Cuando el tiempo se detiene

—Adiós cariño. Recuerda que Cristina pasará por ti y te llevará a casa del abuelo —le dije a mi hija mientras la despedí en la puerta del kínder.

—Sí mami. Adiós —respondió la pequeña colgada de la mano de su maestra y con una enorme sonrisa.

Ese día me tocaba quedarme después de hora en la cafetería, uno de los proveedores me avisó la noche anterior que llegaría a última hora a hacer la entrega y debía esperarlo para firmar el recibo.

Caminé tranquilamente hasta el trabajo, era un hermoso día soleado de finales de septiembre. El clima era cálido por las tardes y refrescaba un poco en la noche.

—Buenos días chicas —saludé a Silvi y Evelyn mientras me dirigía a la oficina trasera.

Mi jornada laboral estaba oficialmente a punto de terminar, pero aún me quedaba esperar unas horas más. Salí en busca de un café y me entretuve charlando con mi compañera.

—Lo juro, el lugar es maravilloso Becca. Debes venir alguna noche —dijo Silvi emocionada, su novio acababa de comprar un bar y estaban acondicionándolo para la pronta inauguración.

—Por supuesto que iré. Cuenta conmigo ¿Tengo tragos gratis?

—50% de descuento.

—Suena bien.

Un escalofrío me recorrió la espalda y de pronto todo el ambiente a mi alrededor pareció cargado.

—Rebecca… —mi cuerpo se estremeció de inmediato. Era su voz, podría reconocerlo en un mar de gritos. Cinco años después y parecía que jamás hubiera dejado de oírlo. Sonaba mucho más rudo de lo que recordaba, aun así, era él. El hombre que más amé en toda mi vida, tanto, que aún dolía.

Mi cuerpo se tensó de inmediato, al tiempo que los recuerdos se amontonaban en mi mente. La respiración se me detuvo. Cerré los ojos para inspirarme valentía y me giré para comprobar que estaba en lo cierto.

Ahí estaba él, el protagonista de todos mis sueños. Mi para siempre. El gran y único amor de mi vida. Y como si mis sentimientos no fueran suficientes, lucía aún mejor de lo que yo podía recordar. Ya no era un chico de dieciocho años, las imágenes de mi cabeza no le hacían justicia.

Estaba más alto y mucho más grandote y musculoso. Era un hombre hermoso y llamativo. A pesar de llevar una chaqueta de cuero negra, sobre la sudadera a tono, se le remarcaban los fuertes brazos, esos definidos hombros anchos y los trapecios inflados. Su figura iba formando una V hasta su cintura, para llegar a unas fuertes y definidas piernas. Su cabello lucía diferente, muy corto y algo rapado en los costados, definitivamente militar. Su mandíbula estaba tan tensa que podía notar la vena gruesa que sobresalía en su cuello. Esa boca en forma de corazón por la que perdí la cordura tantas veces se cerraba en una línea recta y apretada. Sus manos en puños, como si estuviera listo para una lucha. Cuando nuestros ojos se cruzaron, el tiempo se detuvo. Fue como si no hubiera pasado un solo día, todos los sentimientos por él seguían intactos, imborrables, y me quemaban la piel. Pero al ver su mirada, supe que no era el Jake que yo conocí y amé. ¿Amé? ¿Cuándo dejaste de hacerlo, idiota? En sus ojos no había una sola pizca de amor por mí. Sí acaso… ¿odio? ¿Rencor? ¿Ira? ¿Tristeza? No lo sabía con exactitud, de lo que estaba segura es que mi Jake, el de mis recuerdos, jamás me hubiera mirado así. Definitivamente no conocía a este sujeto.

Incité a mi cuerpo a reaccionar. Tragué saliva de forma compulsiva tratando de bajar el nudo que sentía en la garganta.

—Jake… —dije en un suspiro que sonó absolutamente débil y devastado, me odié a mí misma por eso. Él me desarmaba, me convertía en agua corriendo por sus dedos, me desvanecía.

—Hola —volvió a decir, esta vez con las manos en los bolsillos. Bien, al menos estaba nervioso. Hay cosas que nunca cambian.

—¿Qué haces aquí? —pregunté incrédula. Mi primer instinto fue lanzarme hacia él y abrazarlo con fuerza durante horas, días, semanas… y agradecer porque estuviera a salvo. Fueron tantas las veces que el miedo no me dejó dormir. Al comprobar que se encontraba de una sola pieza, sentí un peso enorme abandonar mi cuerpo. Como si recién hubiera sido capaz de volver a respirar luego de más de cinco largos años. La incertidumbre de saber si estaba bien me mataba. Pero eso no era posible. Éramos dos extraños ahora. Dos personas distintas. La vida nos había cambiado.

—¿Podemos hablar a solas? —respondió seriamente.

—Claro, sígueme —dije y me encaminé hacia mi oficina.

De repente las preguntas se agolparon en mi cerebro y un nuevo terror me abordó.

¿Qué hacía aquí? ¿Cómo me había encontrado? ¿Qué diablos quería conmigo? Me preguntaba en mi interior mientras recorría los escasos veinte pasos hasta la oficina. Podía sentirlo detrás de mí y mi piel se erizaba. El calor que emanaba su cuerpo me resultaba abrasador.

Cerré la puerta detrás de nosotros e hice un gesto con la mano invitándolo a tomar asiento, mientras yo me acomodaba en la silla frente a mi escritorio. Por suerte la madera escondía mis temblorosas piernas. Apoyé ambas manos sobre él y me incliné levemente. Expectante.

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