En mi casa, se cumplen ciertas normas

Pues tampoco es tan complicado, yo lo tuve claro desde siempre. En casa, hay que seguir varias normas básicas de convivencia, y si todos las respetan, al menos yo, me encuentro un poco más tranquilo. De entre las cuales, os nombro algunas, que para mí son muy importantes y os explico por qué siento la obligación y la necesidad de llevarlas a cabo. Aparte de estas, yo tengo mi propio repertorio de rituales especiales de cosecha propia, que no vienen a cuento ir contando en todo momento a todos, y tampoco creo que os incumban, pues yo no me he metido jamás en la vida privada de nadie.

Norma de convivencia número uno. Y quizás una de las más importantes es la limpieza, y aclaro el motivo. El entorno debe por necesidad fisiológica mía, tener una higiene y desinfección absoluta, porque, aunque no lo veamos con nuestros propios ojos, estamos invadidos por bacterias y microbios de todo tipo que proliferan por todos lados, multiplicándose y agitándose por encima de cualquier superficie. No caéis en ello, pero tan solo el hecho de imaginarme que puedan llegar a hacerme enfermar, o únicamente contaminar mi cuerpo con su contacto, ya me provoca escalofríos, ¿habéis visto la imagen aumentada de un ácaro? Pues pensar en cientos de ellos reptando por encima de vuestra dermis, sin siquiera vosotros saberlo, y ese diminuto y feo monstruo, os aseguro que no es el peor de todos.

Norma de convivencia número dos. Muy cerca de la primera yo sitúo a la del requisito indispensable, al menos para mí, de mantener siempre el orden y la simetría en todo momento. Porque esto me transmite paz y hace que mi mente se relaje al saber que todo está realmente en su sitio, y por supuesto, en su posición exacta. Tener todo revuelto a mi alrededor manda señales confusas a mi cerebro que acaba provocándome una gran lucha interna. Por eso no sirve de nada que haya higiene, si luego la visión de algo fuera de lugar, daña la estética de cualquier rincón, perturbando gravemente mi entorno y no dándome descanso alguno hasta que consigo la perfección absoluta en todos los detalles. De ahí el no comprender, por ejemplo, la necesidad absurda de cruzar con líneas el pavimento callejero, ¿a quién le gusta esa aberración incoherente del entorno? ¿Cuál es su propósito? ¿sabe alguien el daño interno que me produce acabar pisando por despiste tan solo una de ellas?

En mis cajones, hay un ambiente de armonía difícil de describir, todo organizado por colores, me da igual en cierto modo, que en el mismo reducido espacio esté la ropa interior, mezclada con una sudadera, o quizás los calcetines, pero todo en ese lugar tiene que estar doblado a la perfección y ser siempre del mismo color, siendo este un requisito indispensable.

Si no consigo encontrar en la tienda la prenda que debo sustituir por desgaste, por otra similar de la misma tonalidad, prefiero cambiar el contenido del cajón entero a otro color distinto, tirando todas las prendas con el único propósito de relajarme al abrir ese pequeño habitáculo de madera viendo que dentro reina la armonía y todo es perfecto.

Otra cosa que me irrita en gran medida, es cuando en las tiendas, que por cierto, suelo visitar más bien poco. Me miran extraño los dependientes no entendiendo bien el por qué, portando la destrozada prenda en mis manos, preguntando por si hay otra igual a la que muestro, y aunque la tengan, entiendo que a veces se lo pongo bastante difícil. Pues después de años de uso y cientos de lavados con agua caliente, aun teniendo el mismo artículo en sus dependencias, coincidiendo en la etiqueta, el color y la marca, la variación de tono entre la prenda nueva y la que está dañada fruto del sufrido desgaste, nunca jamás la acabo dando por válida.

Por culpa de la falta de empatía del resto de las personas, he notado en demasiadas ocasiones las miradas que se ceban con mi comportamiento, cargadas con una mezcla injusta de incomprensión y grima.

Siendo otro momento que me estresa bastante, el hacer la compra en los supermercados, donde, dicho sea de paso, no es muy frecuente verme caminar por sus pasillos, pero, cuando no me queda más remedio que hacer acto de presencia, soy consciente de que mi comportamiento es objeto de observación constante por los curiosos que no cuidan como yo estos importantes detalles.

Me encanta colocar todos los elementos de mi lista de la compra por tamaños y colores, primero dentro del carro, odiando a muerte la base metálica del mismo que impide la estabilidad de algunas cosas, que se caen sin cesar, haciéndome recolocar todo a cada instante con la frustración creciente de intentarlo con poco éxito repetidas veces. Luego de hacer la compra, mi momento preferido es cuando llego a la línea de caja, donde la siempre amable cajera, me mira con ojos cargados de escepticismo y admiración, al ver colocados y alineados a la perfección todos los artículos, por colores, separados de mayor a menor peso, lo que evita en gran medida el acabar aplastando productos de poca consistencia como por ejemplo el pan de molde o los huevos. Embolsando yo a su mismo ritmo, con cada pitido sonoro del escáner en las amplias bolsas de rafia las cosas de forma totalmente ordenada, lo hago sobre todo buscando la comodidad de ambos, sin quitar ojo mientras se desplaza a la cargada cinta de goma negra, que le acerca poco a poco hasta sus manos mi estable y perfecta obra de ingeniería.

 Sin mediar palabra, luego de pagar y cargar las pesadas bolsas, siempre al acabar me acaba sonriendo, supongo que es su peculiar forma de darme las gracias.  

Norma de convivencia número tres. Evitar en la medida de lo posible el contacto físico, ésta en concreto, ahora mismo es bastante sencilla de cumplir, porque actualmente vivo solo. Pero en mi infancia los cuidados de María me provocaron algún que otro episodio desagradable, al igual que también me pasó en el colegio, donde no es tan difícil de comprender que cada uno pueda necesitar tener su propio espacio.

Aún a día de hoy, me cuesta en gran medida subir al transporte público, porque sé que hay factores que no siempre puedo controlar, como el estado de limpieza o cómo de lleno irá en ese trayecto. Y si lo acabo usando, es porque de verdad no me queda más remedio, lo uso a regañadientes porque sé que necesito hacerlo, y porque entiendo que, en sitios como ese, mis normas no tienen peso.

Aun así, tengo un par de trucos que me funcionan desde siempre, en los que cuando siento que comienzo a sentir agobio, la distracción es la clave. Siempre intento en la medida de lo posible, guardar la distancia con todo el mundo cuanto puedo, aun así, procuro al salir de casa levar puestos unos auriculares que me hagan evadirme un poco del ruidoso entorno en esos tensos momentos. Generalmente suelo usar música relajante, casi siempre de estilo celta instrumental, a un volumen bastante fuerte, eso me evita oír en cierta medida lo que pueda decir de mí la gente.

Y aunque disimulando, según voy sentado camino al trabajo, me gusta jugar conmigo mismo a adivinar por sus apariencias, o cómo van vestidos, las profesiones y las vidas de los demás. Analizo cómo se comportan, la forma en que viajan, porque si te paras a mirar detenidamente, eres capaz de leer los mensajes que transmiten las señales del cuerpo. Como el estado de nervios, si ha dormido esa noche, tal vez discutió con alguien, quizás saliendo con lo puesto, si es su primer viaje en el metro, percibir la tensión de alguno que se muerde las uñas porque va sin estudiar a un examen, o a probar suerte otra vez más en una entrevista de trabajo.

 Quizás nunca acierte en esto, pero al menos consigo con ello mi simple propósito, que no es otro que distraerme y conseguir por unos momentos camuflarme en un vagón que traquetea y parecer ser uno de ellos, mientras pasa un poco más rápido el tiempo en el trayecto que por obligación acabo haciendo a diario.

Aunque parezca infantil, esa táctica de momento me funciona a la perfección. Ya tengo unos cuantos años, y voy conociendo ciertos trucos, que me ayudan cada día a pasar los complicados tragos que hoy asumo con cierta soltura a diario. Los mismos que antes daba por imposibles, y tras prueba y error me hice poco a poco con una serie de tácticas personalizadas de cosecha propia, para poder llevar cierta rutina y dentro de lo que cabe, una vida medianamente normal.

La mente a veces tan solo necesita una simple distracción infantil, para conseguir fruto del engaño cosas inalcanzables, de las que ni siquiera ella nos imaginaba capaces.

 Esto no me lo ha dicho ningún loquero, comprenderlo ha sido parte un complicado proceso lento y doloroso que he sufrido en mis carnes, caminando en solitario a lo largo de un tortuoso sendero, pero paso a paso, conseguí la valentía necesaria para superar todas las pruebas y poder llegar hasta aquí.

Aprendí que la clave está siempre en uno mismo,

y no depender del resto,

porque ellos no comprenden mi mundo,

y yo me niego a ser como ellos.

Sé bien lo que me digo.

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