11:30 P.M

            La música demasiado alta, olores extraños por todos lados, cuerpos moviéndose con o sin ritmo en una sala apenas iluminada donde los gritos se confunden con la música. Desconocidos y conocidos tratándose por igual, con las hormonas impregnando el aire y habitaciones cerradas con gemidos detrás.

            Definitivamente Claudia Rivero no era fan de las fiestas.

            Dieciséis años y aún no se acostumbraba a tanto alboroto. Sus eventos eran más bien pocos, casi contados con los dedos de una mano, y siempre iba por alguien más.

            Esta noche el responsable era un chico, por supuesto.

            Un pretendiente.

            Franco, por supuesto.

            Alto, cabello rulo, con una tez ligeramente pálida, lo suficiente para verse atractivo, pero no enfermo. Delgado, sin ser atlético, aunque con un magnetismo que solemos llamar el “nosequé” al no saber definirlo. Canta como un ángel y baila como el demonio. Y por cuestiones inexplicables se había fijado en aquella chica quizá demasiado alta para algunos hombres, y un cuerpo un poco más robusto que el de sus coetáneos.

            Cuatro meses llevaban saliendo. Lo que comenzó con conversaciones cortas entre clases, se transformó en llamadas secretas antes de dormir. Pasó por las notas en los pasillos, los mensajes por las tardes y las fotos enviadas sin ninguna petición. Besos en lugares escondidos con manos que no sabían dónde posarse y en cada encuentro se acercaban más a lugares prohibidos.

            Claudia sentía que estaba enamorada. Franco se encontraba más que todo excitado. Y ambos sabían que esa noche no era simple fiesta.

            Convencer a Claudia para ir no había sido fácil. Ella, acostumbrada a quedarse en casa viendo películas, rehuía de cualquier encuentro social que implicara grandes gentíos. Lo suyo eran los grupos pequeños; amigos que se reúnen para hablar y bromear.

La idea de ir a una fiesta con desconocidos se le hacía tan incomoda como aburrida, pero… Joder, él la estaba invitando. Él quería que fuera con ella. Intentó decirle que no al comienzo y en honor a la verdad se hizo rogar más de lo que se creía capaz. Franco insistía tres días antes, sacando el tema cuando estaba descuidada. Era la fiesta de un amigo de él, no faltaría y quería ir con ella. Diría que para “presentarla”, pero casi todos sus conocidos sabían de la relación. No es como si hubiesen sido muy disimulados. Hasta los padres estaban conscientes por más que ambos se lo negaran, porque en la juventud el amor prohibido es más rico, aunque la prohibición sea imaginaria.

            Si Claudia aceptó ir, fue por la idea, contagiada de sus amistades, de que él podría conocer a alguien más en la fiesta.

            “Una mujer debe vigilar a su hombre” le dijo una amiga, ¿y cómo discutir ante esa lógica?

            Cuando llegaron todo había iniciado.

            El apartamento era pequeño y a nadie parecía importarle. La comida desapareció reemplazada por botellas juntadas en las cocinas donde un buen samaritano les servía a sus compañeros, tomando unos tragos de cada bebida primero.

Cuando comenzó a llover, los pocos que estaban en la escalera entraron y ahí si los cuerpos no tuvieron espacio para moverse, entre roces y roces que la mayoría disfrutaban. Todo les daba igual. Ya aparecían los primeros ebrios; eran los que más saltaban con la música.

            Al principio para Claudia todo estuvo bien. Llegó con Franco, conoció a sus amigos y habló con ellos un poco. Se sorprendió al descubrir que no estaba tan incomoda como se esperaba. Era capaz de hablar con esta gente aun sin conocerlos, siempre que fuesen temas rutinarios: la escuela, las series de moda, las películas de la cartelera. Todo con naturalidad. No supo cómo ni cuando, pero una copa de vodka llegó a su mano. Bebió con calma, disfrutando del sabor dulce y la buena compañía. No era una excelente bailarina, pero no lo hacía mal, y bailó con Franco las primeras canciones. Él sí que se movía bien. La guiaba con soltura y ella más que danzar, volaba a su alrededor, casi preguntándose porque no iba a fiestas más seguido.

            Pero había algo extraño.

            Un chico no dejaba de observarla. Era muy muy alto, de cabello negro y liso, barbilla puntiaguda y ojos enjutos.

            Cuando Claudia llegó con Franco, él desconocido ya estaba ahí, de pie con un grupo en una esquina del apartamento. Nada más entrar, mientras conocía a los amigos de su novio, pudo notar su mirada clavada en ella, con aquellos ojos entrecerrados.

            Pensó que era casualidad. Un producto de su imaginación, quizá. Pero a medida que transcurría la noche, en las pocas oportunidades en que cruzaban miradas, él estaba viéndola. Sobresalía entre el resto por su estatura, como un faro en el océano.

            Su expresión era… difícil de entender.

            ¿Interés? ¿Enojo? Indescriptible.

            La hacía sentirse incomoda, como si le pesara sobre el cuerpo. Sentía que la seguía allá donde diera un paso, encontrándola incluso cuando estaba rodeada de gente.

            Esos ojos le recorrían la piel como hormigas en manada.

            Claudia consideró decírselo a Franco, pero, ¿y si eso comenzaba una pelea? ¿Y si eran ideas suyas? No valía la pena arriesgarse. Además, aquel chico no le estaba haciendo nada, que mirara cuanto quisiera mientras se quedara lejos.

            A su manera, Claudia estaba disfrutando la noche y no valía la pena arruinarla.

            Desgraciadamente, todo lo bueno termina.

            No cesaba de llegar más y más gente.

            Los espacios para poder respirar se hicieron ínfimos, y Claudia, como un volcán en erupción, sintió como la asfixia le subía por el pecho hasta la garganta. Allá donde miraba solo hallaba rostros desconocidos. Reían, gritaba, saltaban. Su visión se hacía borrosa. Las caras se confundían con el contorno; pequeños manchones de colores que hacían el mundo girar mientras a Claudia la cabeza se le llenaba de aire, un mareo amenazando con tumbarle.

            Cerraba los ojos en un intento de calmarse. Se aferraba a Franco, tratando de enfocarse solo en él. Pero hubo un momento en que se fue, probablemente a saludar a alguien, y ella se quedó sola en medio de la sala.

            Afuera llovía y los estruendos se fundían con el bajo de las cornetas. Le retumbaban dentro de la cabeza como una bomba a punto de explotar.

            Durante un momento creyó que podía controlarse y entonces lo vio. El extraño la estaba mirando con su expresión inefable.

            Se quedaron viéndose mutuamente unos segundos, hasta que él comenzó a caminar en su dirección.

            Claudia no lo soportó más.

            Empujó a los que tenía cerca y fue hacia al pasillo.

            La primera puerta que encontró fue la del baño. La abrió.

            Adentro estaban dos adolescentes muy unidos y con demasiada piel expuesta.

            La cerró ipso facto.

            Siguió por el pasillo. El mareo no remitía. Iba con una mano en la pared con miedo a caerse. Llegó a otra puerta y la abrió. Era un cuarto y por suerte estaba vacío.

            Entro y cerró la puerta detrás

            La habitación era pequeña y oscura. Una cama matrimonial la ocupaba casi por completo, solo rodeada por un armario y una computadora.

            Claudia se sentó en la cama con las manos en la cara. Con los dedos se masajeaba la sien.

            ¿Qué coño le había pasado? ¿Una especie de ataque de pánico? Los demás estaban tranquilos, disfrutando de la noche, pero ella tenía que agobiarse por tanta gente, claro. Solo ella. No había más nadie en la habitación. ¿Por qué no podía simplemente salir y bailar y joder sin pensar en nada? Pasar una velada tranquila. Es como si su propio cuerpo la traicionara recordándole que ese no es su lugar. Su sitio está en su casa, acostada en cama con un libro entre las manos, imaginándose una vida en vez de vivirla porque ese privilegio lo tendrían otros.

            Y eso sin mencionar al extraño. ¿Por qué la seguía con la mirada? Era escalofriante, como si solo con sus ojos pudiese violar su intimidad. Supuso que quizá alguna otra lo encontraría halagador, pero ella no. Ningún hombre debería perseguir a una mujer ni siquiera con la mirada. Hay que ser idiota para no notar la indiferencia de ella. Aunque… en su expresión no había interés, ni deseo. No había nada. Un vacío enorme especialmente creado para ella.

            ¿Pero que idiotez estaba pensando?

            Solo quería una noche con su novio y terminaba encerrada en un cuarto tratando de respirar.

            Al menos su corazón se estaba calmando. El mundo volvía a estabilizarse y el bombeo en su cabeza desaparecía.

            Respiraba profundamente. Afuera seguía escuchando los sonidos propios de la fiesta, en contraste con la tormenta que golpeaba la ventana. Las gotas en el cristal surtían de bálsamo sus nervios. Se concentró en ellas; pequeñas gotas que caían desde el cielo, cientos de kilómetros hasta estrellarse en el cristal. Una tras otra, empujadas por la gravedad.

            Con la naturalidad del fluir de un río, la bomba en su interior se fue desvaneciendo. En la caverna de su mente aún sufría los ecos, aplacados en parte por la humillación de tener que aislarse en un entorno que debería serle normal.

            Se quedó ahí unos minutos, no supo cuántos.

La cabeza agachada, el cabello cubriéndole la cara.

Ideaba formas de irse sin que nadie la viera, como si no tuviera que atravesar una oleada de gente camino a la puerta.

No quería irse, pero tampoco quería estar ahí. No sabía lo que quería.

Que perdedora.

Quizá era el alcohol la que la había golpeado. Si, seguro eso era.

La puerta sonó, alguien la estaba golpeando. Claudia se quedó callada, indecisa sobre qué hacer. No quería revelar que estaba ahí, pero si entraba una parejita buscando una cama, prefería morirse antes que interrumpirlos.

Por suerte la puerta se abrió y Franco entró.

—Te estaba buscando —dijo él, con una evidente expresión de sorpresa —. ¿Qué haces aquí?

            —Yo…

            —¿Estás bien?

            —Sí, yo…

Muy convincente.

            Franco le dirigió una de esas miradas que ella le gustaban. Era como si él la estuviera analizando, excavando en la biblioteca de sus recuerdos en busca de entenderla.

            Él le dirigió una sonrisa y se sentó a su lado en la cama.

            —Podemos quedarnos aquí si quieres.

            Claudia lo abrazó, escondiendo la cara en su cuello.

            —Lo siento, no sé qué me pasa.

            —Tranquila, no tiene nada de malo.

            —Sí, sí lo tiene.

            —Yo fui quien te pidió que vinieras.

            —Y yo acepté  hacerlo. Es increíble que no me sepa comportar en una simple fiesta.

            —Yo diría que te comportas mejor que los demás. Allá fuera ya hay por lo menos dos que han vomitado.

            —Que asco.

            —No puedes hacer una fiesta sin esperar unos cuantos vómitos.

            Claudia se separó de él.

            —Si quieres puedes salir. La idea es que te diviertas. Yo voy ahorita.

            —No —respondió él, y la rodeo por la cintura—, prefiero quedarme contigo.

            Dicho esto, la atrajo hacia él y estuvo a punto de besarla.

            Pero se fue la luz.

            Ambos se quedaron viéndose sorprendidos y se echaron a reír. Afueran se escucharon los quejidos exasperados de los fiesteros cuando se cortó la música.

            Claudia y Franco se quedaron en su posición. La diferencia era poca, pues ya de por sí estaban con las luces apagadas, pero por alguna razón la oscuridad total los hacía sentirse más cercanos, más conscientes de sus cuerpos separados por centímetros.

            Franco retomó su movimiento y Claudia se dejó llevar por su beso.

            Su aliento olía a alcohol, pero no importaba. Claudia le rodeo la nuca con la mano y disfrutó hipnotizada del roce de sus labios. De la conexión de sus lenguas. Había algo diferente esta vez. Más pasión, más calor. Sus pieles estaban alejadas apenas por un espacio minúsculo y unas telas muy fáciles de quitar, posados sobre una cama a solas en un cuarto oscuro.

            El colchón les invitaba a acomodarse. Las sombras les susurraban que tenían demasiado ropa.

            Un calor envolvió el cuerpo de Claudia y sintió electricidad acariciándole los poros, bajando hasta llegar a la humedad de su entre pierna.

            Franco le agarraba el caballero y con la otra mano le acariciaba la espalda, pero no se quedó ahí, y fue descendiendo su caricia, recorriendo su cuerpo tocando a Claudia en sitios donde nadie la había tocado. Aquellos dedos se deslizaron hasta su muslo y prometían llegar a más.

            Ella no se quedó atrás, pero cuando llegó y tocó algo duro, una alarma en su mente arrancó y separo a Franco con un empujón.

            Le faltaba el aire y tenía la cara encendida.

            —Espera… Ya va…

            Franco la mirada, sorprendido… Y algo más. Algo más en su expresión.

            ¿Indignación?

            —¿Pasó algo? —preguntó él.

            —No —dijo ella—. Es que por un momento no sé, no me sentí cómoda.

            —Si quieres podemos acomodarnos mejor en la cama —sugirió Franco, y Claudia notó como se acercaba más a ella.

            Eso no le gustó.

            —No, no. Solo quiere ir más despacio, ¿vale? —intentó esbozar una sonrisa como si todo aquello fuera una tontería.

            Franco no se la devolvió.

            —Oh vamos, sabes que quieres —dijo él mientras le pasaba una mano por el cabello y le sujetaba un hombro.

            Él se inclinó hacia adelante y ella lo volvió a apartar.         

            —En serio, no me siento cómoda en este momento.

            Franco chasqueo la lengua y con una sonrisa forzada, agregó:

            —Déjate llevar.

            Se inclinó otra vez, pero con más brusquedad, buscando los labios de Claudia y llevando su mano directo a sus pechos. Ella se echó hacia atrás y termino cayendo sobre la cama. Él, a gatas, se puso encima de ella.

            Fue un momento de claridad muy potente para Claudia. Todo estaba mal, todo se había torcido y estaba a punto de pasar algo peor. Su novio no aceptaba un no por respuesta. Una de esas situaciones de las que una escucha, pero no termina de considerar real hasta que sucede. Y le estaba sucediendo. A ella, a Claudia.

            Tuvo miedo, pero no duró demasiado. Fue reemplazado por una ira repentina.

            —¡Franco, no! —gritó, y usando la fuerza de sus piernas, apoyo las rodillas sobre el pecho de él, y con las manos lo empujó a un lado.

            Ella era fuerte y él delgado. Terminó rodando como un tronco hasta caerse de la cama con un golpe estruendoso.

            —¿¡Qué te pasa!? —gritó Frano, sujetándose la cabeza y poniéndose de pie.

            —¿¡Que te pasa a ti!? —replicó ella aguatando las lágrimas que pujaban por salir.

            Claudia se sentó en la cama e intentó ponerse de pie, pero él fue más rápido y la empujó de vuelta. Parado frente a ella, la veía con ojos desquiciados.

            No es Franco, fue lo primero que ella pensó.

            —No te hagas la santa, tú también lo deseas y vamos a hacerlo.

            —¿Franco… qué te pasa?

            —Sí, tú también lo deseas, ¿verdad? Dime que lo quieres.

            —Franco…

            Él no la escuchaba. Su rostro estaba oculto por las sombras, pero sus ojos brillaban como si pudieran estar encendidos por la lujuria. Tenía una expresión nunca antes vista en él, una mezcla de ansiedad y miedo.

            Se llevó la mano al cierre del pantalón.

            —Lo vas a gozar.

            Claudia lo miraba sin poder creerlo. Ese no era él. No podía ser él. Imposible.

            —Llevo mucho tiempo deseando esto —dijo y se bajó la cremallera.

            El sonido del cierre la hizo reaccionar.

            —Atrévete a tocarme y voy a gritar con todas mis fuerzas.

            Volvió a sentarse en la cama, endureciendo el cuerpo, preparándose por si él volvía a empujarla.

            Franco se le quedó viendo, sorprendido, y después de unos segundos estalló en carcajadas frenéticas sin apartar la vista de ella.

            Claudia perdió la concentración por la sorpresa.

            —Grita —le dijo él—. Alla afuera nadie va a escucharte.

            Ella lo miró sin comprender. Por un instante captó algo: no se escuchaban ruidos en la sala. No había electricidad, pero hay otras formas de poner música. ¿Por qué no lo habían hecho? ¿Acaso cancelaron la fiesta y se fueron todos? ¿La dejaron sola? No podía ser. Pero estaba muy silencioso. Demasiado.

            —Cierra los ojos, abre las piernas y disfruta, cariño —dijo Franco y se desabrochó el botón del pantalón.

            Cuando fue a bajárselo, Claudia reaccionó. Se puso de pie de un salto y lo empujó con todas sus fuerzas. El chico salió disparado hacia la pared, tropezándose y cayéndose en el trayecto. Ella no desperdició su oportunidad: se puso de pie y corrió hacia la puerta. La abrió y salió.

            En el pasillo descubrió que Franco se equivocaba, sí estaban todos los presentes, pero…

            Nadie se movía.

            Los que antes eran adolescentes hormonados moviendo sus cuerpos con la música, ahora eran poco más que títeres clavados en el suelo mirando al vacío. Paralizados excepto por un pequeño vaivén con el que se tambaleaban a los lados.  No se veían directamente. No hablaban. Quizá ni respiraban.

            Claudia se quedó en la puerta viéndolos. En el pasillo había tres personas mirando en distintas direcciones. Los brazos les colgaban del cuerpo y tenían la cabeza ligeramente inclinada hacia abajo.

            Quiso preguntarles que pasaba, pero recordó a Franco dentro del cuarto y se impuso su deseo de irse de ahí.

            Atravesó el pasillo tratando de no chocar con nadie, tarea imposible considerando la absoluta oscuridad del apartamento.

            Hubo uno a quien golpeó con el hombro y este no reaccionó.

            Fue como tocar a una estatua.

            Llegó a la sala y todos estaban igual.

            Docenas de adolescentes petrificados, con ojos abiertos y sin parpadear, camuflados con las sombras con rostros apenas distinguibles y facciones que se confundían con la palidez de la luna filtrada por las ventanas. Sus cuerpos balanceándose como si el viento los empujara. Respiraban, pues el pecho se les movía, pero poco más.

            A Claudia el pánico volvió a brotarle. Lo sintió resurgir desde su pecho, aprisionando sus pulmones, volviéndose una bruma a punto de nublar sus pensamientos.

            El unico sonido que embargaba su existencia, era el de la tormenta al otro lado de la ventana. Del resto el silencio era total.

            Luchó su racionalidad.

            Esto debía ser alguna especia de broma cruel.

            —¿¡Qué les pasa!?  —gritó.

            Nadie respondió. Nadie reaccionó.

            Tenía que irse de ahí.

            Corrió hacia le entrada llevándose por el medio cuerpos fríos que no mostraban señales de vida ante su presencia.

            No giraban los ojos al verla pasar. Se quedaban observando al vacío, algunos con las bocas un poco abiertas. Otros respirando profundamente.

            Intentando no verlos, Claudia empujó a todos los que necesitó para llegar a la puerta del apartamento.

            Estaba cerrada.  

            Estaba atrapada.

            Intentó empujarla sabiendo que sería inútil. Sintió el impulso de gritar, pero en su pecho se había formado una burbuja que se lo impidió. De repente su cuerpo la traicionaba y la nuca se le tensó. Cuando se giró de vuelta al apartamento, sintió crujir todos los músculos de su cuello.

             Y la estaban observando.

            Ya nadie veía el pasillo.

            Todos la veían a ella.

            Claudia se quedó sin aire, contemplando los rostros de miradas vacías posadas sobre ella.

            —¿Qué quieren? —dijo en un susurro, y esas dos palabras le costaron mucho esfuerzo—. ¿Por qué me ven? Déjenme salir.

            No respondían.

            Solo estaban ahí.

            Viéndola.

            Se escucharon pasos, y el nacimiento de sonidos humanos la pudieron haber alegrado de no ser porque eran de Franco.

            Salía del pasillo con una sonrisa de oreja a oreja.

            Estaba totalmente desnudo.

            —¿Ves lo que te dije, princesa? Ahora podrás gozar. Gozaremos todos.

            Al terminar de decir estas palabras, todos los presentes comenzaron a desvestirse.

            Claudia gritó y su único impulso fue salir corriendo de vuelta a la habitación.

            Grave error.

            Esta vez no la dejaron la pasar.

            Al llegar al gentío la agarraron entre todos, y comenzaron a jalarle la ropa desde todos los ángulos en un intento de quitársela.

            Sus manos eran frías y sus dedos tiesos, como los de un cadáver.

            Claudia gritaba pidiendo auxilio. Sus suplicas y la lluvia eran los únicos sonidos. Empujaba a los que se acercaba, pero eran demasiado para ellas. Sentía como la jalaban y su cabeza chocaba con la de otros alrededor. Alguien le golpeó la frente con la suya y le sacó sangre que sintió deslizarse por sus mejillas hasta sus labios.

            Gritó de dolor, pero fue igual de inútil.

            Franco observaba todo, excitado ante la visión, con las manos en aquello que utilizaría para…

            No, eso no iba a suceder, ¿o sí?

            Iban a…

            La iban a…

            —¡No! —Gritó Franco.

            Y surgido de la nada, un brazo rodeo a Claudia y apartó a todos a su alrededor.

            Aturdida, ella alzó la mirada.

            Era aquel chico extraño que no dejaba de acosarla.

            Él la tomó de la muñeca y la guio hacia el pasillo, apartando a los que se le acercaban.

            Claudia pensó que su descomunal estatura lo ayudaba, pero la verdad es que todos se apartaban instintivamente de él, como si su presencia les quemara. Incluso Franco pegó un salto para alejarse en cuanto pasaron por su lado.

            ¿Por qué?

            No hubo tiempo de preguntarle.

            Atravesaron el pasillo y el la empujó al cuarto. Se quedó afuera y cerró la puerta, dejando a Claudia sola en la habitación.

            Volvía al punto de partida.

            El cerebro le trabajaba dolorosamente lento en contraste con el pánico que le incitaba a actuar rápido, pero estaba demasiado confundida para saber que hacer, demasiado aturdida. Los hechos pasaban muy deprisa.

            ¿Cuál era su situación? ¿Qué estaba pasando?

            Lo siguientes segundos fueron angustiosamente lentos.

            Su mente en blanco no le ayudaba para nada.

            Su ser se había reducido a una presión en el pecho, una bruma en su cabeza y una rigidez en el cuello. Estaba poseída por el miedo.

            Fue entonces cuando la puerta empezó a sonar.

            La estaban golpeando desde el otro lado.

            Vibraba en su sitios como si estuviese siendo ametrallada por un arma, sometiéndose con una agresividad descomunal. El rugir de los golpes retumbaba por todo el apartamento. Algo la estaba reteniendo, pero sea lo que sea, no duraría demasiado. La madera se estaba astillando.

            Fue este último dato el que hizo gritar a Claudia, y fue este grito el que activo su instinto de supervivencia.

            Tenía que escapar.

            Fue hacia la única salida posible: la ventana.

            En cuanto la abrió supo que era una mala idea.

            No había reja al otro lado, pero estaban en un cuarto piso. Pensó en gritar y se abstuvo. Algo dentro de ella le dijo que sería inútil. Solo podía escapar por su cuenta.

            A su espalda la puerta cada vez se agitaba con más violencia.

            No podía hacer otra cosa.

            Usando la fuerza de los abrazos, saltó hasta pasar una pierna por la ventana. Con cuidado pasó la otra, colocándose de espaldas a la calle. Sus pies se posaron sobre el saliente del edificio, resbaladizo por culpa de la lluvia.

            Si lograba inclinarse, podría ir bajando los pies hasta el saliente del piso de abajo, aunque tendría que dejarse caer. No había otra solución.

            Aun así, los planes fueron innecesarios.

            Cuando se disponía a bajar, la puerta de la habitación se abrió de un portazo.

            Para Claudia el susto fue tal, que se olvidó por completo de lo que pensaba. Se echó hacia atrás y por una milésima de segundo, en cámara lenta, vio sus manos separarse de la ventana.  Sintió sus pies resbalándose del saliente.

            Sin poder evitarlo, Claudia Rivero cayó al vacío.

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