Capítulo 2

Pasamos volando junto al árbol en el que siempre solíamos reunirnos. Lo vi con el rabillo del ojo, borroso por la velocidad a la que íbamos. No pude reprimir un sollozo al comprobar que al menos no nos habíamos perdido. Me dije a mí mismo que estábamos en terreno conocido, que era posible que incluso los hubiésemos perdido. Aquel era mi bosque, siempre y cuando nos mantuviésemos dentro de él, tenía esperanzas de que pudiésemos salir de aquella con vida. El pecho se me hinchó ante la idea y un pensamiento febril me hizo replantearme hacerles frente.

Por suerte, el miedo me despejó la mente más bien rápido.

A lo mejor habría tenido alguna oportunidad si hubiese sido uno solo, pero por lo que había visto eran al menos cuatro. Si mi madre, una soldado experimentada, no había conseguido acabar con ellos, desde luego que yo tampoco lo haría. Además, no estaba seguro de que fuese a ser capaz de moverme si es que los volvía a tener delante; con tan solo recordar sus ojos completamente negros, la sangre chorreando por sus garras hasta caer al suelo, tiñendo las hortensias de mi madre de color rojo y esa asquerosa sonrisa que uno de ellos me había dedicado al percatarse de mi presencia, sentía la necesidad de tirarme al suelo y rodear mi cabeza con ambas manos hasta que todo pasase.

Pero el terror tiraba de mí más fuertemente que la desesperación, así que seguí corriendo y aunque mi cabeza estaba llena de imágenes de sangre, muerte y pérdida, a pesar de que no tenía ni muy claro qué iba a hacer y había olvidado todos y cada uno de los consejos de mi madre, había recorrido aquel bosque tantas veces, me era tan familiar, que de alguna forma conseguí despistarlos.

Frené en seco ante la visión del árbol. Katherine, mi amiga, se estampó duramente contra mi espalda, haciendo que ambos perdiésemos el equilibrio. Volví a estar de pie en el trascurso de una exhalación y tiré de Katherine tan fuerte que prácticamente la levanté en volandas del suelo. En otra ocasión me habría soltado un guantazo, pero no aquella vez. En cambio apretó mi mano con firmeza y siguió corriendo tras de mí. Llegamos al arroyo donde habíamos estado esa misma tarde. Sin pensármelo dos veces, la hice tirarse al agua y atravesamos la cascada, sabiendo que tras ella se ocultaba un pequeño recoveco.

Lo habíamos descubierto años atrás, cuando Katherine me retó a permanecer un minuto entero bajo la cascada. Solo había aguantado veinte segundos, pues la fuerza con la que caía el agua era tan arrolladora que había sentido como si me estuviesen arrojando piedras a la espalda y, en un desesperado intento por quedar lejos del alcance de la cascada, tropecé dando con lo que a partir de entonces se convertiría en nuestra guarida secreta.

Como aquella primera vez, caí rodando sobre el suelo de la cueva, sin soltar el agarre de su mano y empapados de los pies a la cabeza. Aunque ya se empezaba a notar la llegada del frío del invierno, me sentí como si todo mi cuerpo estuviese ardiendo. Mis mejillas estaban encendidas y mi cabeza daba vueltas; si no hubiese sido porque yo nunca me ponía enfermo, habría pensado que, si los Oscuros no se me llevaban, lo haría una mala fiebre.

No lo había notado hasta entonces, pero estaba respirando como cuando Billie, el hijo del panadero de la aldea más cercana, se atragantó con un hueso de pollo y estuvo a punto de ahogarse. Por suerte para él mi padre me había enseñado qué hacer en ese tipo de situaciones, así que presioné en su abdomen hasta que finalmente el hueso salió disparado.

A partir de entonces, siempre que íbamos a la aldea cuando necesitábamos abastecernos de algo, sus padres me regalaban dulces, sin contar con que me gané la admiración del chico y cierta popularidad entre las chicas. Eso me hizo querer pasar más tiempo allí, en lugar de estar siempre en nuestra retirada casa del bosque, lo que dio lugar a una terrible discusión con mis padres.

Por algún motivo que yo no podía entender, no solo se negaron en rotundo a mis súplicas por mudarnos a la aldea, sino que se tomaron la idea como algo horrible, como si les hubiese pedido que acabasen con la vida de una persona, en lugar de simplemente no vivir como unos retraídos.

—Pero mamá —había dicho yo—. Aquí me siento solo. Cuando quiero ver a Katherine tenemos que andar kilómetros y nadie más quiere ser amigo del chico que vive en medio del bosque. La gente piensa que somos raros.

—Que piensen lo que quieran, Jason, eso no nos incumbe —aseguró mi padre—. Tienes a Katherine y nos tienes a nosotros. Con eso debería ser suficiente.

—No puedes hablar en serio. No digo que no seáis suficiente, pero estoy harto de ser el bicho raro.

—Tu padre ha dicho que no, y es que no. No vamos a cambiar toda nuestra vida por un capricho tuyo, ¿entendido? —zanjó mi madre, dedicándome una mirada disgustada.

—¡Y yo no pienso dejar que arruinéis mi vida por vuestras estúpidas manías! —grité enfadado. Por un momento, me pareció ver un atisbo de miedo asomar a los ojos de mi madre.

Ella clavó la vista en mi padre ansiosamente y él se incorporó de inmediato del sillón en el que había permanecido sentado, colocándose entre mi madre y yo. La sonrisa perezosa que siempre decoraba sus labios había desaparecido sin dejar rastro, sustituida por una mueca de tensión. Dio un par de pasos al frente, quedando tan cerca de mí que me hizo tragar saliva. No necesitó decir nada; la diferencia de estatura y la dura mirada que me dedicó, tuvieron el mismo efecto intimidatorio que si hubiese cogido el cinturón y me hubiese amenazado con golpearme con él.

Él nunca me había puesto la mano encima pero conocía a chicos cuyos padres no eran tan pacientes como el mío y la idea de que pudiese volverse como ellos, me aterraba. Sin embargo, el enfado que había mostrado en un principio se desmoronó rápidamente al ver mi reacción y todo lo que hizo fue suspirar suavemente y arrodillarse para poder estar a mi altura. Colocó ambas manos sobre mis hombros y, mientras yo lo miraba confuso, me dijo:

—Todo lo que hacemos es por tu bien, Jason. Tu madre y yo queremos lo mejor para ti, y si eso significa pasar unos cuantos años algo aislados, ¿no piensas que vale la pena?

—¿Pero por qué esto es lo mejor para mí? —cuestioné sin acabar de entender el razonamiento de mi padre.

—Hablaremos sobre eso cuando seas mayor —intervino mi madre, acercándose a nosotros y colocando cariñosamente una mano en la espalda de mi padre—. Hasta entonces, ¿puedes confiar en nosotros?

Y como eran mis padres y los quería, dije que sí, que me portaría bien y que siempre que quisiese ir a ver a Katherine o a jugar a la aldea, les pediría que me llevasen, a pesar de que yo sabía llegar sin problemas. Eran tan sobreprotectores que se negaban a dejarme solo nunca, a no ser que fuese para dar un paseo rápido por el bosque, siempre y cuando no me alejase mucho de casa.

Pero a pesar de mi promesa, y a pesar de que durante un tiempo traté realmente de confiar en ellos, la verdad es que cuanto más crecía, y cuanto más esperaba que llegase ese día en el que me contasen el motivo por el que no podía tener una vida como la de cualquier niño de mi edad, sin que nunca llegase, descubrí que había sido engañado, que solo eran un par de excéntricos sobreprotectores, y como consecuencia, rompí mi promesa.

La primera vez que lo hice fue para ir a ver a Katherine sin la presencia de alguno de nuestros padres incordiando. Quedamos en un punto medio entre su casa y la mía, y alegando un paseo por el bosque, a ver si cazaba algo, me encontré con ella junto al viejo roble, el árbol más antiguo de todo el bosque, según me había contado mi madre. Al principio me había sentido algo culpable, pero cuando llegué a mi casa por la noche, cuando la cena ya estaba en la mesa y sin que hubiese ocurrido ningún percance, nada que justificase el encierro al que me sometían mis padres, la sensación de angustia desapareció y comencé a hacerlo una y otra vez.

A veces incluso me atrevía a ir a la aldea, y continuó siendo de esa forma hasta el día de mi decimotercer cumpleaños. Mi madre había preparado un gran almuerzo con mis comidas favoritas, y después del festín, procedí a abrir los regalos.

Mamá me regaló un puñal con mi inicial grabada en el mango y una funda donde guardarlo, mientras me decía que ya era todo un hombre, y a mí me pareció el mejor regalo del mundo. Emocionado les hice una demostración de puntería, lanzándolo exitosamente hacia una de las manzanas del frutero, y ellos me aplaudieron fervientemente. Papá me había comprado una montaña de libros de todos los géneros y tipos, y aunque una parte de mi me decía que era una forma de mantenerme ocupado, lejos de otras personas, no pude evitar conmoverme.

Durante los últimos meses había sido de esa forma, seguía adorando a mis padres, pero no podía evitar pensar que todo lo que hacían estaba de alguna forma armado para mantenerme en su burbuja.

Entendía por qué lo hacían, sabía que me querían y que el mundo estaba lleno de cosas horripilantes que podían herirme, o algo mucho peor, pero era mi vida y yo merecía la oportunidad de enfrentarme a ella de la forma en la que mejor me pareciese. Así que cuando me dijeron que si quería que empezásemos juntos alguno de los libros, les mentí diciendo que estaba cansado y que prefería ir al río a echarme una siesta al aire libre, cuando en realidad planeaba pasar el resto del día con Katherine.

Esa fue la última vez que rompí mi promesa y, cómo desearía no haberlo hecho.

Me quedé ahí tirado durante un rato, mirando el techo de la cueva cubierto de musgo mientras hacía un verdadero esfuerzo por calmar mi respiración y parar los sollozos, por no pensar en lo que acababa de ver, y en que tal vez todo habría resultado de una forma diferente si hubiese confiado en mis padres como me habían pedido.

Pero no, me había ido, los dejé solos por un poco de diversión, y aquella noche cuando volví a casa, me topé con el mismísimo infierno en mi puerta.

Había invitado a Katherine a cenar. Me daba igual si se daban cuenta de que había estado con ella en vez de ir al río como les había dicho; era mi decimotercer cumpleaños, después de todo, pero jamás lo habría hecho si hubiese sabido a lo que la expondría.

Lo primero que noté al acercarnos fue el olor.

Había varios aromas mezclándose unos con otros, pero el más notable era el olor a humo, que se extendía a través de la suave brisa que corría, internándose varios metros en el bosque. Pensé que tal vez se tratase de una hoguera que habían encendido mis padres, pero fue algo que descarté inmediatamente; cuanto más me aproximaba, el humo se iba haciendo cada vez más y más espeso, hasta el punto en el que tuve que utilizar mi manga a modo de máscara para no empezar a toser como un descosido.

No podía ser una simple fogata para cocinar la carne, debía ser algo mucho más grande, algo tan desmesurado como para producir aquella enorme cantidad de cenizas, y sin darme cuenta mis pies aligeraron el paso, como si una parte de mí entendiese que algo iba definitivamente mal.

Luego estaba el olor a miedo. Esto no es algo que cualquiera podría captar, pero yo lo reconocí al instante. Era el mismo olor que provenía de los animales cuando les daba caza, un olor pesado que te echa para atrás, que te incita a salir corriendo en la dirección contraria en cuento lo percibes.

Y por último estaba el olor metálico de la sangre.

Éste no supe reconocerlo hasta que por fin vislumbré el claro en el que se encontraba mi hogar y pude ver lo que allí había pasado; la casa estaba envuelta en llamas, dándole el aspecto de una antorcha gigante, y recuerdo que en un extraño impulso me tranquilicé al reconocer la procedencia del humo, como si de alguna forma eso le diese sentido a la situación. Pero la calma no duró mucho, pues enseguida me fijé en que había varios hombres fuera, frente al porche, siseando palabras que apenas pude entender.

Mantened los ojos abiertos, el chico debería estar cerca. Debemos capturarlo pase lo que pase, no podemos permitir que escape —dijo uno de los hombres, con un acento que jamás había escuchado.

Solo que no eran hombres; eran Oscuros.

A la luz de la casa-antorcha se distinguían perfectamente sus inhumanos ojos y sus garras llenas de sangre; la sangre de mis padres.

Mi madre estaba tendida en el suelo con los ojos muy abiertos y una expresión aterrada. Tenía un corte largo y profundo en la garganta del que rezumaba sangre, y sus extremidades se desparramaban en el suelo de una forma artificial, dándole el aspecto de una muñeca de trapo. Mi padre, a escasos metros de ella, tenía la mano extendida en su dirección y había dejado un rastro de sangre, como si se hubiese arrastrado para intentar llegar hasta ella.

En aquel instante todo se paró. Un pitido inundó mis oídos y sentí mi corazón golpear furiosamente contra mi pecho. La respiración se me atrancó en la garganta y me empezaron a escocer los ojos, mientras las lágrimas amenazaban con caer en cualquier momento.

Parecía la escena macabra de uno de los cuentos de miedo que solía leer por las noches antes de dormir. Solo que no era un cuento, era tan real como la vida misma. Mis padres estaban muertos. Mis padres habían sido asesinados.

Creo que en ese momento empecé a sollozar, porque uno de ellos se volteó y clavó sus ojos en los míos. Una sonrisa se extendió por su cara, mostrándome todos y cada uno de sus afilados dientes en una silenciosa amenaza. Empezó a correr en nuestra dirección, y así es como inició la persecución por el bosque.

Había corrido por una cuestión de supervivencia, por ese impulso que tenemos los humanos de aferrarnos a la vida, pero ahora que lo pensaba en frío, quise haberme quedado. Si no había estado con mis padres cuando los habían matado, al menos debía morir a su lado.

Las manos de Katherine alrededor de mi brazo interrumpieron mis pensamientos. Seguí la dirección de su mirada, y distinguí unas pisadas acercándose. Inconscientemente me llevé las manos a la boca, tratando de contener la respiración, mientras me impulsaba con las piernas arrastrándonos por el suelo, alejándonos lo más que pudimos de la cascada, consciente de que era lo único que nos separaba de ellos. Ni siquiera cuando mi espalda tocó la fría pared de piedra me quedé conforme, y maldecí internamente que la cueva fuese tan pequeña.

Entreví la silueta de un Oscuro a través de la cortina de agua, mientras mi corazón latía tan fuerte que pensé que sería capaz de escucharlo. Estaba de pie en silencio, en el lateral izquierdo cerca de la orilla del río moviendo su cabeza de un lado a otro, y supe que estaba olfateando el aire, rastreándonos, aprovechando sus amplificados sentidos. Con un movimiento brusco, su cabeza se giró en nuestra dirección, y supe que estábamos muertos.

Un nudo se asentó en mi estómago al darme cuenta de esto, y si segundos antes había sentido mi piel ardiendo, ahora solo podía sentir el frío, sacudiendo mi cuerpo como si de una hoja se tratase. Claro que, si temblaba realmente por el frío, o si más bien era por el miedo, no lo tenía tan claro.

Y entonces, una voz en mi cabeza susurró:

«Los dejaste solos. Te fuiste y ahora están muertos, y tú te escondes como una rata.»

El pánico que había sentido hasta el momento se esfumó sin dejar rastro. Las lágrimas cesaron y comenzaron a secarse en mis mejillas y, el temblor que zarandeaba mi cuerpo tan solo un instante antes, cesó de pronto, como si todas las emociones, todo lo que una vez había sentido, fuese absorbido repentinamente, dejando en su lugar un enorme vacío. Sentí como mis extremidades perdían fuerza; mis brazos cayeron a mis costados, inertes, y algo en mi cabeza hizo clic, haciéndome ver algo que, aunque ya sabía, no había acabado de asimilar.

«Mis padres están muertos. Todo lo que tenía en este mundo, ha desaparecido, reducido a cenizas. No tengo ni idea de qué voy a hacer ahora, ni si sobreviviré a esto. Y tampoco estoy seguro de que quiera hacerlo

—Quédate aquí —susurré—. Y no salgas por nada del mundo.

Me puse en pie y avancé varios pasos en silencio, hasta estar tan cerca de la cascada que pude sentir las gotas de agua salpicándome. Me tragué cualquier duda que hubiese podido tener al respecto y me dispuse a dar el paso que me dejaría a merced de los Oscuros. Katherine intentó detenerme, pero me deshice de su agarre y la miré una última vez, suplicante. Era consciente de que estaba siendo un cobarde, de que estaba tomando la opción más fácil, pero verdaderamente pensé que me lo merecía, que ese era mi destino.

Y yo estaba muy cansado, no física, pero mentalmente me encontraba exhausto, y no creía que fuese a ser capaz de soportarlo por mucho más tiempo. Ella pareció entenderlo, por lo que con lágrimas en los ojos me dejó ir. Así que me agaché y metí la mano dentro de mi bota derecha, donde había guardado el puñal que me había regalado mi madre esa misma mañana, y desenvainándolo, ignorando el arrítmico golpeteo de mi corazón y la sensación de nauseas, clavé mis ojos en la figura que aún permanecía en la orilla del arroyo, sabiendo que iba a morir, sí.

Pero por lo menos me llevaría a uno por delante.

-----

Si bien es cierto que en este mundo hay muchos horrores, pocos pueden compararse con los Tenebris, comúnmente conocidos como Oscuros. Reconocidos como la mayor amenaza para la especie humana, hoy día sigue habiendo más preguntas que respuestas en torno a estas criaturas. Estudiarlos no es fácil, más aún en su hábitat natural, pues sus refinados sentidos les permiten detectarnos tan hábilmente como si de panteras se tratasen, y nosotros los meros ratoncillos de los que se compone su desayuno. Dada su naturaleza hostil, el diálogo no es una opción, algo muy duramente atestiguado por compañeros de profesión, que desgraciadamente ya no se encuentran entre nosotros. No hay por tanto otra opción, más que el estudio aislado y controlado de los mismos. Así pues, fue aprobada por el mismísimo Consejo la llamada operación Dunkel. A la cabeza de dicha operación están los mejores investigadores de todo Prymrai, de los que me enorgullece formar parte. Nuestro objetivo no es otro que entender a estos extraños seres aparecidos de la nada, en el sentido más metafórico de la palabra, desde luego; todo tiene un comienzo, un lugar de partida, y nosotros pretendemos descubrirlo. Para llevar a cabo esta operación, se ha contado con la cooperación del Ejército Imperial, que debo añadir, siempre se ha mostrado absolutamente favorecedor a nuestra causa, escoltando a todo aquel investigador que estuviese dispuesto a salir de su capital y arriesgar su vida en pos de la ciencia. Que los años hayan demostrado la inviabilidad de dicha metodología de estudio no le resta ningún mérito. Y con ellos contamos de nuevo, pues son los encargados de facilitarnos los sujetos de investigación con los que llevaremos a cabo nuestra tesis sobre los tenebris. Ya contamos con el sujeto número uno, y debo decir, que me siento tan ilusionado como un niño. En las escasas horas en las que hemos podido estudiarlo, ya se han dado infinidad de pequeños descubrimientos. Para empezar, se ha corroborado que lo único capaz de atravesar sus pieles, al menos hasta el momento, es el vidrio oscuro. Por qué esto es así aún se desconoce, pero todo a su debido tiempo. Es posible, sin embargo, extraerles las piezas óseas más externas, sus dientes. La composición de los mismos no difiere tanto de los nuestros, y aun así la resistencia de estos no tiene comparación. También es posible extraer tanto uñas como pelo. Sus cabellos tampoco son muy distintos a los nuestros; sus tonalidades y formas son tan variadas como las que nosotros mismos poseemos. La piel, si bien resistente a tantas otras cosas, sí que es vulnerable al fuego. Resisten más que nosotros, pero acaban de la misma forma que si yo me abalanzase sobre la chimenea de mi casa. Fue durante esta sesión que descubrimos el mayor de los hallazgos hasta la fecha: ¡Nos entienden! ¡Y hasta pueden hablar en nuestro idioma! El sujeto número uno no había mostrado en ningún momento muestras de entendimiento, pero cuando incendiamos su piel nos suplicó que parásemos de forma completamente inteligible. Es una pena que no decidiese hacerse escuchar hasta el momento, pero no hay mal que por bien no venga. ¡Estoy deseando que nos traigan el siguiente!

Doctor Lenin Romanov, diario personal de investigación de los Tenebris

Capítulos gratis disponibles en la App >

Capítulos relacionados

Último capítulo