VIII

En el aeropuerto los esperaba el lujoso automóvil negro. Jeremías, el chófer uniformado, saltó al suelo y saludó a su ama, gorra en mano. Luego se hizo cargo de las maletas, las cargó en la parte trasera del coche y abrió las portezuelas para que subiesen sus señores. El auto se puso en marcha. Kay vestía rico abrigo de visón, calzaba altos zapatos y su rostro, de moderna belleza, miraba por la ventanilla con creciente ilusión. Aquellas luces de colores, aquellos rascacielos, aquellas calles suntuosas que le eran familiares, ponían en sus ojos una luz de felicidad. El auto enfiló la avenida West End, uno de los barrios más elegantes de Nueva York, y se detuvo ante la gran verja del palacio que era su hogar. Esta se abrió y el auto rodó de nuevo hasta la gran escalinata.

—¿Estará Dick esperándome aquí, Greg? —preguntó la

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