2.

nn

Entre sus manos empuñaba una espada.

La movía entre los aires con mucha destreza mientras practicaba sus movimientos.

— ¿Es todo lo que tienes? —le dijo al muchacho.

— No —respondió él.

Las dos personas mirándose retadoramente se encontraban bajo la atenta mirada de los demás hombres. Estaban en el centro, rodeados en un pequeño círculo humano que se acostumbraba a hacer al finalizar el día; era una pequeña práctica que a muchos divertía y a otros lastimaba hasta morir.

— ¡Kali! ¡Kali ¡Kali! —gritaban las mujeres y algunos hombres.

— ¡¿Qué está pasando aquí?!

De inmediato, todas las personas presentes en aquel enfrentamiento se colocaron erguidas y con ambos brazos a los lados.

— General Galio.

— Que alguien me explique qué está sucediendo aquí.

— ¿No ve? Es su iniciación —respondió una de los implicados.

— Kali —una mujer susurró al lado—. Cállese.

— No me diga que esto está prohibido —continuó.

— ¡Por supuesto está prohibido! —gritó el general— Cuántas veces tengo que repetir que mis mejores hombres no deben perder el tiempo en batallas insignificantes como estas. ¡Cuántas veces!

— ¡Va, va! ¡Muchachos, dispérsense! —ordenó la mujer de cabellos rojizos.

Obedientes a la orden, los de caballería e infantería se retiraron del lugar con temor a las represalias del General Galio, un hombre algo mayor que se caracterizaba por sus rudos y sufribles castigos.

— General Galio, me sorprende su actitud —habló sarcástica.

— Sargento, la espero en la oficina del director.

La mujer cruzó sus brazos bajo sus pechos, rodó los ojos y botó aire de la boca.

— Tsss.

— ¿Me escuchó? A la oficina. ¡Ahora!

El hombre canoso se arregló la vestimenta con sus infinitas insignias y se retiró molesto del campo de enfrentamientos.

— Kaliyaqcha —susurró una de las agentes.

— Ni me hables, Katrina.

— Sargento, debió hacerme caso. Sabe que ni al director ni al general les agrada que usted pelee con Los niños.

— Es pura tontería, de verdad —soltó ella.

— Pero-

— Agente Tudor, ¿no tiene otra cosa más interesante que fastidiar mi paz? —la sargento trató de ser lo más delicada posible.

Así era la sargento.

Fría, insípida y hasta cruel.

Sin embargo, sus compañeras habían aprendido a llevar sus actitudes y ella había aprendido a controlarse con las agentes.

Habían pasado años desde su primera vez en ese lugar, había conocido a gente y enterrado el triple. Sus compañeras de habitación eran las que más duraban, ¿por qué?, no lo sabía con certeza, pero los años compartidos fueron tan intensos que la sargento trataba de controlar sus arrebatos con esas mujeres. Por supuesto, existían excepciones tanto femeninas como masculinas.

Una de ellas era Katrina Tudor, su compañera de cuarto. La sargento no la consideraba su amiga, ni su hermana, nada por el estilo; la amistad significaba una debilidad, una piedra que podría desequilibrar su firmeza y su estabilidad. Y eso era un peligro.

A pesar de sus ideales, la sargento le tenía respeto, algo que era mucho más de lo que regularmente daba. Al mismo tiempo, Katrina, al ser de grado menor, debía mantener una conversación formal con la sargento, aunque aquello no había sido desde siempre.

— Está bien, sargento. Entiendo sus palabras.

La sargento asintió y, cómo va el viento, se dirigió hacia la oficina del director. Tranquila y con el semblante sereno, sin mostrar algún sentimiento en sus muecas; mientras caminaba, se iba ganando las miradas de muchos reclutas o “los niños” como solían ser llamados en ese lugar.

Los niños.

Los niños eran los nuevos personajes reclutados por los diferentes agentes, aunque el pseudónimo no tenía punto de comparación con las edades reales de los hombres y mujeres, se hicieron dueños de ese apodo. La mayoría de ellos eran captados de la calle como rateros, vagabundos y huérfanos, como lo fue la sargento.

— ¿A dónde va la diosa Kali?

— ¿No escuchaste al general? —respondió Katrina.

— Recién regreso de la ronda.

— Bueno, no te has perdido de nada.

— No me digas, ¿otra vez con las peleas?

— Lo mismo de siempre agente Michaelson, lo mismo de siempre —habló negando con la cabeza.

Ya muy cerca de la oficina del director, la mano derecha de los reyes de Nepconte, la sargento observó la silueta del general Galio. Apenas puso los ojos en él, el hombre sonrió de lado y se adentró a la oficina mientras las cortinas tapaban la visión de la mujer.

La mujer de cabellos rojizos tocó tres veces la puerta de madera. Dentro, se escuchó un desgastado “adelante”. Ella ingresó mientras se escuchaba el rugir del piso.

— Siéntate.

— Así estoy bien.

— Siéntate —volvió a repetir.

— Ya le dije, general. Así estoy bi-

— ¡Siéntate, dije! —Galio espetó golpeando el escritorio del director.

Obediente, con ganas de estrujar algún objeto, la sargento tomó asiento en la vieja silla de la esa oficina.

— Listo.

El general asintió y se arregló el traje con molestia.

— Quiero una explicación de lo sucedido esta noche.

La mujer, cansada de la situación, se tiró en el respaldar de la silla.

— General, ya le dije que fue la iniciación de Los niños.

— ¡Y cuántas veces tengo que decirte que no puedes estar armando peleas inútiles! —el hombre golpeó la mesa— ¿No entiendes la importancia que tienes en esta institución? —la mujer se quedó callada— ¡Tenemos una misión importante en estos días! ¡Acaso no tienes conciencia! ¡Eres una de mis mejores hombres, los reyes confían en ti!

— General —dijo serena—. Si mis habilidades son sabidas, ¿cree usted que me voy a dejar vencer por un niño?

— Sé quién eres, diosa Kaliyaqcha. Sé cuán capaz eres, pero esas batallitas estúpidas están prohibidas para ti.

— ¿Por qué? —preguntó ella sin sabor en la boca — Me gusta imponer respeto a los nuevos, ¿por qué quiere prohibirlo cuando los demás sargentos hacen lo mismo?

— ¡Porque eres la protegida de la reina! ¿Eso no te parece suficiente?

La sargento dejó salir aire y se levantó de la silla, sin especificar algún sentimiento en su rostro.

— No.

La mujer, diosa Kali como solían llamarla, caminó hacia la puerta con la intención de seguir entrenando ya sea por su propia cuenta. Los gritos y ordenanzas del general Galio no le hacían temblar ni un poco, siendo así que iba ignorándolo mientras le daba la espalda.

Ella había llegado a ese lugar cuando tenía apenas ocho años de la mano de uno de los hombres principales de la “institución”. Desde ese momento su destino se iba escribiendo, no con plumas ni tinta, sino con un hueso afilado y sangre roja sobre los cadáveres de sus enemigos.

Su estadía fue tranquila los primeros años, en ese lugar existía una persona encargada para educar e informar a los niños que llegaban. Sus conocimientos fueron de los mejores que existía, digno de los herederos de la corona, con maestros e institutrices que le enseñaban a hacer de todo, desde cómo se comportaba una jovencita de clase hasta las actitudes de las mujeres de la calle, en otras palabras, prostitutas. Así fue como poco a poco iba aprendiendo de historia, de economía, de medicina y entre otras cosas que fuera de ese lugar solo podían aprender los varones.

A los diez años su vida “normal” cambió para ser sustituida por una vida en el ejército del rey. La dinámica de sus días había dado una vuelta entera a como ella estaba acostumbrada, había dejado a un lado los libros y la tinta para dar lugar a las armas y la guerra. Sin embargo, a petición del director de la institución, sus estudios sobre historia y demás habían continuado hasta sus veintiún años, edad en la cual el título de Sargento se le había otorgado pese a las negaciones del Capitán General, el general Galio.

Su primera batalla oficial fue a los doce años, cuando sus habilidades con los cuchillos, las espadas y el arco la evidenciaban como la mejor soldado femenina del ejército del rey; aunque su posición como agente tampoco le hacía guerra.

Soldado y agente, dos posiciones que casi nadie poseía.

Doce años tenía y era parte visible del ejército del reino de Nepconte y escondida entre la oscuridad como la agente especial de inteligencia del reino.

Al principio, no se podía negar, se le hizo complicado pertenecer a los dos bandos; ambos tan diferentes como iguales, ambos con distintos métodos de enseñanza y crueles castigos, pero de algo estaba agradecida y era que por lo menos estaba viva para vengar su dolor y su desprecio hacia el reino enemigo.

— ¡Sargento! Si sale por esa puerta …

La sargento se detuvo en su lugar, sin dejar de tomar en sus manos el picaporte de la puerta. No giró, solo observó por encima del hombro la silueta de uno de los seres más malvados que existían por esas tierras.

— Le recuerdo, general, que mi deber es vigilar a los soldados y enseñarles defensa y disciplina, haciéndoles cumplir las órdenes que se les dicte. En definitiva, no puedo convertirlos en lo que el reino necesita con plumas y papeles —se detuvo para respirar—. Si tanto quiere que deje de hacerlos verdaderos soldados con las batallas insignificantes que usted dice … Entonces, eléveme el cargo a coronel.

— No puedo hacer eso.

— Entonces cierre la m*****a boca —ella volteó con una sonrisa ladeada—. No creo que al rey le guste que su mejor guerrera esté lastimada, ¿o sí?

Galio soltó molesto:

— No te atreverías.

— Usted mismo lo dijo, sabe hasta qué punto puedo llegar.

— ¡Sargento!

— Descanse, general, que las guerras no se ganan solas.

Inmediatamente y con total tranquilidad salió de las oficinas del general del ejército de Nepconte.

Las horas estaban contadas y las preparaciones debían seguir su curso. Era de noche, algunas antorchas estaban encendidas para alumbrar el entrenamiento de muchos soldados en esa parte del terreno. Y era que, algunos kilómetros más allá de lo evidente, en un lugar estratégico y bien organizado, el ombligo de la institución yacía a fin de las estrategias de guerra. Ninguno de los nuevos conocía aquel lugar, apenas y los coroneles del ejército tenían una idea de lo que se tramaba en las afueras de la fortaleza.

Agentes, entre hombres y mujeres, estaban bajo el mando de un supuesto director que se hacía llamar la mano derecha del rey; hombre a quien se le había confiado un trabajo específico. Ese, por supuesto, era encontrar un conjunto de personas encargadas de la vigilancia y seguridad del reino de Nepconte, teniendo como roles la intercepción a los distintos crímenes relacionados con Nepconte, los reinos vecinos y los integrantes de la realeza; además de distintas ordenanzas y objetivos como los crímenes organizados, secuestros, corrupción pública y espionaje. En definitiva, su trabajo debía permanecer bajo las sombras, a discreción y silencio, siendo el reconocimiento ganado por alguno que otro funcionario público.

En cambio, el ejército era visible para los pobladores, recibían aplausos, alabanzas y hasta insultos cuando iban al encuentro con la guerra; garantizando la soberanía del rey y la integridad del territorio protegido. A pesar de ello, el reconocimiento a las guerreras pertenecientes al ejército era nula.

Las mujeres, fuera de ese lugar, no tenían mejor opción que casarse, ser amas de casa y tener niños por montón. Fue por ello y, gracias a las negativas de los ministros de la corte real, las mujeres en el ejército debían camuflarse entre los hombres, con vestimentas iguales y, en definitiva, cubiertas del rostro para evitar controversias en la población.

La sargento era una de ellas.

Cuando el deber llamaba, sus cabellos ondulados y pelirrojos eran ocultados por un casco de plata y sus pechos apretados con un pedazo de tela. Al igual que todas las mujeres, eran vistas por los pobladores como hombres dignos y fornidos.

— ¿Qué hace por estos lugares, coronel? —preguntó la sargento cuando sintió a alguien seguirla por detrás.

— Nada en especial —respondió el coronel avanzando para quedar a la par de la mujer—. Como siempre, nunca puedo tomarle por sorpresa, sargento.

— Y nunca lo hará, coronel Choules.

— Mmm, puede ser —dijo él con una mano en su barbilla y la otra detrás, en su espalda y en puño—. He escuchado que la diosa Kaliyaqcha está paseándose por allí armando batallas. ¿Sabes algo al respecto?

La mujer se encogió de hombros.

— No tengo ni la menor idea, Choules.

— Oh, vamos, Kali. Otra vez el general se molestó contigo, ¿verdad?

— Es cierto —admitió ella sin despegar la mirada de su camino—. Pero ya sabes cómo es, mañana se le pasará.

— Claro, claro. ¿El director Niquemio no dijo nada?

— No, no estaba allí. Por cierto, no lo he visto en todo el día, ¿debería preocuparme?

— No. Se me ha informado que está en una reunión con el rey.

La sargento asintió y continuó caminando sin mirar al lado.

Le había resultado un poco raro que el director Niquemio no le hubiese advertido sobre la reunión con el rey, ya que era común o casi una obligación que llevase a la mujer consigo. Al menos, el rey lo había decido así desde que las habilidades de una pequeña niña comenzaron a florecer con mucha rapidez y determinación; para suerte de ella, se había ganado la confianza de los reyes de Nepconte desde muy pequeña. Los monarcas sabían que la diosa Kaliyaqcha, como la llamaban en combate, estaba dispuesta a ofrecerse de cuerpo y alma por el reino, que la tenían en sus manos a merced de ellos, como un pequeño títere con arma en mano.

La diosa Kali.

Porque la diosa Kali era su más potente arma bajo la manga. Su elemento sorpresa.

La poderosa diosa Kali.

Fría, calculadora y depredadora.

Acechaba a sus víctimas como si a una presa se tratase, con cautela y firmeza. Asesinaba con desesperación, torturaba con sosiego y capturaba con malicia.

En tiempos de guerra no perdonaba a nadie, con su espada y su arco atravesaba el corazón de quien se le cruzase no sin antes capturar con la flecha el miembro de los hombres enemigos, disfrutando su desesperación, disfrutando el dolor que ella había causado; siendo así la única manera en la que descargaba su furia y desagrado hacia el enemigo.

Hombres, principalmente.

Gran cantidad de hombres había asesinado en el campo de batalla, aunque no se le escapaba entre su gran lista a mujeres y uno que otro niño desafortunado.

Estaban allí, en su mente y en su memoria los rostros de aquellos hombres que había matado, sus rostros doloridos y sufridos no eran más que objeto de satisfacción de la muchacha. Sin embargo, los guerreros no eran su principal punto de excitación; aquellos, quienes formaban parte de la aristocracia, eran el pez gordo. Para la sargento, no había mejor éxtasis que tener entre sus manos el corazón de aristócratas, millonarios y funcionarios; por supuesto, no lo hacía porque deseaba, aunque ganas no le faltaban, necesitaba la orden directa del rey para proceder con sus misiones, para calmar su sed de sangre y, al fin, sentirse libre de torturar. Objeto que, en definitiva, no era relevante para el rey Adney Relish, quien le daba total libertad de hacer lo que quisiese con tal de cumplir el propósito encomendado.

Claramente, la diosa Kali, no llevaba un historial limpio. Sobre su espalda cargaba la sangre y la muerte de miles de personas culpables y, para su pesar o quizá no, almas inocentes.

No obstante, aquello no era un problema, claro que no. Aquello era su más preciado poder, la joya más preciada que poseía. Y esa era su liberación.

— Sargento.

— Dígame, coronel. He notado que necesita algo de mí, por algo me está siguiendo.

— Bueno, sargento … Solo quería avisarle que mañana en la mañana tenemos una demostración para Los niños y espero poder contar con usted para la batalla.

Ella asintió sin llegar a dudar.

— Contra quién.

— ¿Tienes a alguien en mente? —preguntó el coronel con burla.

— No tengo tiempo para jugar, coronel. Dígame, contra quién.

El coronel Choules suspiró.

— Debes dejar de darme órdenes, Kali.

— Solo dime contra quién —continuó fastidiada.

— Bah. Contra mí, por supuesto —señaló obvio—. ¿O querías a alguien más en mi lugar?

La sargento ladeo la comisura de sus labios.

— No me quejo, mañana podré enterrar mi espada en tu cuerpo. Así que eso me pone contenta.

— ¿Ah, sí? ¿Le pone contenta llegar a matarme, sargento?

— Por supuesto, coronel —respondió imitándolo—. Así yo puedo ocupar ese puesto que, —ella barrió el cuerpo del hombre con los ojos, de pies a cabeza— he de notar, te queda muy grande.

— ¡Oh, vamos, Kali! —se quejó el coronel, divertido.

La sargento solo caminó unos cuantos pasos hasta llegar al pasaje que, para otros, era desconocido. Al llegar, no tuvo mejor idea que voltear hacia la dirección del hombre para dejar de darle la espalda; así lo vio allí, de pie, a su disposición si es que así ella lo deseaba, dispuesto a darle batalla a su mismísimo padre por ella.

Le sonrió como a nadie le hacía.

— Suerte mañana, Bronson.

Terminó de decir para perderse en la oscuridad de ese pasaje escondido y estratégico.

Bronson Choules guardó la imagen de la mujer en su cabeza para luego acomodarse el traje del ejército. Observó a los lados con una gran muestra de dientes en su rostro y se dispuso a retirarse del lugar, fantasioso a que llegase el día siguiente para la batalla, una que iba a dejar que hablar entre los nuevos, como siempre había sido desde que una chiquita con cabellos rojizos y harapos sucios paseaba por el campo del ejército.

Ese día más y más hombres se dejaban ver saludando a sus superiores con un puño en el pecho emitiendo, al mismo tiempo, un sonido surgido de la fuerza de choque de los cuerpos. Delante de una pequeña iban el general Galio y el director Niquemio con gran firmeza y emanando un semblante de poder y frialdad que la hacían ver como un cachorrito sufrido y solitario, aunque aquella comparación no estaba nada alejada de su realidad.

La niña estaba sola, sola frente a un mundo que la veía comer migajas de pan al día y agua por las noches, donde moría un niño por cada tres segundos que pasaban a causa de la pobreza que amenazaba por ser la temida reina de la muerte por aquellos reinos, generalmente, por enfermedades que podrían evitarse como las diarreas provocadas por el agua en las estado, sin olvidar las miles de personas que seguían defecando al aire libre, lo cual incidía directamente en la contaminación de los ríos.

Por un momento, la pequeña adquisición del reino sintió que su vista se nublaba, sus ojitos se sentían más pesados y aguados. Las lágrimas se hicieron presentes cuando, por unos segundos, sus ojos se desviaron a un grupo de hombres que bebían agua de los grifos. No recordaba el número de días que llevaba sin beber ni una gota de agua, sin embargo, nada de aquello tuvo importancia cuando sus piernas y pies la llevaron a gran velocidad hacia aquel tumulto de hombres cansados y sudorosos.

— Agua —susurró mientras corría.

— Su protegida se le escapa, director —se oyó al general burlarse del director Niquemio.

La pequeña, sin posibilidades de retractarse de su decisión, se detuvo frente a algunos hombres que la miraban anonadados.

— Agua —volvió a susurrar.

— ¿Qué hace una niña aquí? —dijeron algunos al verse sorprendidos por la presencia de una niña descuidada y flaquita en esos lugares.

— ¿Te perdiste, niña? —le había dicho uno de ellos con burla.

— Agua.

— Esto de nosotros, mugrosa. Ve de vuelta por donde viniste.

— Dame agua, por favor —pidió ella con los ojos llorosos.

Algunos soltaron carcajadas, otros bebían frente a ella ignorantes de su presencia y los demás se devolvieron a sus labores diarias, como era costumbre.

— ¿Qué está pasando aquí? —habló un hombre ajeno al grupo de soldados.

— ¡General, señor!

Todos, absolutamente todos, irguieron la espalda y saludaron con el gesto característico de las tropas del rey de Nepconte.

— He preguntado, ¿qué está sucediendo aquí?

— Señor, —se atrevió uno a decir uno— la niña ha aparecido pidiendo agua, señor.

— Denle agua —ordenó el director sin tener resultados. Miró a los hombres y rodó los ojos negando, esa vez, se dirigió al general—. General, ordene a sus hombres que brinden agua a la niña.

— ¿Por qué debería hacerlo, director? La niña —señaló con molestia— está bajo su protección.

Niquemio, incrédulo, chasqueó la lengua contra sus dientes de manera fastidiosa. Molesto, quizá, por la desobediencia que los hombres del general mostraban hacia su cargo, y es que, debido al acuerdo y a la alianza, los soldados del general le debían respeto y lealtad, al igual que sus hombres ante la presencia de Galio, general de las tropas del rey.

— Y, por supuesto, con la autorización y la supervisión de la reina —acotó Niquemio al tener un aspecto a su favor.

En ese instante, al ser nombrada la reina, los hombres del general se removieron con sorpresa e incomodidad. Por suerte, eran soldados en formación, de lo contrario el general, sin la más remota empatía, los hubiera mandado, por tal muestra de exaltación, a las cabañas o “las cabañas del diablo”, como era catalogada con frecuencia por muchos hombres.

— Toma, bebe rápido —un joven, de alrededor dieciséis años, se acercó a la pequeña abriéndose paso con un vaso, hecho de alguna especie de metal, con agua—. Bebe —volvió a repetir.

Fue en ese instante en el que una sargento y un coronel, años atrás, se conocieron frente a frente

La niña lo observó con cuidado, desconfiada y tímida. Observó hacia atrás, sobre sus hombros, al hombre que la había llevado hasta allí y este, por fortuna, asintió. De inmediato y con gran velocidad tomó el vaso que el joven le había brindado y comenzó a beber el contenido con intensidad y desesperación, tanto así que algunas gotas sobrepasaban el vaso, goteando sobre su boca.

— Más, por favor —dijo al terminar.

Pasó su mano sucia con intención de limpiar su boca húmeda, sin embargo, terminó embarrándose con más suciedad por lo gris que se encontraba su delicada mano.

— Es suficiente —había ordenado el general.

El joven, por su parte, hizo caso omiso a la orden y volvió a llenar el vaso para luego ver cómo la niña volvía a beber con intensidad. Y era que la imposibilidad de no tener agua limpia era una de las más fuertes causas de la muerte en niños como la chiquita sucia, un ejemplo de ello era la acción más simple y cotidiano para unos como lo era abrir el grifo y encontrar agua limpia, era para otros un privilegio que a millones de personas se les negaba.

— ¡Es suficiente! —volvió a ordenar.

— ¿No ve que está casi deshidratada? Mire sus labios, general, tiene los labios secos y agrietados que podrían perjudicarse mucho más en esta época fría del año.

— ¡Choules! Aléjese de la niña, es una orden.

Bronson Choules, el que le había brindado agua a la pequeña, se atrevió a desobedecer las órdenes de su general. La pequeña notó aquellas miradas que se brindaban el general y el joven por lo que se removió incómoda y el agua que estaba disfrutando mágicamente dejó de ser parte de su interés, alejó el vaso metálico de su boca y se lo devolvió.

— Gracias —había musitado con una voz casi inaudible.

— Cabeza en el suelo —habló el general Galio con voz firme—. ¡Posición trípode, soldado! ¡Ahora!

— General, no creo que …

— Mis hombres, director. Son mis hombres y la desobediencia se castiga —Galio tomó delantera y se posicionó frente al soldado, no sin antes pasar una mirada reprobatoria a la pequeña quien optó por agachar la cabeza—. ¡Al suelo! —el joven, tomando respiración, se agachó y colocó sus manos a los lados de su cabeza sobre el pasto— ¡Pelvis arriba! —con ayuda de la fuerza de sus brazos, Bronson Choules elevó su pelvis quedando las puntas de sus pies sobre el suelo—. ¡Manos en los muslos!

— General Galio, deje al soldado Choules continuar con su entrenamiento —comenzó Niquemio por esas fechas—. Tenemos un asunto importante que atender —de inmediato, llamó a la pequeña con un gesto para que se colocara a su lado—. General … —volvió a mencionarlo al ver al hombre mirar con mucha dureza a aquel jovencito.

— Sargento Denson.

— ¡Sí, señor! —saludó un hombre llegando por detrás del director y Freya.

El sargento Denson irguió su cuerpo al lado de su general, mirando firmemente hacia el horizonte.

— Que el soldado Choules se quede en esa posición hasta que sus piernas flaqueen y sus brazos se adormezcan. ¡Todos! ¡Sigan con su entrenamiento! ¡Pero ya!

— Sí, señor.

— ¡Sí, general! —respondieron los soldados en formación.

Galio dio una última mirada a su desobediente hijo mientras negaba con la cabeza. Dio media vuelta y siguió su camino hacia el campamento femenino.

Desde ese momento y entre miradas cómplices entre los jovencitos, una extraña relación de “amigos” se había formado cuando niños, sin embargo y a medida que pasan los años, las diferentes situaciones vividas e ideales impuestos fueron los causantes de una extensa brecha entre los dos guerreros. Pese a ello, la nueva relación de aquel coronel y la sargento era simplemente de respeto y una que otra picardía por parte del coronel Bronson.

Pasaron algunos minutos para que la sargento llegase a su lugar de alojamiento, una habitación con algunas literas en fila. Al entrar, sus compañeras la saludaron con un movimiento de brazos, elevando el brazo izquierdo en noventa grados y la mano derecha hacia la articulación del codo. La diosa Kali caminó sin saludar y con la mirada de frente hacia la última litera donde yacía una mujer en la cama inferior.

— Agente Kali, ¿ya se va a acostar?

— Sí —respondió subiendo hacia su respectiva cama.

— Oh, ya veo.

— Deberías hacer lo mismo, mañana tenemos una batalla de presentación.

— Sí me comentaron, la tuya será la última.

— Como siempre, sí. Bueno —botó aire para luego continuar—. ¡A dormir todas! Mañana será un día agitado.

Acatando la orden, las demás mujeres en ese espacio se dedicaron a prepararse para descansar de aquel día de rutina.

A decir verdad, todas las agentes pertenecían únicamente a la institución separada del ejército del rey de Nepconte. Todas ellas sin familia, ninguna tenía a alguien que las esperara fuera de esos lares ocultos; y esa era de las principales reglas para ser elegibles por la institución: No tener familia.

Para los altos mandos, las familias eran una distracción y un punto clave para la derrota.

Ellos, los más ancianos y preparados, elegían a las personas aptas y capaces de las calles; la elección se daba con minuciosidad y precaución, cualquier indicio de familia era descartado. Siendo así la principal razón para que las relaciones dentro de la institución fuesen prohibidas y castigadas, ya fuese con la separación obligada o la muerte definitiva.

Por otro lado, la edad de los posibles candidatos era importante. La necesidad de formar excelentes agentes eficientes los llevaba a buscar a niños y niñas de las calles, abandonados, huérfanos y sin alguna enfermedad.

Tal y como habían encontrado a la diosa Kali.

— Kali —susurró Katrina Tudor, compañera de la sargento.

— Mmm —balbuceó la mujer con los ojos abiertos al tiempo que observaba el techo.

— ¿Cree que el rey tiene algún objetivo nuevo?

— ¿Por qué lo dices?

— No lo sé … —la agente Tudor se levantó de su cama para erguirse muy cerca del rostro de la sargento— He oído que Garicia planea unirse con Litacros.

La sargento se volteó hacia la agente con el semblante confundido.

— ¿Qué? ¿Cómo es que esa información ha llegado hacia ti? —Katrina se ruborizó—. Otra vez escuchando al director tras la puerta, ¿no?

— ¡Fue casualidad! —susurró excusándose— Pero eso es lo que sé, al parecer la reunión del director con el rey fue para discutir el próximo movimiento … Ya sabe, si Garicia y Litacros se unen, Nepconte quedará en nada al lado de los dos reinos.

— ¿Y cómo piensan hacer eso? ¿Escuchaste de más?

La mujer negó.

— Solo al último, pero no entendí muy bien …—Katrina Tudor se acercó más a la sargento cuando esta le dio una seña de confidencialidad— Creo que la hija del rey Herald ha desaparecido.

La sargento se separó de su compañera con el corazón detenido. Frunció el ceño y decidió preguntar:

— ¿Cuál de sus hijas?

— Eso sí no podría decirle porque no he llegado a escuchar el nombre. Aunque ya debería usted suponer el modo de unión.

La diosa Kali lo sabía muy bien.

Las uniones de los reinos, desde muchos siglos atrás, se habían realizado mediante acuerdos escritos y firmados además de matrimoniales; porque no solo validaban acuerdos a través de firmas, no, una alianza matrimonial era mucho más que eso. El matrimonio, la unión entre los herederos de los reinos, aseguraban una alianza entre dos dinastías para producir una sensación de amenaza hacia los reinos vecinos y, siendo el caso, reducción de enfrentamientos entre ambos reinos. Así había sucedido con la mayoría de uniones entre la realeza, sin dejar que la sangre real se juntasen con la sangre pueblerina, gente de pueblo.

¿Matrimonio entre realeza y pueblo?

No debía existir.

— Una boda entre Garicia y Litacros —señaló—. ¿Qué planean hacer? —se preguntó a sí misma.

— No lo sé, Kali. Pero no creo que sea nada bueno contando con la supuesta desaparición de la hija del rey.

— Ya veo … ¿A quién más has contado lo que me estás diciendo?

La mujer, de menor rango, se separó de la sargento al tiempo que negaba con rapidez.

— No, no. A nadie más, se lo juro por los dioses. Usted es la primera en-

— Seré la primera y última, Katrina —la agente Tudor, al entender las palabras de la sargento, asintió—. Ahora duerme y no pienses más en esto, yo me encargo.

Dijo la sargento de cabellos rojizos. Sin despegar la mirada del techo, esperó a que su compañera se acostara en su cama para salir de aquella litera y emprender su camino hacia las oficinas del director.

— ¿A dónde va? —susurró la agente.

Kaliyaqcha, al escucharla, hizo un gesto con las manos mandándola a callar.

De esa manera volvió a pasar por el pasillo de literas con todas sus compañeras. Caminó nuevamente hacia el otro lado del terreno, hacia las oficinas del director Niquemio.

Daba pasos agigantados. Estaba más disgustada que confundida, no entendía la razón por la que el director le ocultara o no le comunicase sobre sus reuniones con el rey de Nepconte y más cuando los reyes de los otros reinos estaban involucrados.

¿Garicia y Litacros? ¿Boda? ¿Desaparición?

La sargento no daba crédito a lo que la agente Tunor le había comentado.

Si algo, lo más mínimo, sucedía con la realeza de Garicia, la mujer era informada con detalles minuciosos y verificados por las personas más clasificadas para el cargo en esa institución. La supuesta desaparición de la princesa no era insignificante, estaba muy lejos de ser una nimiedad, por lo que el silencio del director Niquemio era una sorpresa que le causaba mucho conflicto.

— Adelante —escuchó al otro lado de la puerta.

La sargento, con la espalda firme y el pecho en alto, entró a la oficina alumbrada por algunos candelabros.

— Buenas noches, director.

— Oh, eres tú, pasa. ¿Qué es lo que te trae por aquí? —preguntó bajando sus anteojos.

— No lo sé … ¿Quizás que no me haya comunicado su reunión con el rey?

— Ah, era eso —respondió el hombre acomodándose en su escritorio.

— ¿No tiene algo que decir?

— Qué quieres que te diga, niña.

— ¿Cuál fue el motivo de aquella reunión?

— ¿Por qué deseas saberlo?

La sargento se removió, todavía de pie.

— El rey siempre pide mi presencia, ¿acaso hay algo que no debo saber?

— Bueno …

— Padre —masticó la sargento entre su boca—. Si hay algo de Garicia que …

El hombre levantó la palma de su mano, haciendo que el silencio los acompañara.

— Hay algo, sí. Por lo visto te has enterado, así que no sé qué más quieres que te diga.

— Entonces es cierto.

— Garicia y Litacros planean una unión entre sus reinos, ¿cómo? Con un matrimonio entre el rey de Litacros y la hija del rey Herald.

— ¿La que ha desaparecido?

— En efecto, la princesa ha desaparecido y, para tu información, no es lo piensas. El rey-

— Espere, ¿dijo el rey? El rey Eliseo ya está casado.

Niquemio negó.

— Esta tarde se ha anunciado la muerte del rey Eliseo y su hijo ha tomado el trono.

— ¿Es cierto eso?

— Sí, me preocupa la rapidez con la que coronaron al nuevo rey de Litacros, pero su majestad ya tiene un plan ideado.

— Permitirá el rey, entonces, dicha unión.

— Por supuesto, aunque hay algo que se te está escapando mi querida hija.

El director Niquemio se levantó de su silla para luego caminar lentamente al lado de la sargento, aquella mujer que había criado como a su propia hija.

— La princesa ha desaparecido, entonces, no puede haber boda.

— Exactamente, aunque el acuerdo de los reinos era casar a la heredera de Garicia con el heredero de Litacros.

Niquemio se giró, entonces, dirigiéndose a una de las ventanas del lugar, tomó sus manos por la espalda y se resignó a suspirar.

— ¿Qué es lo que trata de decir?

El hombre volteó.

— Nos hemos enterado que el rey Herald está buscando a una sustituta. A alguien parecida a su hija para tomar su puesto hasta que la verdadera princesa sea encontrada, mientras tanto, la búsqueda por una candidata para ser la princesa sigue en pie y, por supuesto, en secreto. El rey Adney ya está informado y no ha puesto en duda su decisión y, esperábamos comentártelo con calma cuando sea el momento necesario, pero como te has enterado, creo que mereces que te explique sus deseos —el director Niquemio posó con cuidado su mano en el hombro de la mujer.

— Padre …

— El momento ha llegado, hija mía. El rey Adney quiere que seas una de las candidatas.

— Esto no era parte de lo planeado.

— Lo sé, Kali. Lo sé, pero así es como lo desea el rey, piénsalo, será más que beneficioso para ambos. Corona Nocturna estará de tu lado, el ejército del rey estará contigo.

Kaliyaqcha asintió cerrando los ojos mientras sentía su cuerpo envolverse en fuego, quemando sus venas al tiempo que la sed de guerra aumentaba en su boca.

Era cierto, lo que Niquemio, el director de Corona Nocturna, decía tenía todas las de ganar. Ella estaría allí, junto a la realeza de Garicia, conociendo sus movimientos, sus pensamientos hasta escuchar los susurros más bajos de esa familia. Sería una infiltrada más, como los muchos que había en los diferentes reinos, pero ella tendría un cargo más alto, un cargo que en definitiva la beneficiaría a toda costa.

— Aún no es tiempo.

— Ya lo es, Freya, es hora que tomes tu lugar.

Entonces, la mujer sonrió.

Freya.

Era su nombre.

Fría, radical, escalofriante y ardiente, eran algunos de los adjetivos que se decían de ella.

Su nombre era sabido por pocos; su apodo, por muchos.

Sin embargo, había una palabra que Freya tenía tatuada en un alma. Y esa palabra era: Kaliyaqcha.

Poco se sabía de esa palabra, de su significado y de su historia; pocos hablaban de ella, pocos sabían su nombre, pero los pequeños cánticos conocidos tenían más significado que una simple unión de letras.

(…)

El león ruge y el viento canta

¡Temo, oh, de la diosa Kaliyaqcha!

Como un depredador va caminando

Con un león al lado y una lanza en mano.

Temida, cercada y marcada.

Su sonrisa quema almas y su tacto la muerte rasga.

¡Temo, oh, de la diosa Kaliyaqcha!

Por el resto de su vida estaba condenada

Buscando venganza de quien se acercaba.

¡Cuidado!

Quien la viese ella mataba y su león destrozaba.

Quien la viese sabía que su muerte se acercaba.

Quien la viese temía y de inmediato gritaba:

¡Temo, oh, de la diosa Kaliyaqcha!

¡Cuidado!

Quien la viese ella mataba,

pues la sangre era su gloria y en sus labios la saboreaba.

¡Cuidado! ¡Cuidado!

Kaliyaqcha mira.

¡Cuidado!

Kaliyaqcha mira a su presa.

¡Cuidado!

Kaliyaqcha te mira con una sonrisa

¡Cuidado!

Kaliyaqcha te mira con sangre en sus labios.

¡Cuidado!

Kaliyaqcha siempre saborea la muerte satisfactoria.

Capítulos gratis disponibles en la App >

Capítulos relacionados

Último capítulo