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El señor, según las doncellas encargadas del aseo, descansaba en una alcoba muy lejos de su mujer Y luego durante el día apenas si se veían. ¿Quién tendría la culpa? Ella, la señora, era una monada de mujer y él, el señor, un hombre elegante y atractivo. Kay, ajena a los pensamientos de su doncella, terminó su tocado y bajó al vestíbulo. El taxi esperaba ya y subió a él temblándole un poco las piernas. Entró en la clínica a las ocho en punto. Nadie encontró a su paso. Mejor. Detestaba a la secretaria de su marido y prefería no verla. Greg, envuelto en su bata blanca y pasándole un brazo por los hombros, la condujo hasta el consultorio.

—Qué blanco está todo —sonrió ella aturdida.

—¿Nunca has estado aquí?

—Es la primera vez.

—Ya. ¿Quieres un

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