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La esposa de Darío, hermano menor de Javier, respondía al nombre de Jennifer. Era una mujer de 27 años de edad, recién graduada de la universidad y casada desde hace más de cinco años. Poseía una conducta de dependencia ante cualquiera que la hiciera sentirse útil. Era muy insegura de sí misma. Antes de casarse, Javier le confesó que gustaba de ella, pero él nunca le llamó la atención, así que ignoró su comentario. Su matrimonio era una relación normal, salvo que por razones de trabajo, su esposo Darío se la pasa fuera del país, situación que la hacía sentirse sola. Un día Javier tuvo la oportunidad de hablar a solas con Jennifer. Fue en una reunión entre amigos que organizaron él y su esposa Amanda en el jardín de su casa, fue allí donde la abordó:

—¡Caray Jeni, estás muy linda hoy! ­Tienes un culazo de infarto. ¿Cómo te encuentras?

—No muy bien —respondió ella con una mueca como de desagrado.

—¿Y por qué? ¿Cuál es el problema?

—No quiero causarte molestias, además tal vez no lo entenderías.

—Puedes confiar en mí ­—dijo Javier en tono confidencial.

—Está bien —asintió y mirándolo fijamente, le manifestó—: Prométeme que no se lo dirás a Diario por más hermanos que sean ustedes.

Javier, con mucha intriga, pero sintiéndose ya comprometido, le habló en tono reflexivo—: ¡Muy bien, adelante, dime!

—Sucede que ahora mi esposo casi siempre está fuera del país, viajando todo el tiempo a causa del trabajo, eso me hace sentir muy sola, aún no hemos tenido nuestro primer hijo. Hasta que él no logre estabilizarse con su trabajo, no tendré compañía.

—Tranquila, puedes contar conmigo para lo que sea, al fin y al cabo somos como de la familia —dijo Javier con tono comprensivo. Fue en ese momento cuando vio su oportunidad (una de tantas) de acercarse a Jennifer con un propósito no muy loable. Jennifer era un trofeo más en su repisa y por ser su cuñada, había cierto morbo en tener una aventura con ella. Javier, sin medir las consecuencias, como quien se lanza de un avión sin paracaídas, se arrojó a esa aventura.

Javier comenzó a tener encuentros ocasionales con Jennifer solo por placer, aprovechando los constantes viajes de su esposo. Ella, a pesar de estar consciente de su infidelidad, se fue adentrando cada día más en la aventura. Recordaba un dicho que le había escuchado a una amiga: “Cuídate de los círculos viciosos, las mentes cuadradas y los triángulos amorosos”. Sin embargo, el placer no tiene razón y viene de las más primitivas e instintivas partes del cerebro.

Uno de aquellos encuentros lascivos, tuvo lugar una tarde en la misma casa y en la misma cama donde dormía ella con su esposo. Desnudos, sin tabú ni pudor, rompiendo todos los patrones establecidos, se abrazaron en un solo cuerpo. Ella lo sentía dentro sí, él sintió como palpitaba y se estremecía. Temblaba, había adrenalina mezclada con olor a perfume, jugueteaban con sus manos, él la acariciaba, tocaba su espalda, sus nalgas, sus muslos, no quería perderse ese placer de sentir aquello que estaba penetrando como en un mar de delicia. Ella abría sus piernas de par en par, gozaba de aquellos movimientos que la hacían gritar, sentía su lengua recorriendo su cuello, sus senos, deteniéndose en sus pezones hasta bajar a su pubis y quedarse allí, un buen rato, como quien succiona una deliciosa fruta, tratando de extraerle toda su dulzura, hasta quedar exhausta y satisfecha.

Para Jennifer no era la infidelidad lo que le atormentaba, sino más bien el miedo al abandono. Al experimentar el afecto en Javier y en proporcionarle a este aunque sea “orgasmos prestados”, ella se sentía poseída, querida y satisfecha. Comenzó a experimentar un apego afectivo intenso, incluso era capaz de desplazar sus propias necesidades solo por mantener su compañía. Fue un día de esos encuentros casuales donde Jennifer le manifestó:

—Creo que me estoy enamorando de ti y eso me asusta.

Javier al escucharla intentó mantenerse tranquilo, sabía que eso significaría más que un día de placer, por lo que respondió:

—Deberías de comprender lo que estamos haciendo, sobre todo en lo que atañe a tu relación conmigo, eres más que un amante ¡eres mi cuñada!

De repente Jennifer se sintió confundida y guardó silencio, como si los comentarios de Javier fueran los de un padre. Sin embargo, ella se sentía a gusto con él, en tenerlo todo para ella. Los dos poco a poco fueron creando su propia trampa, generando expectativas utópicas cada uno a su manera. Jennifer vio un mundo de amor a través de la imagen que tenía de él, como un padre, donde el amor es obligación y sacrificio, mientras él solo veía placer.

Una vez consumado el encuentro, Jennifer decidió fumarse un cigarrillo y preparase un café para calmar su ansiedad. Era una especie de ritual aquello, fumar y beber café al mismo tiempo, lo hacía más placentero. Mientras tanto,  Javier se ponía la ropa después de ducharse.

—¿Cuando volveremos a veremos? —preguntó Jennifer.

—Esta semana estaré muy ocupado, volveré la semana próxima.

—¿Te comportarás igual que hoy? Siempre eres una cajita de sorpresas cuando lo hacemos —le susurró con picardía.

—Siempre dejo algo mejor para después, nena.

—¡WOOOAOOO! Eres un salvaje.

Javier, riéndose le dijo:

—Solo recuerda que lo que hacemos es por placer, cariño, ¡solo por placer! —repitió y estampándole un beso en la boca, se marchó.

No obstante, para Jennifer, aquellas percepciones placenteras que experimentaba con Javier comenzaban a obsesionarla.

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