Capítulo 3

 

Me di media vuelta y mis piernas estrenaron su estado físico en la ciudad. Fue una lástima que me estampara contra lo que pareció una pared. Y digo que se le parecía por el hecho de que tras caer de bruces al suelo, quedando atontada por el golpe, me encontré con la realidad de que aquella muralla no era más que una mujer.

Si, una mujer que lucía verdaderamente seria. Aparentaba rondar en sus treinta, aunque tenía unas cuantas capas de maquillaje para disimular lo que serían unas terribles ojeras. Aun así, su figura delataba que quizás tuviera algunos años menos.

Aquella mujer me estudió sólo unos segundos. Por un momento pensé en reprocharle tan tremenda descortesía, pero luego me percaté que no podía moverme, ni siquiera unos centímetros mientras ella me dirigía la mirada directamente.

Sus ojos eran iguales a los del niño. Su cabello lacio y pelirrojo le llegaba pasando los hombros. Y en lo que más reparé, fue en las facciones de su rostro. Su mirada era fría hasta el punto en que su presencia me helaba la sangre.

— Mocoso despreciable — de ése modo llamó al pequeño que había dejado atrás en mi intento de huir. La forma en cómo lo llamó, me dio rabia, por alguna razón odié la manera en que lo trataba —. Te has lucido en esta ocasión. Debo admitirlo. — masculló, enmascarando una sonrisa sátira.

— Gracias, madre. — dijo él, aunque no lucía convencido de sus palabras.

Escucharlo me fue como un despertador. Me levanté en cuestión de segundos, cambiando mí rumbo, ahora en sentido contrario a la mujer, alejándome de ella y de su hijo lo más que pudiera.

Al parecer no predijeron mi escape. Prácticamente, ni se inmutaron.

— Mejor para mí— pensé —. Esta vez, podré alejarme lo suficiente.

Pero luego entendí por qué ni se molestaron en perseguirme.

Cuando dirigí la mirada hacia el frente, vi que se hallaban tres muchachos. Dos a cada lado y uno justo en frente, aguardándome sigilosamente. Éste último me tomó prisionera. Y no puedo explicarles la impotencia que sentía al verme allí forcejeando con todas mis fuerzas, cuando él simplemente me sostenía con una de sus manos como si yo fuese tan solo una paleta de caramelo.

La desesperanza me golpeó con fuerza, anunciando lo que más me temía.

— No hay salida. — mi voz fue como un eco sordo que se perdió entre las montañas de alguna extensa cordillera.

La desolación se encaminaba hacia mí, deseosa de que viera su glamorosa entrada. La frustración y el pánico se entremezclaron, dando origen a una expresión extraña en mi rostro.

El corazón me latía a mil como nunca antes. Sólo una vez latió de esa manera tan precipitada… Fue aquella ocasión en que me enamoré perdidamente. Pero esos eran malos recuerdos, por lo que terminaron disminuyendo mis pulsaciones hasta volverlas al ritmo habitual. Invocar aquel recuerdo me resultaba de lo más desagradable a tal punto que cualquier cosa en la que pensara o hiciera, seguiría teniendo ese mismo sabor amargo que sólo la tristeza profunda era capaz de dejar a su paso.

Entonces, dejé de forcejear por mi vida. En ése momento sólo podía pensar en el dolor que había padecido por aquel amor perdido. Mis brazos se aflojaron, quedando sólo uno de ellos sujeto al aprisionamiento por parte del muchacho.

Cuando lo pensé por un momento, me di cuenta de que no había a dónde correr. ¿Por qué se empeñaban en asegurarse de que no huyera? Lentamente volví la vista hacia él y descubrí que él ya me estaba estudiando con sus enormes ojos azulados. Por unos instantes, pensé que había entrado en ellos hasta sumergirme en la inmensidad del universo mismo, para así recorrer un mar de galaxias sin fin. Pero luego, cuando volví en sí, aunque la idea me pareció un disparate, no lograba negarla con un cien por ciento de seguridad, lo cual hacía que me sintiera aún más insegura con todo aquello que creí ver.

Resultaba embriagante la mirada que compartíamos el uno por el otro. Sus cabellos cortos de un castaño bastante oscuro lograban resaltar su mirada, haciendo que sus ojos lucieran aún más hermosos.

El viento resopló jugueteando con mi cabellera, haciéndole llegar mi aroma a partir de una suave brisa. Su nariz recta hizo gesto de haber olfateado con gracia y guardó en su interior una sonrisa por la que hubiera dado todo por ver.

Mis cabellos largos y ondeados que llegaban hasta la altura de mi cadera, eran de un castaño claro totalmente opuesto al de mi hermana. Ella solo lo dejaba crecer hasta los hombros pese a que lo tenía extremadamente lacio. En cuanto a sus ojos, siempre me sentí desdichada por no compartir la misma rara pigmentación violácea. Pese a todo, siempre aprecié mis ojos color avellana, pero jamás tanto como los de mi hermana, claro está.

El muchacho frente a mí continuó examinándome, pero yo ya no sabía qué más inspeccionar. Podía apreciar que me sacaba una cabeza de altura, tenía una contextura delgada y su barbilla estaba completamente rasurada. Vestía jeans azules y una camisa blanca de cuadros con trazos finos y verdosos. Me hubiera gustado seguir analizándolo con más lujos de detalles, pero la voz de la mujer, de ojeras no bien disimuladas, dijo:

— Hoy tendremos un buen banquete. — anunció con aires de grandeza al tiempo que escupía cada una de sus palabras con cierto aire de menosprecio.

Los músculos se me tensaron y la desesperación se incrustó en mi rostro. Estaba en desventaja, ellos eran cinco contra mí sola. Estaba perdida y lo único que atiné a hacer fue dejar que mi maleta cayera al suelo, luego de haberla sostenido con recelo hasta ése último momento.

Exactamente entonces, fue cuando mi melliza salía de la cafetería regañando entre dientes mientras que a su paso el dueño del local cerraba sus puertas. Para cuando ella levantó la mirada para localizar mi paradero, se encontró con el peor de los escenarios posibles.

Casi sin dudar, dejó cayendo su bolso a la vez que se apresuraba a dejar su mochila de un solo movimiento para salir inmediatamente disparada en mi dirección, todo en un acto de inconsciencia pura, pues lo único que dominaba su control era el instinto de hermandad que nacía en ella cada vez que me veía en apuros.

No tenía idea de lo que haría cuando estuviese frente a quienes habían tenido el coraje de aprisionarme. Pero debía ir, era de lo único que estaba segura.

Entonces, sucedió un extraño acontecimiento. Cada uno de mis interceptores adquirió un aspecto de malestar al punto que parecían un tanto histéricos tan pronto como se percataron de la persecución que estaba llevando a cabo mi hermana al emprender su carrera hacia nuestra dirección.

Era curioso ver cómo se sentían amenazados con cada paso que ella daba. Al estudiar sus facciones, podía asegurar que la situación se había invertido por completo. Yo ya no era la presa, sino más bien el anzuelo de sus problemas.

Ya sólo le faltaba la mitad del trayecto para alcanzarnos. Los cinco se voltearon hacia ella, querían ver a la extraña forastera que se atrevía a hacerles frente. Fue allí cuando comprobaron sus peores temores. Esa muchacha de tan solo dieciocho años, marchaba hacia nosotros como un tren de carga sin frenos con una aceleración bastante exagerada. Su mirada inescrutable emanaba luz desde su ser interior haciendo que su existencia fuera todo un misterio. Y si ella resultaba ser quien parecía ser, entonces pronto se convertiría en un verdadero dolor de cabeza.

El simple acto de pensar en que la hora de aquella vieja profecía estuviera por cumplirse, era sin lugar a dudas el súmmum de las peores noticias que pudieran llegar a recibir.

Todos le dirigieron una mirada en común. Una llena de rencor, destilaban un inconmensurable odio puro. Aquella luz les resultaba asqueante. Aunque la verdad era otra, ya que ésta los hería profundamente. No soportarían verla por otros segundos más, no sin antes destriparse los unos a los otros, sólo para acabar con el sufrimiento que les provocaba la pureza de aquella alma.

Para cuando dirigí la vista al muchacho que retenía mi mano me percaté de que no había apartado la vista de mí ni por un instante. Al parecer estaba más entretenido en mis facciones más que en la muchacha que corría hacia nosotros. Era el único que no había dirigido una mirada hostil hacia ella, ya que ni siquiera se había volteado a verla.

— No lo entiendo. Tu sangre… es la misma que corre a través de las venas de ella. Pero aun así, no me causas ningún daño. Eres interesante. — su voz me ahogó en un mar de hipnosis.

Jamás había experimentado la sensación de estar soñando y ser más que consciente de que no se trataba de un simple sueño. No comprendí el sentido de sus palabras, probablemente como consecuencia de la longitud de onda de su voz, la cual había movido hasta la última de las moléculas de mis tímpanos logrando cautivarme con su melódico tono.

— Vayámonos de aquí. — masculló la mujer dando la orden de partida.

Entonces, todos salvo uno de ellos, se evaporizaron frente a nosotras. Nuestros corazones dieron un vuelco de alivio, mientras se desbordaban en palpitaciones desmesuradas que parecían jamás relajarse del todo.

El muchacho que retenía mi mano dirigió su mirada por primera vez hacia mi hermana. Fue así como el instinto de hermandad fue más fuerte que cualquier efecto de control que él hubiese podido ejercer sobre mí.

— No le hagas daño. — le ordené molesta, furiosa por la simple idea de saber lo que estaba pensando.

— Por si no lo notaste, no estoy interesado en ella. — acotó con una sonrisa de picardía envolviéndole el rostro.

Quedé impactada por sus palabras y solamente lo observé aún sin comprender la magnitud del asunto.

— ¡Suéltala, maldito! — rugió mi melliza mientras se acercaba furiosa.

— ¡¿Qué quieres?! — repliqué sin darme cuenta de lo enojada que realmente estaba.

Su sonrisa se tornó seria, con sutileza seleccionó sus palabras y luego confesó con bastante simpleza sus propios pensamientos:

— Quiero tu compañía para el resto de nuestro letargo…

Perdí el hilo de su voz en un abismo tan pronto como él asomó sus colmillos a mi cuello para finalmente clavarlos atravesándome la piel. Para cuando mi hermana llegó, ya tenía preparado su puño, lista para destinarlo directamente a la cara del joven que se atrevió a atacarme.

Aun así, con mi cuello todavía en su boca, le dirigió sus ojos encestándole una mirada fría y despiadada. No le dio ninguna gracia a mi melliza la sorpresa que se llevó al ser tomado su puño mientras a su vez el chico se tomaba todo el tiempo del mundo para dejarme completamente inconsciente, y con sumo cuidado, acostada en el suelo.

El muchacho le dedicó una mirada asesina a su adversaria y de un movimiento la sacó volando.

Sin embargo, ella se las apañó para aterrizar con los pies, dejando una estela de polvo en el camino que fueron marcando sus zapatillas sobre la vereda de la plaza. Por lo que terminó justo de pie para volver inmediatamente al ataque.

Pero para cuando levantó la vista hacia su dirección, él ya se había volatilizado del mismo modo en que lo habían hecho los demás. Y desde aquel recóndito lugar en donde él ahora se encontraba, sentía el ardor de las quemaduras de su mano. La misma mano con la que había lanzado a aquella forastera que sólo defendía a su hermana del infierno en que él mismo la había metido.

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