Capítulo 4

LILIAN 

DOS AÑOS ANTES

—Hoy inician sus estudios para formarse como azafatas. Muchos piensan que es algo fácil, no lo crean más…. —Miré a todas las chicas a mi alrededor, haciéndome una pregunta: ¿Había sido difícil para alguna de ellas llegar hasta ahí? Quizás sí, pero no me atrevería a preguntar. Saber su historia significaba hablar de la mía y era algo que no quería compartir.

La puerta del auditorio se abrió en pleno discurso de Diana Lorentz, una de nuestras entrenadoras. Todas miraron hacia la entrada, donde estaba una mujer de cuerpo esbelto y cabello dorado, que brillaba como el sol. Las murmuraciones no se hicieron esperar,  se escuchaban tanto que Lorentz tuvo que intervenir. 

El lugar estaba atestado y había pocos asientos disponibles. Pero a mi lado había uno libre, así que levanté la mano, para llamar la atención de la Barbie —como la apodé en mi cabeza—. Ella sonrió  con tristeza, como si fuera lo más difícil que había hecho jamás, y se sentó a mi lado.

—Gracias. Soy Elizabeth McColl —Se presentó, ofreciéndome su mano como saludo; se la estreché y le dije mi nombre. Elizabeth olía a jazmín, tenía aretes de oro y una perfecta manicura francesa. Su maquillaje apenas se notaba, pero era hermoso. Estaba impoluta y perfecta. No juzgaba a la gente por su apariencia, pero sin duda ella tenía dinero. A pesar de aquella impresión, pude notar la dulzura y calidez en su mirada. Supe que tenía una historia para contar, igual que yo. 

Sentí empatía por ella en aquel entonces y con el tiempo nos hicimos amigas. Era la primera amiga que tenía en mi vida y no sabía muy bien cómo hacerlo. Pero no era la única inexperta en el tema amistad. Elizabeth era una mujer solitaria y desdichada.

Ella vivía en el Upper East  Side, en un piso impresionante y lujoso. Tenía un armario repleto de conjuntos y zapatos de diseñador, autos costosos, una gran tina en su baño… Y, aún así, eran pocas las veces que la veía sonreír. Eso de que el dinero no compra la felicidad es un hecho. 

Pasaron tres meses antes de que me atreviera a contarle mi secreto. No quería seguir mintiéndole a Elizabeth, a la única amiga que tenía y a mi único punto de apoyo. Esa mañana, mientras tomábamos un café en la sala de su apartamento, le dije la verdad. Tuve miedo de hacerlo, pero a la vez, sentí alivio.

—Mi familia no está de viaje, y mucho menos vivo en Soho.   Yo soy huérfana y pobre —Sus ojos se llenaron de duda y no de compasión. Ella no sentía lástima por mí, como pasaba con el resto de las personas.

—¿Por qué no lo dijiste antes? Sabes muy bien que no me importa de dónde seas. No soy ese tipo de personas.

—Es que me daba mucha vergüenza, Lissy. Siempre que lo digo la gente cambia conmigo. Creen que les pediré dinero, hasta inclusive que los voy a robar.

—Pues conmigo no tienes de qué avergonzarte. Hay muchas personas que tienen mucho dinero pero nada de dignidad. Así que no me importa dónde vivas, iré a tu casa como tu vienes a la mía. No existe eso de “el mundo de los ricos y de los pobres”. El mundo es uno y vivimos en el mismo —me dijo, mientras sostenía mi mano.

Tragué grueso, antes de decirle lo siguiente. Ella no tenía idea de mi realidad y confesarle aquello fue lo más difícil de todo.

—Yo… no tengo casa —pronuncié, vacilante.  

—¿¡Qué quieres decir con eso!? —La mujer más pacífica y silenciosa que había conocido estaba gritando. Ella no lo entendía, tenía que decírselo de una vez por todas, arrancar la curita de un tirón y dejar que la herida quedara expuesta. Cerré los ojos y entonces lo dije:

—Duermo en un refugio —Sus ojos se entornaron y su rostro palideció. Su reacción era lógica, pero saber eso no alejaba el dolor y la vergüenza.

—No puedo creer que no lo mencionaras, que no confiaras en mí —Se lamentó, mientras negaba con la cabeza. Elizabeth siempre fue una mujer sensible y emocional y mi confesión había dejado aflorar ese aspecto de su vida.

—Confío en ti, Lissy. Fue más miedo que desconfianza. No es fácil hablar de esto.

—Lo sé, pero mira a tu alrededor, este apartamento es enorme, Lil. Puedes vivir conmigo.

—No. Si te lo estoy diciendo no es para que me ofrezcas un techo.

—No es una pregunta. Te exijo que vivas conmigo —Mantuve la compostura por diez largos segundos y, luego, rompí en llanto, en sollozos fuertes y lastimeros. Sentí, por primera vez en años, que le importaba a alguien, que vivir valía la pena y que nunca más estaría sola. Era una carga pesada la que llevaba a cuestas y Lissy me ofrecía su espalda para llevarla conmigo.

Desde ese día, dejé de correr por un refugio, al que muchas veces no lograba entrar y terminaba durmiendo en la calle. Y eso no era nada bonito, porque en Manhattan hacía un frío de muerte en las noches. Vivir con Lissy significaba dejar de asearme en el baño de los aeropuertos, de contar  monedas para comer algo, de ponerme la ropa hasta tres veces, porque no tenía como pagar lavandería. Pero, lo que más valoraba de aquel ofrecimiento, era su cariño sincero.

Decidida a corresponder su enorme ayuda, le dije que lavaría la ropa, que limpiaría la casa y hasta cocinaría. Ella dijo un no rotundo, pero tuvo que aceptar o no habría trato.

Y así fue como pasé de ser una sin techo a vivir en el Upper East  Side de New York. Tenía una habitación propia, con baño privado, un armario repleto de ropa nueva, zapatos y bolsos —cosas que pagaría a medida que los cheques de la aerolínea comenzaran a llegar—. 

Pero la señorita McColl tenía más planes conmigo. Estaba como una cabra, comprándome  artilugios tecnológicos: un iPod, un Smartphone, una laptop… y no solo eso ¡Un auto nuevo! Yo flipaba, le gritaba que ¡No! y ella respondía que ¡Sí! Esa mujer iba a lograr que me prostituyera. Y nunca, ni siquiera cuando pasaba hambre, me atreví a vender mi cuerpo.

Yo hiperventilaba cada vez que me traía algo nuevo. Entonces la detuve, tracé un plan de financiamiento, hice los números y establecimos cuotas. Le pagaría hasta que se me cayeran los dientes y el pelo lo tuviese blanco, pero, al menos, era un gran plan.

PRESENTE

—No lo digasle advertí. Ya había tenido suficiente humillación con Richard, como para sumarle a ello la fuerte reprimenda que brillaba en los ojos grises de Lissy.

—No he dicho nada, loquita. ¿Estás lista? —asentí. Tuve la tentación de contarle de mis candentes siete minutos en el cielo, pero sabía que ella no aprobaba mi lujuriosa vida y no quería discutir por lo mismo.

—Permiso, señorita White. Dejaron su bolso en recepción —dijo una enfermera. El corazón se revolvió en mi pecho como un huracán. Saber que él había vuelto al hospital, para traerme mi bolso, me ilusionó. Nunca había experimentado algo así, no me atrevía a permitirme ningún sentimiento por un hombre, ni por nadie. Elizabeth fue la excepción a la regla. A ella la quieres porque sí. 

—No lo digas —insistí, cuando vi la sonrisa pícara en los labios carnosos de Elizabeth McColl. Me conocía sus gestos como el mapa de New York. Y yo conozco cada calle de esa ciudad, no miento. Mi amiga puso los ojos en blanco mientras negaba con la cabeza.

Llegamos al apartamento a eso de las tres de la tarde. Necesitaba una buena ducha y acurrucarme debajo de una cobija gruesa. Estaba exhausta. Pero no contaba con los planes de Lissy, que incluían mucha comida. Me fiscalizó cada cucharada, una a una. Y hasta me obligó a terminar un vaso grande de merengada de mora. Comí cuanto pude y, finalmente, cumplí con los dos pasos de mi plan: ducha y cama.

Al día siguiente tenía un vuelo a Madrid y necesitaba recargar pilas. Llevaba cuatro meses trabajando en Royal Airlines. Me había cambiado de Concorde Airlines —donde iniciamos Lissy y yo— porque en la nueva aerolínea la paga era mucho mejor. Por suerte mi amiga encontró una vacante en Royal  y comenzaría en unos días. 

Capítulos gratis disponibles en la App >

Capítulos relacionados

Último capítulo