1. La Temporada

Edimburgo, 1825 

Esto era justo lo que necesitaba, pensó Eugenia, agitando la copa de champagne en su mano mirando alrededor la fiesta que se desarrollaba ante ella. Las notas del minueto llenaban el salón de baile ya iluminado por las innumerables velas de cera que colgaban de los candelabros estratégicamente colocados para iluminar toda la habitación. Escuchar las risas, el frufrú de las faldas de las jóvenes y sus matronas, el choque de las copas en brindis privados, y los chismes que seguramente nacían y echaban a rodar en las bocas de los asistentes colmaba la velada de alegría y enérgica actividad.

Sí, definitivamente. Dos años sin esto era demasiado. 

Había extrañado a sus amigas, dos herederas al igual que ella que no perdieron el tiempo en recordarle todo lo que había dejado de lado al recluirse en el castillo de su hermano en Moy. 

Una dama de la alta sociedad no podía, ni debía perderse estas reuniones, pues aquí nacía la razón de vivir: los chismes y el matrimonio. Lo primero estaba garantizado, y lo segundo, al menos en su caso sería una suerte; tenía veinticinco años ya… Su edad casadera según la mayoría de las personas se había ido. 

Pero no perdía la esperanza. 

Su cuñada y sus amigas decían que era bonita, inteligente, amable y de buena familia, características que al parecer debían ser suficientes para atraer a un buen pretendiente; y de no ser así, su hermano había incluido en su dote desde el día de su cumpleaños número veinticuatro una hermosa propiedad escocesa llamada Greelane ubicada en Melrose. 

Aparentemente tenía todas las de ganar, su suerte iba a cambiar en esta ocasión. Encontraría un hombre bueno y adecuado para convertirlo en su marido.

—Gracias por hacerme venir —dijo a Megan, lady Russell para los demás—. No te imaginas lo mucho que extrañé todo esto.

—Ya era justo que dejaras el exilio auto impuesto y vinieras a buscar lo que te mereces: un marido que te quiera y te de la gran familia que siempre has soñado.

—Según lo que he visto, no creo que esté precisamente aquí hoy. No hay nadie lo suficientemente emocionante como para tirarme a sus brazos y casarme, pero la temporada es joven y tenemos muchas noches por delante. Tal vez mi suerte cambie. ¿Y tú, has visto a alguien que sea de tu agrado?

—No, Aunque debo decir que el caballero que baila con Cecily ha llamado un poquito de mi atención, aunque se ve demasiado moreno para ser escocés o inglés. Tal vez sea español, espero que me pida un baile y poder conocerle mejor. Porque no olvidemos que mi abuela ha amenazado con buscar ella misma por mí, en caso que no me pueda comprometer antes de volver a casa en Skye. Así que debo encontrar a alguien, de preferencia alguien mayor que fallezca durante el primer año de matrimonio, y no tener que molestarme por atender un marido después de eso.

Eugenia sonrió, sin perder el sarcasmo en el tono de su amiga, sabiendo que constantemente intentaba hacer feliz a su anciana abuela, quien pensaba que su pupila necesitaba su ayuda en todo, incluida la obtención de un marido. 

—Es cierto —contestó Eugenia, sonriendo—, veré a mi alrededor, posiblemente encuentre un hombre lo suficientemente mayor, dispuesto a convertirse en tu príncipe azul.

Ambas se quedaron en silencio por un momento, observando el baile de las parejas danzantes, cuando sintió un escalofrío recorrer su espalda. Buscó con la mirada alrededor del salón, preguntándose qué era lo que había provocado esa inquietud. 

Lord Cochrane llegó a reclamar su baile a Megan, y Eugenia despidió a su amiga con una sonrisa. Las ventanas estaban abiertas y posiblemente dejaron entrar una pequeña ventisca propia del clima helado escocés, provocando el escalofrío anterior. 

Empezó a caminar hacia un lado más concurrido buscando calor entre la multitud.

El salón estaba hermosamente decorado y que su forma fuera circular le permitía pasear y ver todo sin perder detalle de lo que sucedía en cualquier lugar. Levantó la vista hacia la derecha y allí se encontró con una mirada azul cobalto que parecía querer leerle hasta el alma. 

Eran unos ojos pícaros, unos ojos que prometían placeres inimaginables. 

¿Quién era ese caballero misterioso? ¿De dónde habría salido? ¿Sería escocés o inglés? ¿Por qué razón le era imposible apartar la mirada? 

En un principio pensó en voltear a ver hacia otro lado, pero no quería parecer una cobarde al apartar la mirada primero, mientras más caminaba y seguían observándose, se sintió presa de un hechizo. 

Estaba tan sumida en esa mirada que no vio por donde iba hasta que tropezó con Fergus Campbell conde de Dumnhall, el mejor amigo de su hermano. 

—Lady Simpson, justo venía a buscarte. Estoy seguro que me anoté en tu carné de baile y el siguiente es todo mío.

—Si, claro, perdón por mi torpeza. Me he distraído buscando a alguien y no vi por donde caminaba. —Sonrió con fingida calma, tratando de controlar el revoloteo en su interior—. Y estás en lo cierto, la siguiente pieza es tuya.

Eugenia sólo apartó la mirada por lo que fueron unos segundos, pero eso bastó para que su caballero misterioso desapareciera. 

¿Habría sido una alucinación?, ¿acaso existía alguien en el mundo que pudiera desaparecer de una manera tan eficiente?

Las notas de la cuadrilla terminaron y dieron paso a las notas de un vals, Fergus tomó su mano y la dirigió al centro de la pista, pero ella siguió buscando a su caballero fantasma, provocando un tropiezo.

—Debo decir que estás un poco distraída esta noche, milady —comentó Fergus con su habitual sonrisa.

—Lo siento, solamente estaba buscando a mis amigas, les perdí la pista dos bailes atrás, pero ya estoy en perfecta sintonía contigo, milord —respondió Eugenia con retintín.

Aunque sus pensamientos seguían en el hombre misterioso el cuál, definitivamente, debía llegar a conocer, saber quién era y de dónde había venido. 

Se negaba a creer que estuviera teniendo alucinaciones. 

No podía estar tan desesperada que ahora su mente le jugaba malas pasadas, imaginando ojos azules hechizantes.

***

Andrew jamás pensó que podría tener tanta suerte en la vida, y es que recuperar sus tierras sería un contrato de lo más placentero.

—¿Ves a lady Simpson?

Phineas apartó la vista de su copa de champagne con indiferencia y estudió a la pelirroja con pericia.

—Dumnhall parece interesado.

—Una lástima, porque será mi esposa.

Su amigo lo observó con incredulidad.

—Creí que estábamos aquí por la tierra de tu familia, no por una esposa.

—Ciertamente, pero la suerte ha sido generosa y me brinda la posibilidad de quitarme muchas responsabilidades de encima. Una esposa y un heredero es algo que se espera de cualquier noble.

—No a los veintiocho —recalcó Phineas con recelo, preguntándose si la copa de su buen amigo tendría alguna sustancia de procedencia dudosa que pudiera haberlo hecho pensar de esa manera—. ¿Qué harás con Lady Chadwick?

—Sabes que lo que sucedió con esa mujer fue un accidente. 

Andrew gruñó enfadado, odiaba que le recordaran ese tema, la vergüenza aún lo carcomía por dentro.

—Muchos creen que son amantes. Al principio estaban bailando y un momento después estaban en un rincón dando un espectáculo que solo en los burdeles más salvajes se puede apreciar.

—En primer lugar, estaba extremadamente borracho, apenas y recuerdo como salí de allí, y segundo; cuando vuelva a Londres de la mano de mi esposa escocesa sabrán que no existe, ni existió tal relación. 

No quería sentirse superior ni mucho menos presuntuoso, pero Andrew tenía la leve sospecha de que la pelirroja lo estaba buscando. 

Nada le daría más gusto que acercarse a ella y reclamar un baile, no obstante, la paciencia era una de sus virtudes y sabía que, si quería enamorarla, debía ir por pasos. 

—En dos días se irá a la mascarada de lady McDonald en Linlithgod a las afueras de Edimburgo. No contamos con invitaciones, ¿cómo cortejaras a lady Simpson si no estás allí? ¿cómo puedes impedir que otros hombres la cortejen? 

Lady McDonald no era de su agrado, a decir verdad, la idea de pisar una de sus casas le generaba inmensas ganas de vomitar, pero si quería obtener sus tierras y a la atrayente hermana del Ashcroft, debía hacer acto de presencia. 

—A un buen inglés siempre le brindarán hospedaje si su carruaje sufre un desvarío y queda parado en medio de la nada. 

Andrew no era de ir a fiestas de desconocidos, mucho menos imponer su presencia cuando no lo invitaban, pero en esta ocasión no había otra opción. 

Sería parte de la mascarada de lady McDonald y enamoraría locamente a lady Simpson para obtener las tierras que por derecho le pertenecían. 

Había que ser ciego para no percatarse que la pelirroja estaba desesperada de encontrar un esposo, Andrew no podría brindarle amor, pero al menos el respeto y la pasión no faltaría en su lecho conyugal.

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