Un Lujo Oscuro.

La gotas de la lluvia caían sobre la luna del coche, el ruido de los truenos le daba ese toque de terror a la noche.

Dejaba rodar mis lágrimas por las mejillas, solo miraba por la ventana preguntándome una y otra vez que había hecho mal, que había hecho para merecer eso que estaba viviendo. No encontraba respuesta, solo dolor.

La familia Ortega sonreía con malicia cuando me miraban por el retrovisor, bajaba la mirada del miedo, me pegué mucho más a la puerta al tener a Alonso muy cerca de mí.

Una idea muy loca pasó por mi cabeza, pero esa idea fue borrada al ver la mano de la mujer pulsar el botón automático para cerrar con seguro la puerta. Grité por dentro de la rabia.

Nunca podré escapar de esta realidad tan asquerosa que me toca vivir.

Tras casi una hora de viaje llegamos al aeropuerto. La familia salió para darle la bienvenida a su hijo mayor dejándome a mí sola en el coche.

Intenté abrir la puerta para escapar pero estaba cerrada. Di un golpe al asiento de delante con rabia, quería escapar. Intenté abrir las otras puertas, pero habían cerrado con seguro todas las puertas.

Miré por la ventana rezando porque alguien me viera y me sacara del coche pero nadie se fijaba.

Vi llegar a la familia al coche y me puse en el medio llena de miedo, todo mi cuerpo comenzó a temblar. Entraron al coche.

—¿Quién es esta peluda? —Apreté los puños.

—Nadie hijo, es la limpiadora de casa —el chico rió.

Su cabello negro caía sobre su frente. Alonso me tiró un poco del pelo para que dejara de mirar a su hermano.

Cerré los ojos y miré hacia el suelo.

—¿Qué tal por Londres, hijo? —Preguntó su madre emocionada.

—Bien mamá, todo muy bien —sentí su mano detrás de mi espalda.

Me puse rígida y suspiré negando.

Al llegar a la casa todos salimos del coche. Yo me encerré en la habitación dejando a la familia celebrar la llegada de su hijo.

Me senté en el suelo y miré hacia la ventana. Me levanté para mirar por la ventana y apoyé la frente en la ventana.

La puerta se abrió haciendo que mis ojos se abrieran de golpe.

—¿Cómo te llamas?

—Me llamo Mesen señor.

—No me digas señor, dime Roberto —asentí sin darme la vuelta para mirarlo —. Mírame —. Me giré y lo miré —. ¿Por qué estas aquí?

—Antes vivía en un orfanato y tu familia me adoptó —me encogí de hombros bajando la mirada.

Ese hombre me ponía más nerviosa que el resto de la familia.

—¿Cuántos años tienes?

—No lo sé. 

—¿Cuándo cumples los años? —Negué.

—No lo sé —Vi como daba pasos hacia mí.

Me pegué a la pared. Respiré hondo y levanté la mirada.

—¿Quién no sabe su fecha de cumpleaños? —Preguntó burlón. Bajé la mirada.

—Yo —él rió por mi respuesta.

—¿Por qué estás tan nerviosa? —Me cogió del cuello haciendo que levantara la cabeza y lo mirara —. ¿Me tienes miedo? —Negué.

—No —me pegó más a la pared y sonrió.

—Deberías —asentí —. ¿Eres así de callada siempre o te tomas tus ratos libres? Pareces muda, peluda —fruncí el ceño.

—¿Y tú eres así de imbécil siempre o te tomas tus ratos libres? —Abrí los ojos asustada —. Perdóname.

El rió y apretó su agarre en mi cuello.

—A mí se me respeta —asentí con miedo.

—Per-perdón —sonrió.

—¿Sabes? Te llevaré conmigo, tu y yo nos podemos divertir mucho —trague en seco —. Nos iremos esta noche, coge lo que tengas que coger —salió de la habitación.

No tenía nada que coger... Solo me quedé ahí quieta muerta del miedo.

 Escuchaban las voces de Roberto y Alonso, luego un gran golpe y todo se quedó en silencio.

La puerta de la habitación se abrió de repente dejando ver a un Roberto echo furia. Su pupila dilatada, sus puños apretados, me cogió de la muñeca y me sacó de la habitación.

Salimos de la casa. Roberto me llevaba casi a volandas, nos subimos a un coche negro.

—Ponte el cinturón ¿o te lo tengo que poner yo?

—Que te jodan —susurré muy bajo, pero pareció escucharme.

—¿Qué dijiste? —Me miró mal y yo negué.

—Nada —él asintió.

Arrancó el coche y condujo por esa carretera tan oscura.

Miraba por la ventana, la desvié y miré de reojo a Roberto, este estaba apretando fuerte el volante, su mirada estaba fija en la carretera, pero cada segundo aumentaba más la velocidad.

El miedo comenzaba a comer cada parte de mi cuerpo, quise abrir la puerta y tirarme. Él se dio cuenta de mis intenciones y cogió con fuerza mi brazo.

—Ni se te ocurra —su voz tan seca me dejó sin palabras.

Volví la vista hacia la ventana y retuve las lagrimas. Nunca imaginé que cada dos por tres se me pasara por la mente la idea de quitarme la vida. 

Hace unos meses, antes de llegar a vivir con la familia Ortega, vivía mal, pero no se compara con todo la pesadilla que estaba viviendo ahora, cada minuto sufro una humillación distinta, malas palabras y gritos.

—En mi casa estarás a salvo, mi hermano no te volverá a tocar —murmuró de la nada dejándome otra vez sin palabras.

¿Cómo lo sabía? La vergüenza surcó todo mi cuerpo, no me atreví a mirarlo a la cara.

—Nunca imaginé que mi hermano pudiera hacer tal cosa —me encogí de hombros.

Quería restarle la importancia que tenía, no quería hablar del tema, me sentía muy mal haciéndolo. Miré las manos de Roberto, tenía los nudillos llenos de heridas ensangrentadas, desvié la mirada hacía el frente.

Unos minutos después llegamos, luego de que Roberto dijera eso de su hermano, el coche se sumió en un silencio incomodo. 

¿Qué no era incomodo con esa familia?

La vista que tenía de la casa de ese hombre era impresionante, bueno... Más que casa era una mansión: era enorme; un jardín muy bien cuidado, unas ventanas grandes, la fachada era de color blanco, el techo era plano aunque en una esquina se elevaba bastante el techo, formando un tipo de triangulo, en ese jardín habían dos perros, eran de razas distintas, uno de ellos era: blanco, un blanco brillante, tenía mucho pelo, sus ojos eran grises, el otro era: más pequeño que el otro, su pelo era muy corto y de color marrón, sus ojos eran marrones. Esos perros eran preciosos.

Roberto me cogió de la mano y nos adentramos a la mansión, nada más cruzar ese jardín había un portal, la puerta blanca con unos cristales, pasamos la puerta y abrí los ojos y la boca sorprendida, eso era hermoso, dos escaleras un poco inclinadas nos dieron la bienvenida, a nuestros lados había dos puertas, miré un poco y en la puerta de mi derecha había un salón enorme, una televisión gigante frente a esos sofás de olor gris oscuro, miré a mi derecha abriendo aún más la boca, era la cocina y era muy lujosa. No me dio tiempo a ver más ya que Roberto agarró más fuerte mi mano y me subió por las escaleras casi a volandas.

Dios mio... Esto era hermoso, nos recibió un pasillo, con puertas, una de esas puertas ponía prohibido, donde entramos nosotros, era una habitación hermosa. un ventanal muy grande justo enfrente de nosotros, a mi derecha una cama preciosa, la colcha de pelo, color negro brillante, a mi izquierda había otra puerta, seguramente sería el baño, también se encontraba un tocador, un sofá del mismo color que los de el salón. Volví la vista hacía donde la cama y a su lado derecho se podía ver dos puertas correderas.

—Esta será tu habitación, si necesitas algo solo debes pulsar este botón —señaló un botón verde en la pared —. Mandaré a Rina que te venga a tomar las medidas y compre ropa para ti. ¿Necesitas algo más?

—Salir de aquí —apreté los dientes.

No sabía por qué con Roberto me sentía así, me sentía valiente y eso solo me traería problemas. Él sonrió y asintió.

—Deberías agradecerme por haberte sacado de allí —lo miré.

—Gracias —rió y negó.

—Baja a comer.

—No tengo hambre —lo corté.

Él se acercó a mí y elevó una ceja. Cogió mi rostro con las dos manos y volvió a reír.

«¿De qué se ríe?»

Me pregunté a mi misma mirándolo mal.

Mi barriga comenzó a rugir, me odié a mi misma por traicionarme de esa manera.

—Cuando tengas hambre baja —verle esa sonrisa cínica hizo que me dieran ganas de pegarle —. Dejare dicho que te hagan la comida —sin borrar ese sonrisa de sus labios soltó mi cara y salió de la habitación.

Y como había dicho él una mujer vino a tomarme las medidas.

—Mi nombre es Rinalda, pero como no me gusta me puedes llamar Rina —ambas reímos —no tardare en tomártelas —asentí con una sonrisa.

Era una mujer de unos cincuenta años, sus ojos eran de color verde, una sonrisa esplendida de oreja a oreja, vestía de traje, una falda azul oscura y una camisa blanca, unos tacones negros. su cabello era negro, lo tenía recogido es un moño.

Tenía en la mano una cinta métrica, me sonrió y comenzó midiendo mis pechos.

—¿Hace cuanto conoces al señor? —Su pregunta me tomó desprevenida.

—No lo conozco, hace tan solo unas horas nada más —levantó la cabeza y sonrió con lastima.

—Yo quiero mucho al señor, hace años que lo conozco, pero te has adentrado en una mansión de lujos oscuros mi niña —la respiración se me cortó por unos segundos al escuchar esas palabras.

Sabía que Roberto no era mi salvación, pero tan solo por unos segundos al ver esta mansión y escuchar hablar de su hermano con tanto odio puede sentir y ver un ápice de luz, ya veo que me equivoqué.

La mujer continuó tomando y apuntando las medidas, ambas estábamos en silencio.

—¿Hace cuanto no comes bien? —Me encogí de hombros.

—No lo sé —dije en un hilo de voz.

—Deberías ir a comer, puedes caer muy enferma, estas muy delgada hija —asentí con una sonrisa —. hacemos algo, bajas a comer mientras yo te compro la ropa y luego te  das una ducha. ¿Trato hecho? —Me extendió la mano.

Ambas con una sonrisa estrechamos la mano.

—Trato hecho.

—Venga vamos —me cogió de la mano y salimos de la habitación.

Bajamos las escaleras. Creo que nunca me acostumbraré a tanto lujo.

Pasamos a la cocina, era simplemente hermosa.

Una encimera blancas con salpicaduras negras, una mesa  grande de color blanco, los muebles negros o blancos, el suelo era de azulejos eran grises claros.

—María —saludó Rina a la señora que estaba haciendo la comida.

—No te esperaba hoy por aquí —se dieron dos besos.

—Es mañana cuando no vengo —sonrió —ella es...

—Soy Mesen, encantada —nos dimos dos besos.

María era una señora de unos setenta años, tenía el pelo rubio canoso, vestía igual que Rina pero ella tenía un mandil de cocina, con una gato feliz dibujado.

—Siéntate pequeña, ahora te sirvo la comida —sonreí y asentí.

Miré a Rina que no se le borraba la sonrisa de los labios.

—Volveré en un rato —la mujer y yo asentimos.

Cuando Rina se fue la cocina se quedó en silencio mientras la mujer cocinaba, miré a mi derecha y vi a Roberto mirarme con su típica sonrisa, caminó hacia la silla libre a mi lado y se sentó. 

Capítulos gratis disponibles en la App >

Capítulos relacionados

Último capítulo