Capítulo 2

Richard

La lujuria ardía en sus ojos, en sus mejillas ruborizadas, en sus respiraciones temblorosas… No lo resistí más. Me puse un preservativo y volví a subirla a mi regazo.

 No hubo espera, ni pausa, me introduje en ella en un solo movimiento. Estaba tan apretada que hizo flaquear mis piernas por una milésima de segundo. Me recompuse y comencé a empujar dentro y fuera de su centro de placer. Sus uñas se clavaban cada vez más profundo en mi espalda, a través de mi jersey, a medida que mis acometidas se hacían más profundas.

La tenía como quería: jadeando, suplicando que no me detuviese, ardiendo como el fuego que había encendido en mí. Aunque, ella me tenía peor. ¿Por qué? Una palabra: rendición. Y Richard Hernández nunca se rendía ante  una mujer.  Yo era libre, un jodido Playboy que nunca, nunca repetía con la misma mujer. Entonces, volví a preguntarme: ¿Qué me está haciendo esta mujer?

Escucharla llegar al clímax fue como recibir una medalla de honor, luego de un largo maratón. Ella gemía mi nombre, lo trataba de ocultar mordiendo mi hombro, pero sonaba tan claro como la voz de mi conciencia.

Luego de recomponer nuestra ropa, puse en marcha de nuevo el ascensor. Nuestras respiraciones seguían reverberando agitadas en aquel espacio que había sido testigo del encuentro más ardiente y desesperado que había tenido jamás.

Al entrar a mi apartamento, esperé la reacción de Lilian. A todas las que traía las dejaba boquiabiertas. Era un típico apartamento de soltero, pero con todos los artilugios para entretener: pantalla gigante, barra de bebidas, mesa de pool y una hermosa y amplia cocina. La comida siempre fue mi fuerte. De no ser piloto, sería un excelente chef.

—Nada mal, Rich —pronunció, restándole importancia

—Nada mal, ¿¡eh!? —repliqué, un tanto decepcionado. Quizás era la típica chica consentida y millonaria a la que no le falta nada. Fue la única explicación que encontré.

—¿Me puedes prestar el baño?

—Claro. Puedes usar el de mi habitación, estoy remodelando el de visitas —Lilian caminó hacia la puerta que le indiqué, cosa que me permitió darle un buen vistazo a aquel trasero ardiente. Ya mi amigo se estaba preparando para una segunda vuelta, una que la dejaría viendo pajaritos voladores sobre su cabeza. 

Mientras la esperaba, decidí preparar una bebida, con mi toque especial. La vi tomando Martini en el Seven, por lo que esa fue mi opción obvia. Aunque no cualquiera, sino el Martini Sucio, al estilo James Bond. Es una bebida fácil de preparar, si tienes los ingredientes correctos.

Me senté delante de la encimera, observando las dos copas de Martini que había servido. Las miré por quince largos minutos y entonces decidí que había pasado tiempo suficiente y fui a verificar a Lilian. Imaginé que la encontraría tumbada en la cama, usando solo sus botas de cuero. Sí, fue una fantasía muy excitante. Pero ella no estaba cerca de la cama, sino arrodillada  frente a la tapa del inodoro.

—¿Estás bien? —Mientras le hacía la pregunta, rogaba en silencio que dijera sí. Pero aquella petición fue en vano al ver sus ojos brillosos y su rostro pálido.

—Me siento muy mal. Quizás fueron los Martinis…

—¿No acostumbras a tomar? —inquirí, extrañado. Por la forma como bebía sabía que no era su primera vez. Había algo más que me estaba ocultando.

—Puede, que tal vez, esas bebidas fueran lo único en mi estómago desde esta mañana.

Quitando el puede y el tal vez de aquella oración, su estado de salud era congruente con su estupidez. Fruncí el ceño y apreté los puños mientras me dije ¡Esto no puede ser cierto! De todas las sexys mujeres del club, tuve que elegir a la que se intoxicó con alcohol por tener el estómago vacío.

Pude gritarle y reclamarle, pero no tenía derecho y tampoco era mi problema. Se suponía que solo sería un encuentro casual. Pero, en cambio, estaba esperando que vomitara de nuevo. Porque, por el olor en el baño, lo había hecho al menos tres veces antes de que yo entrara.

Me apoyé contra el marco de la puerta, con los brazos cruzados, esperando que sucediera. La imagen de la sexy Lilian se había desdibujado en segundos delante de mis ojos. Su aspecto era desprolijo y demacrado. De nuevo pensé: ¡Esto no puede ser cierto! 

Cuando su cuerpo se sacudió hacia adelante con una arcada, me apresuré a sostener su cabello para que no lo llenara de, lean bien, vómito. ¿Cómo podía vomitar tanto alguien que no tenía nada en el estómago? Pensar en esa pregunta me llevó a una conclusión: se desmayaría en cualquier momento. No es que fuera médico o un erudito en el tema vómito, pero cualquiera, con tres dedos de frente, lo habría precisado. 

—¡Mierda, Lil! —grité, cuando se desplomó en el suelo. La cargué en mis brazos y corrí con ella hasta el ascensor. El viaje hacia abajo no fue nada épico ni sensual. Ni remotamente cercano a eso.

Una vez en el estacionamiento, la metí en el puesto trasero de mi auto deportivo. Ella se veía muy mal, casi como un fantasma. Fue entonces cuando sentí pánico. No podía permitir que Lilian se muriera en un frío asiento de cuero de un Camaro.

Conduje lo más rápido que podía. El jodido clima había confabulado contra mí.

—¿Más nieve para New York? ¡Perfecto! —refunfuñé.

Mi mirada alternaba entre la carretera y el retrovisor, para comprobar que seguía respirando. ¿Recuerdan lo que dije al inicio? ¿Ahora entienden por qué dejó de ser perfecto?

—¿Cómo se llama la paciente?  —me preguntó la enfermera, mientras la ingresaban en urgencias. Seguía inconsciente y no había manera de que pudiera responder.

—Lilian —susurré, apenas. Estaba tan avergonzado de no saber su apellido. Aunque, nunca llegaba a recordar ni el nombre de la chica. Así que, al menos, sabía su nombre.

—¿Lilian qué? —Negué con la cabeza, mientras me encogía de hombros.

La enfermera frunció los labios, en desaprobación. ¿Qué podía hacer, inventar un apellido?

Y así fue como terminé mi día “perfecto”: en la sala de urgencias de un hospital, esperando noticias de la mujer que pensaba pasar toda la noche hasta caer agotado. Mi pie derecho era más izquierdo de lo que pensaba. 

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