayuda a las sirvientas para preparar el trago y hallar la piscina. No estaba fuera de la mansión, como pensó en un comienzo, estaba al centro. Una enorme piscina rodeada de pilares neoclásicos y finas esculturas de doncellas. Era la idílica imagen de los baños de algún emperador de la antigüedad. El techo era de cristales, como los de un invernadero y por ellos se colaba la luz anaranjada del atardecer. El emperador se deslizaba como un pez en sus aguas turquesas, pintadas con los reflejos dorados del sol. Dejó el Martini en una mesa y caminó a la salida.

—No te vayas.

El hombre salió del agua, ordenándose el cabello. Samantha le miró los pies, luego de haber visto con lujo de detalles todo lo demás, y esperó por sus órdenes. Vlad se sentó, sin mirarla. Bebió tranquilamente hasta que le pidió una toalla. La usó para secarse el cabello.

—Te enviaré mi itinerario de la próxima semana. Sabes lo importante que es la puntualidad y lo valioso que es mi tiempo, así que no me hagas perderlo.

El teléfono le vibró en el bolsillo, el documento había llegado.

—Lárgate, no te necesitaré hasta mañana.

—Qué tenga buenas noches, señor.

Vlad entrecerró los ojos mientras la veía alejarse. Algo no acababa de gustarle sobre aquella palabra. Mañana la corregiría.

En su habitación y durante todo el tiempo que le tomó dormirse, que no fue poco, Samantha no dejó de pensar en el atlético cuerpo semidesnudo y mojado de su jefe y en el pequeño tatuaje que tenía sobre la cadera. Un hombre tan estricto y amante de la rigurosidad y disciplina como él con un tatuaje. Algo no cuadraba. Algo se ocultaba tras la perfecta imagen que él le mostraba al mundo. Comprendió que realmente no sabía nada sobre su jefe.

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