Transtornada por amor
Transtornada por amor
Por: majuibol
I

Se abrió la puerta de la biblioteca.

—Como Mahoma no va a la montaña…

—¡Mamá, qué sorpresa más agradable! Pasa, pasa, mamaíta. Kay corrió hacia la elegante dama y la besó una y otra vez en ambas mejillas.

—Mamá, ¡cuánto me alegro que hayas venido! ¿Y papá? ¿Por qué no te ha acompañado? —Su reuma no le deja tranquilo esta temporada — exclamó Lena Perkins, hundiéndose en el cómodo sofá.

 — ¿Y el niño? Resulta increíble en ti, ya que, por tu culpa, no le veamos en toda una semana. Papá está disgustado contigo. El bien quisiera venir, pero con este frío no se atreve a salir de casa. ¿Dónde está Gregory?

—En la clínica, supongo. Tiene mucho trabajo estos días, apenas si para en casa.

 —Ya. Dime, querida, ¿te encuentras mal? Pareces desmejorada.

—Estoy bien, mamá —replicó Kay, huyendo de la mirada escrutadora de su madre—. Estaré más blanca, porque apenas salgo.

—Será eso. H**o un silencio extraño como si algo se ocultara tras él.

—Kay…, ¿no eres feliz?

—Siempre me haces la misma pregunta, mamá. Soy feliz.

—No puedo dominar mi incertidumbre. A veces escucho la voz de la conciencia que me culpa de ello. Kay abrió los párpados. Sus labios húmedos, bien trazados, se estremecieron casi imperceptiblemente.

—No te martirices sin necesidad, mamá. No has cometido delito alguno. ¿Vas a comer conmigo? Greg seguramente no vendrá a almorzar.

—Imposible. Tengo el coche en la puerta y el chófer está aguardando. Además, papá —nombraba siempre así a su marido— espera que le lleve a Dick.

—Ha ido al colegio.

—¿No es muy pequeño para mezclarlo con los demás niños? Kay negó. Tenía unos ojos preciosos, de un azul intenso, que brillaban más bajo el arco gracioso de sus cejas. Era rubia, no muy alta pero estilizada y distinguida. La señora del doctor Gregory Calhoun jamás pasaba inadvertida. Era, a decir verdad, la joven dama más elegante y bonita de aquel barrio residencial de Nueva York.

—Tiene tres años —dijo, bajo—. Y el colegio está cerca. Lena Perkins torció el gesto. Era alta, elegante, de porte altivo y señorial. Era la segunda hija de un noble inglés, casada con Richard Ardrich, de origen escocés, y segundón también de una linajuda familia.

 —Los hijos de nuestra estirpe jamás se han mezclado con los demás niños. Tu marido tiene sobrada posición para procurar un profesor a su hijo.

—Greg… dice que él fue un niño de la calle. Lena estiró el cuello. Indudablemente no le resulté agradable la expresión de su hija.

—Greg tiene siempre la manía estúpida de recordar su origen plebeyo.

—Quizá.

—Pues debería olvidarlo ya. Ha llegado alto por sus méritos y es desagradable oírle contar constantemente dónde y cómo nació. Kay consideró conveniente no responder.

—Y no me explico qué clase de influencia ejerces sobre Gregory, que no consigues que tu hijo sea educado como Dios manda, no mezclado con todos los niños de una barriada. Porque estoy por asegurar que a ese colegio no acude hijo alguno de familia opulenta.

—En efecto.

La dama se sulfuró: —¿Y consientes que tu hijo…? Dios mío, o eres tonta o has perdido el juicio o te has vuelto como tu marido.

—Por favor, mamá…

—¿Por qué no lo impides?

 —Porque jamás me inmiscuyo en lo que hace Greg Y esto de enviar al niño a un colegio corriente ha sido cosa suya.

—Absurdo, Kay. Increíble.

—Lo sé, mamá.

—Díselo a tu marido. Kay sonrió apenas. ¿Para qué decir a su madre que las relaciones entre ella y su marido eran puramente convencionales? Ella no comprendía a Gregory, no compartía sus puntos de vista, y Greg… Bueno, de Greg prefería no hablar.

—Hemos hablado de ello —mintió para tranquilizar a su madre— y no nos pusimos de acuerdo. Yo, como toda mujer que se halla supeditada a un hombre que es su marido, tengo el deber de callar y he callado.

—Hablaré yo con Gregory.

—Todo será inútil. Cuando Greg se propone una cosa la consigue por encima de todo… Y tú lo sabes. Era una velada alusión a un pasado aún cercano. Lena Perkins bajó, abrumada, la cabeza y suspiró.

—Siento infinito saberlo, querida mía, y nunca lamentaré bastante haberte conducido hasta aquí, por el maldito dinero.

—No hablemos más de eso, mamá.

—Es que la conciencia no me deja vivir. Y si tuviese la certeza de que no eres feliz a su lado… ¡Dios mío!… 

—Lo soy —replicó Kay, demasiado rápidamente—. Te aseguro que soy muy feliz, porque paso por alto todos los pequeños defectos de mi esposo.

—Nunca debí consentir esa boda… —se inclinó hacia su hija y susurró, persuasiva, como si pretendiera disculparse ante sí misma—: La necesidad, ¿me comprendes? Tú tenías diecisiete años, Greg treinta. Nunca debimos… ni tu padre ni yo —bajó la voz—, pero no podíamos hacer frente a aquellas perentorias necesidades. Y te obligamos…

 —No me obligasteis, mamá.

—Sí, querida— repitió la dama con velada voz—. Fue una cosa… ¡qué sé yo! Teníamos la casa de nuestros mayores hipotecada, tú estabas enferma… Dios mío, me resulta penoso recordar…

—No recuerdes, mamá. Todo ha pasado ya. Yo tengo un hogar magnífico, soy respetada en Nueva York como la mujer de una celebridad médica, tengo un hijo precioso que me adora y papá y tú estáis a cubierto de toda necesidad. ¿Es que esto, por sí solo, no es una compensación?

—Sí, pero tú has sido sacrificada. Amabas a un hombre… Kay entornó los ojos con suave nostalgia.

 —Aquello pasó… Pertenece a una época ida, no puede ni debe volver. Soy una esposa cristiana y me adapté a los gustos de Gregory.

—Unos gustos pésimos.

—No digas eso, mamá.

—Me marcho ya, hijita. No puedo venir aquí sin recordar aquellos tiempos. Kay reía suavemente. Todo en ella era suave, femenino, cálido, hasta el mirar quieto de sus grandes ojos, de expresión melancólica que escapaba muy del fondo de las pupilas claras.

—No te olvides de ir a ver a papá. Cuando estás una semana sin ir, se pone nervioso y no me deja tranquila hasta que vengo yo a saber de vosotros. —Iré esta tarde tal vez.

—Adiós, hijita. La besó apretadamente y se fue envuelta en el rico abrigo de piel. Kay la miró desde el ventanal, con la frente apoyada en el marco. Después, cuando el negro coche se alejó, retrocedió despacio y se hundió quedamente en el diván, con un cigarrillo entre los labios.  Recordaba haber estado muy enferma, apenas cumplidos los diecisiete años.

Ningún médico supo diagnosticar con acierto, y entonces Richard Ardrich decidió llamar a su casa a la celebridad médica que hacía milagros con su ciencia. Se trataba de un americano de humilde extracción, cuya fama, como médico especialista en enfermedades internas, era extraordinaria. Se hablaba de Gregory Calhoun como el mejor especialista del siglo y Richard Ardrich decidió buscarlo aun sin disponer de medios. No ignoraba que los honorarios de aquel médico famoso serían elevados, pero se trataba de la vida de su hija y Richard Ardrich adoraba a su pequeña Kay. Así, pues, pidió hora y día para visitar al doctor Calhoun y la secretaria particular del médico le entregó un papelito y le dijo: «Venga usted dentro de quince días a las once de la mañana. El doctor le recibirá entonces». Richard Ardrich se puso por las nubes. Su hija se hallaba muy enferma y la dolencia no admitía espera. ¿Quince días? Para entonces Kay estaría en el cementerio. La secretaria, acostumbrada a aquellas escenas, encogió los hombros y dijo que el doctor Calhoun tenía durante quince días todas sus horas ocupadas y que sería inútil cuanto hiciera para entrevistarse con él. Además, y esto lo dijo con absoluta indiferencia, el doctor Calhoun no visitaba a domicilio. Tendría que llevar a la enferma a la clínica si deseaba que ésta fuera reconocida por el doctor. Richard Ardrich llegó a casa pálido y furioso y consultó con su mujer. Esta dijo a su marido:

—Busca una influencia. Hoy en día todo se consigue así.

El doctor Calhoun ha de ver a Kay y no en su clínica, aquí y mañana mismo. Sal a la calle y revuelve Nueva York hasta que consigas una tarjeta para ese hombre». Y Richard salió a la calle. Tenía muchas preocupaciones en la cabeza. Una mala jugada en la Bolsa se había tragado el resto de su fortuna y se vio obligado a hipotecar la morada de sus mayores con gran dolor de su corazón. Por otra parte, los amigos que antes le ayudaban a comer su capital, ahora le volvían la espalda, y de seguir así, tendría que recluirse en sus posesiones de Escocia, donde se vería obligado a vivir a expensas de su hermano, cosa que no admitía en modo alguno. Vagó por las calles de Nueva York como un loco acorralado. Adoraba a su única hija y siempre había deseado para ella la mejor felicidad, y de súbito, además de verla arruinada, la veía sin médico y postrada en la cama por una enfermedad que nadie comprendía. Visitó a varios amigos. Nadie tenía amistad directa con el famoso doctor. Y quien la tenía, le negaba, indiferente, el favor. Al anochecer de aquel día, Richard había perdido todas las esperanzas de que su hija fuera visitada por aquella eminencia, y resuelto a todo, se dispuso a esperar al médico en la puerta de su casa. Hacía una tarde infernal, las últimas y tenues luces del día se ocultaron tras los rascacielos.

La ciudad estaba nevada. Hacía, pues, un frío de mil demonios y Richard continuaba allí, apostado junto al alto muro de la moderna residencia del millonario doctor Calhoun. Y llegó éste ya bien entrada la noche. Richard Ardrich no se arredró. Le salió, al paso y Gregory Calhoun, que era mal encarado y serio, moreno y nada guapo, se le quedó mirando con curiosidad. Detestaba a los señores elegantes con aires de superioridad y aquel atildado señor, no le fue simpático. El, había crecido en la calle, uno más entre miles de niños libres. Fue a la escuela, porque le gustaba saber, después entró en el Instituto y, más tarde, con ayuda de su trabajo en el consultorio de un médico sin fama, se graduó en la Facultad. De cuántos sacrificios h**o de hacer antes de llegar a ser lo que ahora era, nadie tenía la menor idea, pero él la tenía muy precisa. Subió por su empuje, por su fuerza de voluntad, pero no porque nadie le ayudara y llegó lejos, como pudo quedarse a la mitad del camino. Por eso, nadie le ayudó, odiaba a todos los que olían a dinero. No dudaba en visitar a los pobres de las barriadas. Lo hacía dos veces por semana, desinteresadamente, entraba en las casuchas miserables y, tras diagnosticar, dejaba bajo la almohada del enfermo, un puñado de billetes que cobraba con creces a sus clientes ricos. Porque él era un médico de ricos, si bien jamás se negó a ayudar a un pobre. Pero sangraba a los primeros para aliviar a los segundos. Era un método muy digno de Gregory Calhoun.

 —¿Qué desea? —preguntó al elegante personaje.

—Me llamo Richard Ardrich —repuso éste.

—¡Y bien…!

—Tengo a mi hija enferma. He tratado de localizarle a usted y no me fue posible.

 —Entrevístese usted con mi secretaria.

—Lo hice.

Recibirá usted a mi hija dentro de quince días. Gregory era un hombre alto, delgado, pero esbelto, vestía con soltura, pero sus modales eran más bien bruscos. Su rostro moreno, donde brillaban unos ojos entre grises y azules, parecían taladrar cuanto miraban, y su boca, de firme trazo, se curvaba en una sonrisa siempre desdeñosa. Se trataba de una rara, aunque fuerte personalidad, parecía estar ya de vuelta de todo y poseer una particular experiencia acerca del mundo y los hombres.

Y no puede levantarse del lecho. No podrá ir a su clínica. Yo le ruego. Era curioso en verdad ver a un hombre de aquéllos, rogando. Le imaginó 

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