En plata renacer
En plata renacer
Por: Helena Escobar
Prólogo

Lazo.

"El hombre es un lobo para el hombre."

Thomas Hobbes. El leviatán (1651).

La niebla aquel día se apoderó del bosque e hizo una alianza con los monstruos, aunque depende de a qué se considere como uno. Quizá, más que ser oportuna para llevar a cabo un encuentro fatal, la niebla fue hilo conductor de un irrefrenable y caprichoso destino, que superaba a los cuentos y leyendas, con una historia que se quiso contar.

Los sonidos y aromas del bosque ocultaban a dos humanas. La menor, una niña de cuatro años, poseedora de unos ojos que al permanecer siempre tan abiertos, parecían estar por descubrir los más grandes secretos. Era una chiquilla peculiar, pues su piel pálida, víctima del ajeno sol que no conocía esas tierras, lucía como si estuviera cubierta de polvo, una capa gris violeta que la volvía parte de las tinieblas. Ni su abismal cabello oscuro se salvaba de perecer bajo ese acabado opaco, que pretendía ocultar su esencia entre todas. Sólo un rasgo suyo, anteriormente mencionado, lograba escapar del efectivo camuflaje; sus ojos. Los grandes orbes de plata brillaban como si estuviese a punto de llorar, con motitas blancas bailando sobre el gris de su iris. Eran sumamente inocentes, tanto que, además de descubrir secretos, también los guardaban.

La segunda humana era una mujer joven pero desganada, que divagaba en la infinidad sin prestar mucha atención a su entorno o a la pequeña, su hija. Cualquiera que las viera no concluiría parentesco entre ellas, pues no se parecían en nada. Mientras que la niña poseía esos vistosos rasgos ocultos por un manto de polvo, la mujer, con facciones opuestas a las infantiles, difería mucho de cómo luciría la madre de esa criatura. Su delgado cuerpo estaba cubierto por túnicas y harapos negros, con plantas enredaderas de las que colgaban campanillas que nunca tintineaban. Sus ojos diminutos, de un verde oliva tirando al marrón, siempre parecían mirar a través de una rendija y no expresaban más que enajenación, como si en ese mundo no habitara. Su pelo no era negro ni ondulado como el de su hija, sino castaño, liso y enmarañado, amarrado en un nudo, con hebras tiesas mirando en todas direcciones. Era una cabellera irrelevante y hasta estorbosa cuando quería pensar, pues los mechones se le metían en los ojos, los que de un manotazo quitaba para volver a sumirse en sus pensamientos.

Para volver a irse.

Quizás ese fue su error, irse tanto. Pues al estar maquinando planes y asomándose al plano espiritual olvidaba la alarmante realidad en la que vivía y eso era un error imperdonable, de esos que ya no podía volver a cometer.

La muchachita jugaba apacible con las hojitas otoñales que cubrían el suelo cuando sintió una súbita emoción tamborilear en su pecho. Mientras la madre seguía sumida en su mundo, la siempre recatada niebla tuvo un arrebato y bajó hasta tal punto que se las tragó, impregnándolas con minúsculas gotas de agua flotante. El silencio dentro de la nube se volvió ensordecedor y cuando la mujer se percató del fenómeno fue demasiado tarde, pues la presencia del agua había mostrado lo que por años había logrado ocultar.

—¡Níniel! ¡Ven acá! —ordenó la mujer con un timbre desesperado en su llamar. La cría, obediente, corrió a los brazos de su madre, pero no pudo alcanzarlos, ya que un sobrenatural gruñido las paralizó en sus lugares.

El tiempo pareció detenerse mientras el gruñido crecía y las hojas eran quebradas bajo unas patas de afiladas garras. Ambas humanas permanecieron inmóviles, con diferentes emociones haciendo mella en ellas. La madre sentía una mezcla de angustia, incertidumbre y odio, mientras que la pequeña; un atroz e incontrolable miedo que se tatuó en cada célula de su cuerpo. Sobre todo cuando un aliento ardiente le sopló el costado del rostro casi quemándole la piel y un hocico alargado se asomó por ahí. Níniel contuvo el aliento, horrorizada, y hasta se orinó encima.

Habían olvidado que vivían en un mundo de monstruos. Y que ellas eran las presas.

Luego todo sucedió muy rápido.

La madre volvió a gritar con más fuerza, pero esta vez en un un idioma que nadie más pudo entender. Acto seguido, la niña sintió como si se la tragase una nube de polvo y un tirón la alejara de aquella bestia. Sus ojos curiosos lograron apreciar el brillo de una cuchilla antes de oír un ensordecedor alarido por parte del monstruo. Después de eso, todo fue huida y polvo hasta que se encontraron nuevamente dentro de una frágil calma. Níniel sintió seguridad bajo la ropa harapienta de su madre e intentó robarle con sus bracitos un poco de calor, sin mucho éxito. Su madre era muy fría, pero en aquel momento no le importó. Ya todo está bien, pensó inocentemente.

Y cuánto se equivocó. Pues nada volvió a estar bien desde aquel día.

Porque esa historia estaba lejos de acabar, de hecho, parecía recién comenzar, aunque venía tejiéndose desde hace tiempo. El terrible episodio quedó en continuación, porque el miedo a esa niña nadie se lo quitó, porque el polvo durante toda la vida la cubrió y porque durante el resto de sus días infantiles, un atormentado aullido le removió algo en su interior y le impidió creer que en algún momento terminarían ese mundo y sus agonías.

No habían hecho más que echar a andar aquel cuento confabulado por el destino.

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