Devuélveme la cordura

Frente a mí tenía a la mujer que me atormentaba internamente. Pero no había ni rastro de la niña tímida y vulnerable que yo conocía. Becca se había convertido en todo una mujer, segura, fuerte y decidida. Por no decir que estaba más hermosa de lo que yo podía recordar. Esos hermosos ojos grises me perdían por completo y ahora había un nuevo brillo en ellos, que no lograba leer con claridad, ¿acaso estaba feliz de verme?

Su cuerpo era un maldito infierno en la tierra, sus caderas estaban más definidas, su trasero erguido y respingón, como siempre. Sus pechos se notaban más llenos y esa boca carnosa me invitaba continuamente a perderme en ella. Me obligué a concentrarme.

—Bien Jake, ¿qué demonios haces aquí? —dijo en un tono desafiante.

—Necesitamos hablar Becks.

—No me digas Becks. ¿Acaso te volviste loco? —la vena de su frente resaltó. Estaba enojada. ¿Por qué m****a podría ser ella la enojada?

—Seré directo y claro. No quiero estar más tiempo del necesario aquí.

—Me parece perfecto. ¿Qué haces aquí?

—Puedes agradecerle a Candice por eso.

—No veo nada que agradecer.

—Hace unos días me llamó a la base y me contó una inquietante historia.

—¿Y bien? ¿Eso por qué debería importarme? —respondió levantando una ceja altanera. Me recordé que debía mantener la calma.

—¿Tienes una hija?

—¿Y eso a ti qué m****a te importa Jake?

—Me importa si es mía.

—¿Tuya? ¡Esto tiene que ser una maldita broma!

—¿Lo es? ¿Acaso hay alguna posibilidad de que esa niña sea mi hija?

—¿A qué viene esto? Si mal no recuerdo hace más de cinco años te olvidaste de mí. ¿Qué tiene que ver mi hija en esto?

—Entonces es cierto… tienes una hija.

—Eso es mi maldito problema.

—¿Qué edad tiene Rebecca?

—¡¿Qué te importa?! —estaba claramente a la defensiva y mi estado de ánimo estaba realmente al límite. No quería perder los estribos y luché por calmarme tomando largas respiraciones.

—¡Me importa si es mía carajo! Me quitaste muchas cosas Rebecca, pero jamás esperé que me robaras la oportunidad de estar con mi hija.

—¿Te robe qué? Déjame recordarte que fuiste tú el que me sacó de su vida. Me desechaste como si yo fuera una cosa. Te importó una m****a lo que pasara conmigo… y vienes años después exigiendo… ¿qué exactamente Jake? —una tímida lágrima corrió por su mejilla y ella la secó rápidamente.

—Eres una maldita Rebecca… al menos ten el valor de responder por tus actos.

—Vete de aquí Jake ¡Ahora mismo!

—No me iré a ningún lado hasta no saber si esa niña es mía.

—Es mía. Lo fue desde que estuvo en mi vientre. Desde que tú decidiste que su vida no merecía la pena. Desde que amarme interfería en tus grandes planes. Espero que hayas conseguido todo lo que deseabas…

—¿Pero de qué demonios hablas?

—Por favor… vete. No hay nada más que puedas quitarme. Ya rompiste mi corazón hace tiempo. No queda nada más por tomar.

—¡Tú me abandonaste! ¡Con una maldita carta! ¡Una carta! Después de todas las promesas, de todo lo que te amaba… —golpeé el escritorio con mi puño. Ya estaba bien el papel de víctima cuando era ella la perra en esta historia.

—¡Vete de aquí! —gritó poniéndose de pie y las lágrimas corrieron sin reparo por su bello rostro.

—Dímelo. ¿Es mi hija?

—¡No!

Dio unos pasos largos y abrió la puerta. Me levanté a punto de estallar. Decidí salir a tomar un poco de aire y tratar de recobrar la cordura antes de que fuera demasiado tarde.

Caminé con mi cuerpo al borde de la erupción, mientras cruzaba el espacio desde la pequeña oficina hasta el salón.

Sentí que ella venía detrás de mí.

—No regreses jamás Jake —dijo en mi espalda, pero no me giré.

—¡Papá! —la dulce y cantarina voz me alertó. Una pequeña y hermosa niña rubia de ojos azules corría desesperada con los brazos abiertos y los ojos cubiertos de lágrimas hacia mí.

Me detuve en seco. Mi corazón latió con fuerza, absolutamente desbocado en mi pecho. La respiración se me cortó y sentí un inmenso nudo en la garganta.

Me quedé de piedra y los ojos me ardieron. Ella se abrazó a mis piernas, como si yo fuera un salvavidas en medio del océano. Confundido giré en busca de Rebecca. Ella estaba apoyada contra la pared, devastada, cubría su rostro con ambas manos y su pecho bajaba y subía con fuerza.

Algo se despertó en mí. Era como si conociera a esa pequeña de siempre. Mi corazón pareció descongelarse en el momento que acaricié sus suaves bucles. Era mía. Lo sentí en lo más profundo de mi ser. Mi sangre la reconoció y la reclamó.

Sin poder evitarlo me agaché a su altura y la separé levemente de mi cuerpo. Puse mis manos en sus pequeños y delgados hombros y la miré a los ojos.

Ella sollozaba y sorbía por su pequeña nariz. Me vi reflejado en esos preciosos ojos zafiro y la gravedad pareció dejar de aferrarme a la tierra.

—¡Vi-viniste papi! Yo lo sabía… siempre supe que volverías… —dijo entre lágrimas.

—Hope… —respondió una derrotada Rebecca a mis espaldas— ven conmigo pequeña.

—¡No! —respondí desesperado. Abracé su pequeño cuerpecito y la levanté en brazos apretándola tan fuerte como podía sin lastimarla. Sus brazos se aferraron fuertemente a mi cuello y hundió su rostro en él.

Cerré los ojos y no pude aguantarlo, por primera vez en toda mi vida lloré.

No sé cuánto tiempo pasamos en esa posición. Pero ninguno de los dos quería romper el abrazo. Como si al hacerlo todo se esfumaría.

—¿Ya no tienes que proteger al mundo de los malos? —preguntó una vez que sus lágrimas le dieron una tregua.

—¿Cómo? —dije sin entender nada. ¿Cómo era posible que ella me conociera? ¿Cómo supo que era yo? ¿Acaso Rebecca le había hablado de mí? ¿Pero por qué? ¿Cuál era la lógica? Estaba claro que no quería que yo supiera de su existencia. ¿Por qué otra razón ocultarme a mi hija?

—Mamá dijo que estabas lejos defendiéndonos de los malos. Que por eso no venías a verme… —volví a buscar a Becca con la mirada. Ella respiró hondo y dio unos pasos hasta nosotros, se detuvo frente a mí y asintió con la cabeza.

—Sí pequeña, es cierto. Estaba muy lejos.

—¿Ya no te irás?

—No hay nada en este mundo que logre apartarme de ti otra vez. Lo prometo.

Ella puso sus pequeñas manos sobre mis mejillas, pegó su nariz a la mía y dijo bajito.

—Te amo papá. Te extrañé.

Sentí mi cuerpo como gelatina, las piernas se me aflojaron y el corazón se me hizo un puño en el pecho. La apreté con más fuerza a mí.

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