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Mateo no podía evitar sentirse orgulloso de sí mismo. Y francamente, no era porque se hubiera conseguido un trabajo mal pagado como capturista en una pequeña fábrica de vasos de plástico, ya que él estaba seguro de que la vida pronto le daría la oportunidad de salir de allí con un empleo mucho mejor. Se sentía orgulloso porque por primera vez en la vida, la gente no lo miraba hacia abajo. Sí, era cierto. Todavía no tenía el mismo nivel de respeto que la gente les da generalmente a los políticos o a los empresarios. Todavía no tenía una casa a nombre de su esposa ni un auto propio. Pero por lo menos, la gente ya no huía al verlo. Al encontrárselo enfundado en un traje en la parada del autobús o en el metro, las personas eran a veces, incluso amable con él, o por lo menos, lo hacían sentir como un ciudadano más. No se lo había dicho a nadie, pero él estaba seguro de que parte de ese cambio tenía que ver con su nueva identidad, con dejar atrás el pasado triste que cargaba el haber sido Mateo Jiménez, una pobre rata de ciudad.

 Resulta que él había tenido la fortuna de hacerle un “pequeño” favor a la persona indicada. Y por “pequeño” favor a la persona indicada, se entiende que él accedió sin chistar a editar algunos números a la conveniencia de su jefe, quien tenía la costumbre de no reportarle a hacienda las jugosas ganancias de su pequeña empresa. Y que esta vez, necesitaba una ayuda un poco más grande para hacer desaparecer un depósito de cinco millones de dólares, producto de una transacción hecha con un socio bastante discreto del sur del país.

— Disculpe, señor, pero ¿por qué me pide usted este favor precisamente a mí? —le preguntó el joven a su supervisor cuando se lo pidió—Bien que usted sabe que no soy el más estudiado o el más destacado de sus empleados…

—Lo sé, pero también sé de dónde vienes. Eres el único con las agallas suficientes para hacer lo que necesito. Ya no le temes a la cárcel, ¿verdad?

—Le juro que después de seis meses allí, le perdí el miedo al mismo infierno… Pero aun así, me gustaría pedirle un pequeño favor… Ya sabe, por las otras ocasiones en que lo ayudé ocultando datos incómodos.

—Pues dime, muchacho, y ya veré como puedo ayudarte de la mejor manera.

—No sé si recuerde que a la fiesta de navidad de la fábrica invitó usted a un abogado, y dijo que era su amigo desde la universidad.

—Así es, muchacho. ¿Y eso qué tiene que ver?

—Pues que no hay nada que deseé más que dejar atrás mi pasado como criminal—mintió descaradamente Mateo. Alguien me ayudó en internet a conseguir una nueva identidad, y ahora  necesito que su amigo me ayude a hacerlo oficial.

— ¡Estás loco! Si lo descubren, podría terminar en la cárcel o perder su licencia.

—Al igual que usted, si yo le contara a la policía sobre lo maquilladas que están las cifras de la compañía…

—Está bien, está bien, muchacho—suspiró don Arturo—Te doy su contacto. ¿No quieres que te pague el trámite, digo para hacer el favor completo?

—No, gracias. Con lo que usted me paga y con unos favorcillos extras que les he hecho a algunas personas por internet, creo que hasta me sobra. El dinero no es problema.

—Si así lo dices… No tengo otra opción más que creerte— se encogió de hombros Arturo, al tiempo que apretaba los labios en señal de resignación—Pero ay de ti si le das un mal uso al nombre de mi amigo.

—No se preocupe, señor. Le prometo que una vez terminado esto, voy a comenzar una nueva vida. Me acabo de casar, y quiero hacer esto para que cuando tenga hijos, ellos no sientan vergüenza de su padre.

—Visto así, me parece muy noble de tu parte chico. Voy a ver si además, él te puede hacer un descuento. Ya sabes, por ser gente de la casa.

— ¡Mil gracias, don Arturo! Le voy a estar agradecido de por vida.

Los días pasaron, y Mateo finalmente recibió la llamada por la que había estado esperando toda su vida. El abogado finalmente había logrado legalizar sus documentos. Lo único que le faltaba era ir a recogerlos para poder iniciar su nueva vida.

—Felicidades, amor—le sonrió Kim, su esposa, al escuchar las buenas nuevas—Si te salen bien los papeles, please, ayúdame a mí también a cumplir mi sueño. ¡Ya sabes cómo odio este nombre tan feo que me puso mi mamá!

—Ni siquiera tienes que pedirlo, mi princesa. Si los papeles salen buenos, ya tengo destinados unos ahorritos para que por fin te puedas cambiar ese nombre que tanto has odiado desde chica.

—Te lo juro, mi cielo. No hay cosa que quiera más en la vida. Pero luego hablamos de eso. ¡Ve, que eso que tanto anhelabas, te está esperando!

En el camino al sitio en el que lo había citado el abogado, Mateo casi se tropieza dos veces y estuvo otras tres a punto de pegarles por accidente a niños que se encontró en el camino. No podía pensar en otra cosa que no fuera el hecho de que estaba a punto de cambiar su vida. Al sentir en sus manos el sobre beige que contenía sus nuevos documentos, el joven sintió como si las nubes se hubieran abierto para él después de largos meses entre la más absoluta oscuridad. Logró comprender la alegría que emana del rostro de aquellos extranjeros que finalmente logran dejar atrás su pasado para comenzar una nueva vida. Tal vez a él no lo esperaba una conmovedora ceremonia al cobijo de la bandera y el himno nacionales, pero la emoción era la misma de ellos.

Mateo Jiménez, la rata de ciudad a la que nadie le veía otro futuro más que terminar cumpliendo cadena perpetua en la cárcel o muriendo de una sobredosis, hoy desaparecía. Matt Stay dejaba de ser el nombre de un niño de familia pobre que había muerto a la semana de haber nacido, para transformarse en su futuro. Ahora, estaba en sus manos el hacer que nadie, nunca, lo volviera a tratar ni a él, ni a su eterna enamorada, con el mismo desdén que cuando ambos eran niños. Todos aquellos que habían dudado de ellos, pronto se tragarían cada una de sus palabras hirientes.

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