Capítulo 1

Corrimos por el bosque lo más rápido que pudimos. Apenas éramos capaces de ver donde pisábamos. La luz de la luna era nuestra única guía y las densas copas de los árboles impedían que pudiésemos distinguir mucho más de lo que teníamos delante de nuestras narices. De cualquier forma, no era lo que había delante lo que me preocupaba, sino lo que venía pisándonos los talones.

Mi corazón parecía a punto de estallar y las lágrimas quemaban en mis ojos, nublándome aún más la visión. Traté de distinguir cómo de cerca estaban, pero no pude escuchar nada a parte de mis propios jadeos. Me reprendí mentalmente, mientras hacía un esfuerzo por recordar los consejos de mi madre para evitar que me faltase el oxígeno en carreras largas. No obstante, lo único que persistía en mi mente y en todo mi cuerpo en aquel momento era la sensación de pánico, la certeza de que si parábamos, que si aflojábamos el ritmo, ellos nos alcanzarían.

Era todo en lo que podía pensar.

Hice un quiebro, tirando de mi amiga tras de mí y seguimos corriendo. Con el rabillo del ojo capté su rostro, desfigurado de terror. Si a mí me estaba costando mantener el ritmo, no quise ni pensar en cómo le estarían ardiendo los pulmones a ella, que no había recibido el entrenamiento por el que había pasado yo.

De nuevo probé suerte aguzando el oído; fui incapaz de escuchar nada. Era inútil, incluso si ambos no hubiésemos estado respirando como viejos asmáticos. Eran tan sigilosos como zorros, y estaba bastante seguro de que podrían adelantar a una gacela. El hecho de que no nos hubiesen alcanzado aún era un verdadero milagro, pero no aflojé el paso. Sabía que seguían ahí, y sabía que venían a por nosotros.

Mi madre me había enseñado a pelear, aprovechando la formación que había recibido durante sus años en el ejército. Se había enfrentado a ellos en más de una ocasión, por lo que había adquirido gran experiencia como luchadora. Yo parecía haber heredado algo de su destreza en combate y tampoco me desenvolvía mal. Era ágil ya desde pequeño, acostumbrado a cazar por los bastos bosques de Luarte. Aun así era consciente de que si nos alcanzaban, estábamos muertos.

Lo más gracioso de todo, si es que se podía encontrar algo divertido de aquella situación, es que hasta hacía tan solo unas horas había estado convencido de que moriría sin ver a ninguno en persona. Jamás me había preocupado mucho por ellos, de hecho, no creo que ningún inner, es decir, nadie que viviese dentro de las murallas, lo hiciese. Eran problema de los nomads, gente que no tenía un hueco dentro de alguna de las murallas y que tenían que permanecer ahí afuera, donde eran presa fácil. Para nosotros eran como ruido de fondo, algo que podíamos escuchar, pero a lo que no le prestábamos atención. En miles de años siempre había sido así y no parecía haber ningún motivo para que eso cambiase.

Según se cuenta, la primera vez que se supo de ellos fue tras la Gran Guerra, una lucha que duró décadas y que se cobró la vida de cientos de miles de personas. Pero entonces, ellos aparecieron, no se sabe de dónde y empezaron a masacrarnos, provocando que los humanos detuviésemos la lucha entre nosotros y apuntásemos nuestras armas hacia el verdadero enemigo, porque daba igual el motivo por el que se había iniciado la guerra en primer lugar, no había nada lo suficientemente malo, lo suficientemente horrible, como para competir con ellos. Según mi madre, siempre hay algo bueno que rescatar de entre lo malo. Para ella lo bueno que trajeron fue precisamente eso; la necesidad de dejar atrás nuestras diferencias, de unirnos entre nosotros para luchar por un bien mayor.

No obstante, ahí se acababan las buenas noticias.

Daba igual que hubiésemos encontrado un bien común, que hallásemos fortaleza los unos en los otros, porque la realidad es que eran físicamente muy superiores. Se les empezó a llamar Oscuros, porque aunque de alguna forma eran parecidos a nosotros, mientras que ellos parecían estar creados a partir de oscuridad, de muerte, y en general de todo lo que hace perverso a este mundo, nosotros, en contraste, representábamos la luz.

Durante mucho tiempo esa oscuridad se expandió como una plaga y todo el mundo empezó a darse por vencido, creyendo que no había nada que hacer. Ellos podían parecerse a nosotros, pero donde los humanos teníamos uñas, hechas simplemente para preservar la piel de nuestros dedos, ellos contaban con garras capaces de cortar el más duro de los aceros y desde luego capaces de destriparnos. Donde nosotros teníamos pequeños dientes, apenas aptos para masticar tiernas comidas en el caso los ancianos, ellos contaban con afiliadas piezas óseas que no se desgastaban, diseñadas para despedazar cualquier cosa, por resistente que fuese. Y mientras que nosotros contábamos con ojos de todos los colores, desde el más simple de los castaños hasta el más exótico de los verdes, ellos, absolutamente todos, poseían dos huecos negros como el carbón, sin una pizca de blanco.

En definitiva, daban bastante miedo.

O al menos eso imaginaba. Solo sabía de ellos lo que me había contado mi madre, Aurora Blank, y lo que había leído de los pocos escritos que habían sobrevivido a la guerra. No era mucho, a penas lo suficiente para contar en las noches de tormenta y asustar a los niños. Tal vez fue por esa falta de información que los inners nos volvimos ajenos al tema.

A todos se nos hablaba desde pequeños sobre la existencia de estos seres, que estaban ahí fuera y que debíamos temerlos, pero conforme las generaciones pasaban, con cada persona que crecía y moría dentro de las capitales sin tener ningún tipo de contacto con ellos, sin tener que preocuparse más que de las trivialidades que acontecen en la vida de uno, más miedo se les perdía.

Tal vez fue culpa de las murallas, que nos mantenían tan seguros como ignorantes, ciegos al peligro que nos acechaba en las sombras. Tal vez Azriel, el hombre que supuestamente las diseñó y que coordinó la construcción de las mismas, al que se veneraba como a un Dios, no nos hizo ningún favor y en vez de ser el salvador de la humanidad, como todos le atribuían, nos había condenado. O puede que fuese cosa del Consejo, nuestro gobierno central, un selecto grupo de hombres y mujeres que se encargaban de coordinar a todas las capitales y los recursos de estas. De alguna forma, a pesar de ser las personas más influyentes de todo Prymrai, habían conseguido permanecer en el más estricto anonimato. Eran tan buenos pasando desapercibidos como ocultando información al resto de la población.

Claro que por aquel entonces yo no sentía más que admiración hacia ellos, como cualquier inner que se preciase. Mi propio padre había sido un integrante del Consejo hacía años, y aunque lo dejó cuando nací debido a la necesidad de pasar más tiempo con su familia, siguió siendo miembro honorífico. Durante una época incluso habíamos vivido en Agrid, la capital central, un lugar al que solo los más selectos eran capaces de acceder. No obstante, yo no recordaba nada de ese tiempo, ya que mis padres decidieron mudarse cuando yo era tan solo un bebé a Luarte, una de las capitales del anillo exterior.

La excusa que siempre me habían puesto es que disfrutaban de la tranquilidad y que en Agrid la vida era muy ajetreada, pero yo nunca entendí cómo era posible querer abandonar lo que era el sueño de muchos por un poco de tranquilidad. Por desgracia no podía hacer muchas preguntas; a mis padres no les gustaba hablar del tema. Puede que mi madre fuese una mujer generalmente apacible, pero una vez había sido una líder y cuando se quería imponer nadie era capaz de llevarle la contraria.

Si había algo que había sacado de ella, era esa cabezonería. Por lo demás era todo cabellos rubios y ojos azules, cólera rápida y la necesidad de tener siempre un libro en mis manos, justo como mi padre, Ben. Ella en cambio tenía los ojos verdes y el cabello del color de la arena, y aunque era una mujer más bien menuda, su vida en el ejército le había compensado con una complexión musculosa.

Aún la recuerdo sentada frente a su despacho, ojeando alguna de las misteriosas cartas con el sello del Consejo que de vez en cuando le seguían enviando a mi padre y que como buena curiosa que era no podía ignorar. Si era verano, las ventanas solían estar abiertas de par en par, con el sol entrando a raudales y calentando su espalda, mientras se inclinada sobre los papeles con los brazos extendidos sobre la mesa. Las mangas de su camisa solían estar arremangadas desastrosamente, dejando ver la cicatriz de la quemadura que se extendía por su brazo izquierdo hasta su cuello, mientras una mueca de concentración se extendía por su rostro. En esos momentos parecía una persona diferente, demasiado seria y distante, por lo que yo no podía evitar sentirme como si hubiese algo que estaba mal, como si la persona que estaba sentada en el sillón de mi madre ojeando sus cosas no fuese ella en realidad. Así que cuando era más pequeño y la descubría haciendo ese tipo de expresiones, yo solía entrar corriendo en la habitación, trepaba por su silla hasta acomodarme en su regazo y le decía:

—Mamá, cuéntame una historia.

Daba igual lo que estuviese haciendo, ella lo dejaría todo al instante y centraría su atención en mí, incapaz de dejar pasar la oportunidad de narrar alguna de sus aventuras, con una suave sonrisa persistente en sus labios.

—Veamos, ¿sobre qué quieres que te hable hoy? —cuestionaba.

Al principio yo siempre pedía que me explicase cosas sobre el pasado, sobre la Gran Guerra, sobre la construcción de las murallas, sobre cómo la humanidad había resistido a pesar de encontrarnos en el borde del precipicio y sobre los cientos de miles de sacrificios que se habían hecho para que nosotros, hoy día, pudiésemos vivir de la forma en la que lo hacíamos.

Luego me empecé a interesar en el Consejo, ansioso por saber cuáles habían sido exactamente las funciones de mi padre dentro del mismo, cómo eran los demás integrantes, cuántos había y cómo conseguía uno entrar en él, pero sus respuestas siempre eran ambiguas, muy cortas y constantemente trataba de cambiar de tema.

Hasta que un día finalmente me armé de valor para empezar a preguntarle sobre los Oscuros. Lo que sabía sobre ellos ya me daba suficiente miedo, pero no me equivocaba al pensar que mi madre, quien había formado parte del Ejército Imperial y había luchado cara a cara con ellos, tendría cosas mucho más horripilantes que contarme al respecto.

 —Ocurrió en una misión de reconocimiento, durante mis días de soldado —comenzó ella, cuando una tarde pregunté por la historia más terrorífica que pudiese darme—. Se suponía que debía ser algo sencillo, un proceso rutinario para asegurarnos de que no hubiese ninguna horda de Oscuros excesivamente grande cerca de la frontera, por lo que apenas íbamos un par de escuadrones de treinta hombres cada uno.

«Viajamos sin percance hasta nuestro destino, sin toparnos siquiera con uno de ellos, pero justo cuando se suponía que debíamos haber dado la vuelta, volver al cuartel y dar parte, nuestro líder de pelotón decidió ir un paso más allá. Debió envalentonarse al ver que no había ninguno por la zona, o tal vez tuvo algo que ver con la sidra con la que había rellenado su cantimplora de agua y que había ido vaciando a lo largo de la mañana, pero el caso es que nos ordenó seguir adelante, llegar hasta alguna de las pequeñas aldeas de Oscuros más cercanas a la frontera y masacrarla. A mí me pareció una idea horrible, por supuesto, pero él era el líder y debíamos obedecer sus órdenes, sin importar cuales fuesen. Así pues, seguimos el camino, pasando un par de aldeas extrañamente desiertas, con una niebla que persistía en el ambiente, hasta que a medio día, en el horizonte, se aclaró y divisamos lo que parecía una enorme nube de polvo. La mayoría no supo qué era de primera mano, pero yo lo reconocí de inmediato. Había tenido una mala sensación desde que nos adentramos en terreno enemigo y la discorde tranquilidad que reinaba no hacía más que ponerme aún más nerviosa. Cuando divisé aquello, sentí, más que supe, que eran ellos. Venían a la carga, directamente hacia nosotros, como si hubiesen sabido que estaríamos allí, como si nos hubiesen estado esperando, y juro por Azriel que deseé estar muerta. Sabía que sería mejor que soportar las torturas a las que nos someterían. Conforme avanzaban, comenzó a hacerse claro que eran Oscuros y que eran un grupo de al menos una centena de ellos. Sobra decir que el pánico se extendió rápidamente entre nosotros; los caballos comenzaron a relinchar, los soldados empezaron a gritar, exigiendo a nuestro líder una solución, pidiendo prácticamente un milagro que nos salvase la vida. Pero todo lo que obtuvimos por su parte fue un completo silencio, mientras su cara, algo roja debido al alcohol, pasaba a la palidez extrema. No podíamos simplemente dar la vuelta y correr, pues aunque no son más rápidos que los caballos, sí tienen más resistencia. Nuestra base más cercana estaba demasiado lejos; era evidente que nos acabarían alcanzando. Mis manos sudaban tanto que apenas podía sostener las riendas y recuerdo que maldecí internamente el momento en el que decidí unirme al ejército».

—¿Y qué hicisteis? ¿Cómo conseguiste salir con vida de aquella? —presioné yo, mientras mi madre bebía algo de té y se aclaraba la garganta.

Le encantaba hacer una pausa justo cuando la historia se ponía interesante, así se aseguraba de que todo el mundo estaba escuchando y de paso me ponía de los nervios.

—Yo había visto algunos mapas de Las Tierras Oscuras, el territorio de nuestros enemigos. Eran muy viejos, ya que nadie ha conseguido ir demasiado profundo en sus tierras desde que las reclamaron como suyas, pero recordé un desfiladero que no debía estar demasiado lejos de nuestra posición y procedí a conducir a mis compañeros hasta el mismo. No fue muy difícil convencerlos de que me siguiesen, ya que desesperados como estábamos, nos habríamos aferrado a un clavo ardiendo. Cualquier cosa era mejor que quedarnos ahí parados esperando la muerte. Por suerte, yo estaba en lo correcto y el desfiladero estaba justo donde indicaban los antiguos mapas, por lo que aprovechando el terreno, improvisé una formación que les impidiese avanzar demasiados a la vez, para que así nos fuese más fácil matarlos. Debes tener en cuenta que son mucho más fuertes que nosotros y que además nos superaban en número, por ello desde un primer momento todos lo sentimos como una batalla perdida. Pero teníamos un plan, una oportunidad; como soldados del Ejército Imperial que éramos, preferíamos morir peleando, dando muerte a algunos de ellos, antes que simplemente rendirnos sin más.

—Pero al final vencisteis, ¿no? Acabasteis con ellos —dije emocionado.

—La batalla fue dura, la situación más desesperante en la que me he encontrado jamás. Cuando llegaron hacia nuestra posición, se abalanzaron sobre nosotros con la fuerza de una ola embravecida. Pese a que luchamos con uñas y dientes, codo con codo, tratando de mantenernos unidos para impedirles el paso, pude ver cómo mis compañeros, los que estaban en las filas delanteras, caían uno tras otro. El olor a miedo y muerte flotaba por el aire, el sonido de cráneos siendo partidos y la carne desgarrada, nuestras espadas de vidrio oscuro, lo único capaz de atravesar sus pieles, chocando con sus garras. Admito que más de una vez sentí la necesidad de salir corriendo en la dirección contraria. Pero entonces, el número de Oscuros en pie comenzó a disminuir, mientras un tapón de cadáveres se formaba entre ambos bandos, haciendo que no pudiesen avanzar cómodamente y que nosotros comenzásemos a ver un atisbo de esperanza. Con fuerzas renovadas, arremetimos contra ellos una vez más, haciéndoles retroceder por primera vez. Después de lo que parecieron horas, acabamos con todos ellos.

—¿Y todo eso fue gracias a ti? ¡Eres como una heroína! —exclamé cuando terminó, con renovada admiración.

—Claro que no —negó firmemente, con la vista clavada en algún punto en la lejanía y expresión triste—. Puede que yo los llevase a ese desfiladero, pero fueron aquellos que dieron sus vidas, aquellos que se posicionaron en primera línea aun sabiendo el final que enfrentarían, los que verdaderamente pueden ser considerados como héroes.

Sus palabras retumbaron en mi cabeza durante semanas. Todas las noches, al cerrar los ojos, podía ver el escenario que había pintado mi madre y los imaginaba peleando, aferrándose a la vida, unos simples soldados dando muerte a unos monstruos, deseando ser como ellos.

Y un pensamiento muy peligroso se instaló en mi mente; la idea de que los Oscuros no eran tan invencibles, después de todo.

Los habíamos derrotado en multitud de ocasiones, a veces incluso cuando todo parecía perdido. Solo que eso no eran realmente victorias. Yo creía que la balanza estaba inclinada hacia nuestro lado, que la guerra llegaría pronto a su fin, pasando completamente por alto el detalle de que ganar una batalla no significa ganar la guerra, de que lo único que estábamos haciendo realmente, era resistir.

Los Oscuros seguían existiendo, esperando el momento perfecto para hacer su jugada y aunque les habíamos perdido el miedo, e incluso habíamos olvidado el motivo por el que los temíamos en primer lugar, ellos seguían ahí fuera…

Y pronto se encargaron de recordárnoslo.

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Al principio solo estábamos nosotros. Debió ser una época maravillosa, cuando teníamos el mundo entero a nuestra disposición, esperando para ser descubierto, explorado, atesorado… Una época en la que podías coger unas cuantas pertenencias, echártelas al hombro y caminar hasta donde los pies te llevasen, donde podías ser libre. Ahora se supone que también lo somos, pero si me levantase ahora mismo de mi escritorio, si cogiese a mi hijo en brazos y le dijese a mi marido, “nos vamos”, tan solo habría unos pocos sitios que estuviesen a nuestro alcance.

No podríamos viajar a Berwin, mostrarle la profundidad de sus minas, o a Lyra, la capital pesquera, enseñarle a mi hijo de dónde vienen todos los productos marítimos que consumimos, mostrarle el vasto mar, su infinidad, su belleza, su peligro... Solo puedo hablarle de ello, pero, ¿cómo le explicas a un niño cosas como el color del cielo, el brillo de las estrellas, el sonido del viento? Son cosas que tienen que experimentar por ellos mismos y, sin embargo, es probable que mi hijo muera sin saber qué se siente al nadar en la salada agua del mar. Lo peor es que rezo porque así sea.

La única forma que tendría de salir fuera de nuestra capital, de visitar las otras y el mundo fuera de ellas, sería uniéndose al ejército. Y Azriel sabe que moriría encantada aquí y ahora mismo si pudiese evitarlo. Demasiados horrores ha presenciado ya esta familia. Aun así, no depende de mí, y si conozco a mi hijo en lo más mínimo, acabará haciéndolo. Hay demasiadas cosas que no sabe, cosas que tendré que contarle en algún momento y que cambiarán su percepción del mundo, aunque me es imposible prever el resultado.

Al principio solo estábamos nosotros, dueños y señores del mundo y, sin embargo, guerreábamos entre nosotros por conquistar un pequeño pedazo de tierra. Nos asesinábamos, nos machacábamos, nos quitábamos nuestra propia libertad, dándola por sentado. Ahora ya no estamos solos.

Hoy día, sigo sin saber si eso es algo bueno o malo.

Del diario personal de Aurora Blank

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